Traducido por Manuel Talens
Esta entrevista se celebró en la ciudad catalana de Sitges (España) en octubre de 2000.
Breves palabras de presentación
Christopher Small falleció el pasado 7 de septiembre de 2011 a la edad de 84 años en Sitges, provincia de Tarragona (España). Ya desde su primer libro, Music, Society, Education, sorprendió con la proposición de que la música es un acto, no un objeto de conocimiento. Aquel cambio de paradigma provocó un desplazamiento analítico desde el antiguo objeto inanimado que había sido la música al sujeto animado que la ejecuta y a su entorno. La clásica pregunta «qué es la música» cedió entonces su lugar a otras mucho más dinámicas y adecuadas al mundo en que vivimos: ¿Quién la interpreta?, ¿quién la escucha?, ¿dónde? Es evidente que las nuevas respuestas obtenidas, lejos ya de la aridez conceptual, surgen ahora provistas de un corazón que palpita y, por ello mismo, permiten vislumbrar nítidamente las relaciones entre música, individuos, sociedades, pueblos, procesos históricos y entornos culturales. En su último libro, Musicking, Small dio años después otro salto semántico y desarrolló el concepto homónimo que probablemente le asegurará un lugar en el panteón de la musicología. Mediante el concepto de musicking la música deja de ser un sustantivo y se convierte en el verbo musicar. ¿Qué es musicar? He aquí la definición que propuso Christopher Small: «Musicar es tomar parte en cualquiera de las actividades inherentes a una función musical, ya sea interpretando, escuchando, ensayando, practicando, proporcionando el material para la función (componiendo) o bailando. A veces podríamos ampliar su significado a lo que hace la persona que pide las entradas en la puerta o a los hombres fornidos que elevan el piano o la batería o a las personas que se encargan de transportar el equipo de sonido o a quienes limpian el local una vez que todo el mundo se ha marchado. También ellos contribuyen a la naturaleza de ese acontecimiento que es una función musical.» La entrevista que hoy presentamos al público de habla hispana constituye un documento imprescindible para el acercamiento a un hombre que fue testigo de su tiempo y que se atrevió a poner en entredicho dogmas culturales inamovibles. No cabe la menor duda de que el meollo teórico de Christopher Small está en los tres libros que publicó y a ellos remito al lector (existe traducción española del primero, véase la bibliografía al final), pero esta entrevista ―que no oculta las huellas de las imperfecciones orales que todos cometemos durante una conversación: vacilaciones, incisos, sobreentendidos, pérdidas del hilo narrativo, etc.―, posee el frescor de la vida que anima las palabras y permite conocer al hombre que estaba detrás de la etiqueta Christopher Small, un ser culto pero sencillo y respetuoso, apasionado por la belleza de los sonidos musicales sin que eso le impidiese deconstruir los mitos culturales que asolan a la tradición musical europea en Occidente. Esta entrevista tiene ya once años, pero no ha envejecido un ápice y pone en evidencia cómo algunas mentes privilegiadas son capaces de vislumbrar entre los pliegues de la historia para predecir el futuro: en una de las respuestas que Christopher Small da a su entrevistador está ya pronosticada, con una década de anticipación, la hecatombe política, económica, ética y civilizatoria que hoy estamos padeciendo. – Manuel Talens, Tlaxcala
* * *
El neozelandés Christopher Small es uno de los sorprendentemente escasos musicólogos clásicos que sugieren una especie de paridad entre la música popular y la tradición operística y sinfónica. El compositor académico Wilfrid Mellers (Twilight of the Gods, Music in a New Found Land) y el crítico Henry Pleasants (The Agony of Modern Music, Serious Music and All That Jazz) lo precedieron en Inglaterra. Más tarde, ya en la estela del neozelandés, surgió la usamericana Susan McClary, que obtuvo una beca posdoctoral MacArthur por haber defendido la denominada «nueva musicología», una corriente influenciada por el primer libro de Small, Music, Society, Education, en el que éste exploraba muchas de las ideas sobre las que ella había estado reflexionando a principios de los ochenta del pasado siglo. Small ha sido también desde hace muchos años un colega íntimo del etnomusicólogo radical usamericano Charles Keil, cuyo Urban Blues fue el primer libro de crítica del rock de que se tiene noticia. Small, que no ha sido nunca un peso pesado en el mundo académico, publicó sólo un libro mientras se dedicaba a la enseñanza en el Ealing College of Higher Education de Londres. Los otros dos ―Music of the Common Tongue (1987), una historia absolutamente original de la música africana en USA, y Musicking (1998), un análisis de una imaginaria interpretación sinfónica que alcanza su clímax con la extraordinariamente poco ortodoxa conjetura de que la base de la música no es el tempo, como con tanta frecuencia se pretende, sino la relación social― aparecieron después de su jubilación. Small vive en Sitges (España), con su compañero el educador jamaicano de música y danza Neville Braithwaite. Fue allí donde se celebró esta conversación, el mes de julio de 2000. Yo deseaba hablar con él porque tenía la sensación de que, a pesar de que ambos compartimos muchas ideas y actitudes, algunas de mis ideas sobre asuntos como la autonomía y la estética se habían vuelto más convencionales que las suyas. Dado que yo carezco de formación clásica y me considero un populista radical en filosofía artística, creí necesario airear esta anomalía. Además, deseaba hablar de música con él, puesto que son muy pocos los que han reflexionado sobre la música con mayor profundidad y menos pretensiones que Christopher Small.
Robert Christgau: Nació usted en Nueva Zelanda en 1927. ¿En qué lugar de Nueva Zelanda?
Christopher Small: En un pueblo llamado Palmerston North.
¿A qué se dedicaban sus padres?
Mi padre era dentista y mi madre había sido maestra de escuela. A los dos les gustaba la música. Mi padre era un buen pianista. Hizo que mi hermana Rosalie y yo (ella era mayor) llegásemos a ser buenos pianistas para nuestra edad pero, ya se sabe, cometíamos muchos errores de expresión y mi padre lo dejó estar, cosa que en retrospectiva siempre he lamentado. Lo recuerdo cantando y tocando canciones muy sentidas.
Y su madre, ¿tenía algo que ver con la música?
Sí, mi madre venía de una familia de músicos. Mi abuelo había dirigido una sociedad coral en Wellington en los años noventa del siglo XIX. Conservo una batuta de roble que le regalaron los del coro; pesa media tonelada. Aquellos eran tiempos de gigantes.
¿Era Palmerston un lugar rural o urbano?
Estaba a 144 km al norte de Wellington. Era un pueblo grande para la época.
Pero bastante aislado.
Un sitio de mala muerte. Lo odiábamos. Era un pueblo aburrido bajo cualquier concepto. La gente suele pensar que Nueva Zelanda es un país aburrido, pero no es verdad. Sin embargo, Palmerston sí que era aburrido. Carecía de ambiente cultural y era muy esnob, muy de nuevos ricos. Nosotros lo odiábamos, pero mi padre se había establecido y trabajaba allí, así que…
¿Estudió ciencias en pregrado?
Mis padres querían que fuese médico.
¿Qué carrera hizo?
Lo que pasó es que iba a empezar Medicina, pero era el año en el que regresaron todos los soldados de la Segunda Guerra Mundial, que tenían preferencia ―lo cual era lógico― y no pude hacerlo, de manera que me cambié a una licenciatura en ciencias creyendo que podría entrar en la Facultad de Medicina por la puerta de atrás. Me licencié en zoología, aunque para entonces, en el año 1948, ya no me interesaba ser médico.
¿Y estudió música?
Acababan de crear un nuevo departamento de música en la Universidad Victoria, en Wellington, supongo que hecho a la medida del primer compositor del país con formación profesional, que se llamaba Douglas Lilburn. Había estudiado en Inglaterra con Vaughan Williams y fue el primer neozelandés que regresó capacitado con una técnica de composición. El departamento de música consistía en una sala de conferencias en el piso de encima de los laboratorios de química. Apestaba siempre a ácido sulfídrico y servía también para sala de recitales. Instalaron una lámpara para alumbrar por la noche, un despacho, un tocadiscos y un piano. Eso era todo.
Obtuvo un » bachelor » en música. ¿A qué equivale en USA? ¿Es como un máster?
No equivale a ningún título de su país. Era algo muy poco especializado que uno podía obtener sin haber aprendido a tocar una sola nota o un instrumento. No había clases instrumentales, era más bien una especie de viejo título inglés. Lo único que esperaban es que cada estudiante compusiese una obra para coro y orquesta. Creo que no estaba mal, me ayudó a adoptar una actitud bastante informal sobre la composición. Nunca me he considerado… bueno, a partir de entonces… nunca me he considerado un compositor.
¿Y qué me dice de su carrera en la enseñanza?
Enseñé en escuelas de secundaria en Nueva Zelanda.
¿A partir de cuándo?
A partir de 1953. Al mismo tiempo trabajaba en una compañía pequeña que trataba de introducirse en el mercado de las películas animadas. Fue una experiencia interesante, aunque no muy buena. Pero aprendí mucho y compuse para todo tipo de películas.
Enseñaba usted en una escuela secundaria, lo cual, a fin de cuentas, fue lo más significativo para su pensamiento.
Sí, supongo. Pero todavía estaba muy metido en aquel mundo.
¿Enseñaba música?
No, pero como era una escuelita rural tenía que enseñar prácticamente de todo, daba química, francés, inglés…
Y luego se mudó a Londres…
Sí, bueno, me habían encargado la partitura de un ballet que, según decían, iba a ser el primero totalmente creado, coreografiado y diseñado por neozelandeses. Se estrenó en Wellington ―con bastante éxito― con bailarines aficionados, ya que en aquel tiempo no existía un teatro profesional en Nueva Zelanda. El gobierno me dio entonces una beca para que estudiase composición y me fui a Londres con Priaulx Rainier. Corría el año 1961.
Pero pronto se vio usted metido otra vez en la enseñanza.
No, no, tuvo que pasar mucho tiempo, porque la beca era de dos años y luego estuve viajando; fue dos o tres años después de eso cuando empecé a enseñar. No recuerdo bien lo que hice en el intermedio, supongo que me dediqué a asimilar cosas nuevas para mí. Trabajé un tiempo para un editor.
¿Como editor?
Bueno, editando y en la producción. Hasta que por fin decidí que no era mi oficio y solicité un trabajo en la enseñanza. Y como lo único que me ofrecían era un empleo de maestro debutante, tuve que aceptarlo. Enseñé en una escuela maravillosa en Wembley y luego encontré trabajo en esa universidad.
Así que estuvo enseñando en la escuela secundaria durante los primeros cuatro años, pero ese trabajo en la universidad fue algo mejor.
Y luego regresé a Londres, a Ealing, donde enseñé en pregrado durante el resto de mi carrera académica.
En el Ealing College of Higher Education, durante unos 20 años.
Bueno, desde 1971 hasta 1986.
¿Se dedicó usted exclusivamente a la enseñanza de la música en aquel tiempo? ¿Lo hizo también exclusivamente desde 1964 a 1968?
No, no exclusivamente.
¿Y al mismo tiempo se introdujo en la vanguardia? Cornelius Cardew y…
Sí, lo conocí un poco. Bernard Rands era el… No sé nada de él desde hace más de veinte años. No tengo ni idea de dónde puede estar. La última vez que supe de él estaba en Boston.
Déjeme que retroceda un poco más. ¿Cómo describiría lo que le atrajo de la música cuando empezó a interesarse en ella de niño?
Bueno, me gustaba tocar el piano, pero no practicar. [Sonríe]
¿Conoce algún niño al que le guste?
Me acuerdo de que mucho antes de que recibiera la primera lección solía sentarme al piano y hacía como si fuese un virtuoso, incluso si nunca había oído esa palabra. Es evidente que el entorno era propicio y nos animaba a hacerlo. Mi hermano mayor tocaba el violín.
Me parece poco probable que lo hiciese porque era obediente o por seguir la tradición de la familia.
Claro que no. Lo hacía porque me gustaba. Y en la casa había muchos discos de 78 revoluciones, que compraban mis padres. Recuerdo que tenían la Quinta Sinfonía de Beethoven con una etiqueta negra de HMV Records que proclamaba orgullosamente el nuevo proceso eléctrico. Y teníamos The Gondoliers, de Gilbert y Sullivan, y el Trío en Si bemol de Schubert, obras de ese estilo y toda clase de fragmentos, sabe Dios de dónde habrían salido aquellos discos. Y viejas canciones populares, «Land of Hope and Glory», cantada por la mezzosoprano Clara Butt…
A donde quiero llegar, aunque quizá no debería desvelarlo, es a que me diga si su dedicación a la música se debió a las relaciones primarias, secundarias y terciarias, que usted describe tan vívidamente en su último libro, o bien fue algo más fundamental o más puramente sensual ―aunque no sé si ésta es la palabra correcta― o cree que es algo muy misterioso…
Es algo muy misterioso, yo…
Lo sé. Pero usted ha pensado mucho en eso, por eso le pido que desvele el misterio.
La verdad es que en lo que a mí se refiere no he pensado en eso.
Humm, pensaba que quizá no lo habría hecho. Por eso quería preguntárselo. [Risas]
Fui un niño muy enfermizo ―me refiero a cuando era muy pequeño, cinco o seis años― y teníamos uno de aquellos antiguos gramófonos HMV de estilo Grand Rapids en madera tallada, que mis padres solían instalar junto a mi cama y todavía recuerdo la colcha cubierta por aquellos discos que sólo Dios sabe de dónde salieron. Había todo tipo de discos cómicos. Había una canción que para mí era la más maravillosa del mundo, que se llamaba «Herd Girl’s Dream». Todavía puedo tocarla, la interpretaba un trío. Me acuerdo de todo eso… de alguien que cantaba espirituales negros, no sé quién sería.
Sí, yo hacía lo mismo. Soy quince años más joven que usted, pero tenía las mismas cosas. A mis padres no les interesaba tanto la música como a los suyos, pero tenían un piano y los dos lo tocaban un poco y tenían discos y les gustaba escucharlos.
Y después mi hermano, que era ocho años mayor que yo, se fue a la universidad y cuando regresó trajo cosas de Duke Ellington y un montón de música de aquellas bandas británicas como Harry Roy and The Ragamuffins, que estaban tratando de introducir el jazz en Inglaterra en los años treinta. Eran músicos muy serios a los que no se les daba todo el crédito que merecían. Pero mis padres no le permitían que los escuchara en el gramófono.
Los discos que había en mi casa eran todos de música popular ― » South Pacific » y Bing Crosby cantando «Swinging on a Star»― y había uno de Fats Waller que me encantaba. Las cosas que me atraían eran distintas, pero me gustaba la música. Me agradaba cantar, aunque nunca toqué el piano, nunca aprendí a tocar un instrumento. Lo he intentado un par de veces, ya de adulto, pero no tenía tiempo de practicar.
Yo nunca supe lo que era música clásica y lo que no. No había tales distinciones. Pero por alguna razón el jazz no estaba permitido en la casa. Recuerdo que mi hermano Larry se compró un pequeño tocadiscos portátil. Se llevó sus discos a su cuarto y yo los escuchaba allí. Al cabo de un tiempo mis padres cedieron. Todavía me acuerdo de que tenía «The Blue Room», de Duke Ellington.
Me gustaría preguntarle otra cosa más general: ¿Cómo describiría usted su trayectoria y su orientación política, que están bastante claras en sus libros, pero nunca son explícitas ni abiertamente programáticas?
Bueno, siempre he sido de izquierdas.
¿Su familia no lo es? ¿Su familia es liberal?
Sí, supongo.
¿Y usted salió izquierdista?
Sí.
¿Y eso era así incluso en los años cuarenta?
Claro, sin la menor duda. Por supuesto, en aquel tiempo Nueva Zelanda era un país muy de izquierdas. El gobierno laborista de 1935 estableció el primer sistema de seguridad social integral que hubo en el mundo y para nosotros era algo que ni se discutía. Y cuando los británicos eligieron un gobierno laborista en 1945, después de la Segunda Guerra Mundial, nos lo tomamos como una continuidad natural. Éramos muy ingenuos, claro está. Por eso cuando me topé con el horror del thatcherismo me sentí despavorido, quizá incluso más que mucha gente, porque fue como si de golpe esa mujer fuese capaz de destruir por completo lo que se había construido con tanto esmero.
Fue también horripilante para todos nosotros.
Me acuerdo de que en la escuela primaria teníamos un mapa de España en la pared y seguíamos los acontecimientos de la guerra civil española, y todavía puedo ver a mi maestro, que gritaba: «Si hay un Dios en el cielo, ¿por qué no detiene esto?». Y estábamos al tanto de lo de Hitler y los judíos y de todo eso. Si hoy un maestro se atreviese a hacer lo que hacían los nuestros lo despedirían de inmediato.
Por supuesto.
Para nosotros aquello era lo normal. Toda nuestra orientación era de izquierdas.
Ésa fue su orientación inicial, pero hay claramente un momento―no sé cuándo, quizá después de que se fuese de Nueva Zelanda, o quizá antes― en el que usted se sitúa todavía más a la izquierda.
No lo sé, no me lo parece.
Si usted cree que es el mismo no voy a ponerme a discutir, se lo pregunto porque quien lo sabe es usted.
Es muy difícil.
Estoy seguro.
Supongo que soy una especie de socialista liberal. Pero no me gustaría colocarme una etiqueta. La palabra socialismo se ha convertido en una palabrota.
Vale, aunque para mí no es una palabrota. La utilizo en mis escritos sin ningún matiz peyorativo. Mi familia era de clase trabajadora y, como mucho, de centro, así que para mí es algo diferente. Pero, en cualquier caso, me parece que todas las referencias que hace usted a Ivan Ilich en su primer libro y su análisis de la evolución de la música africana en USA, así como sus referencias a la sociedad del espectáculo para mí lo sitúan en una especie de tradición anarquista, supongo. Pero ya le digo que usted no es nunca explícito, quizá me equivoque.
Sí, hubo un tiempo en que me consideraba anarquista, es verdad.
¿Ya no?
Ya no lo sé.
¿Cuándo fue eso?
En realidad no hace mucho.
¿Hasta cuándo?
El anarquismo todavía me llega al corazón. Pero hay tanta ciencia y pseudociencia que ya no sé dónde situarme.
Explíqueme qué quiere decir.
Sobre la evolución…
Me he perdido y creo que se debe a que usted sabe cosas que yo desconozco. Explíquemelas, por favor.
Todo lo relativo a la sociobiología, por ejemplo. Trato de decirme a mí mismo que no creo una palabra de eso. Pero es inquietante.
Lo cual sugeriría que para usted el modelo anarquista no es apropiado para lo que los seres humanos han llegado a ser en la actualidad.
Sí, no veo cómo podríamos instaurarlo, por muy buena que sea la idea.
¿Puede indicarme cuándo empezó a pensar así? Porque marca una diferencia con respecto a su obra.
Sí, creo que en los últimos años.
¿Desde » Musicking » ?
Oh, no, porque Musicking es de hace sólo dos años.
Ya lo sé, pero lo escribió antes, supongo que hacia 1996, ¿no?
Sí, en 1997.
Digamos que durante los años noventa.
Sí, yo diría que durante los años noventa. Y por supuesto la otra cosa, como dije, es la celeridad y la facilidad con la que todo se deshizo. El triunfo de este… capitalismo totalitario. Me horroriza y a veces pienso, «gracias a Dios que la próxima década yo ya no estaré aquí», porque no quiero ni pensar en lo que va a suceder.
He de confesar que yo no pienso así. Me parece que estamos saliendo del hoyo, quiero decir que tengo alguna esperanza. Bien, me alegro de habérselo preguntado, porque no está muy claro en su obra.
No, ni siquiera me planteé dar opiniones políticas explícitas.
Pues yo no diría eso.
[Sonríe].
Para mí muchas de las opiniones de su libro son políticas.
Bueno, vale.
Pasemos ahora a que me explique sus ideas sobre la música. En el inicio de » Musicking » planteó usted una pregunta que luego, a mi parecer, dejó sin respuesta: «¿Cómo se vuelven dominantes las culturas musicales?».
¿Dije eso?
Siento decirle que sí, pero no voy a insistir si no sabe si lo hizo. Me parece una pregunta interesante y me gustaría saber qué piensa sobre eso. Al parecer también usted considera que es algo complejo.
Sí, lo es. Sé que no respondí, incluso si lo planteé. Y es algo en lo que he estado reflexionando, la relación entre música y poder, quién tiene el poder de decir qué y quién tiene el poder en un conjunto musical en relación con…
La razón por lo que me parece una pregunta compleja es que tiene dos respuestas obvias, pero no especialmente inequívocas. Una de ellas sería que la tradición musical occidental se ha difundido, tal como usted dice, a la imagen y semejanza del capitalismo industrial, aunque yo no estoy tan convencido. Podría decirse que esos valores se han impuesto a causa del poder de Occidente, que es donde se originó esa música. Pero lo que no me cuadra es que podríamos decir lo mismo de otra tradición musical totalmente distinta sobre la que usted ha escrito; podríamos decir que la tradición musical africana de USA, también muy difundida, es una imposición del capital, del poder usamericano, y yo no estoy seguro de que ninguna de las dos cosas sea cierta. No me convence.
No estoy seguro del verbo «imponer», aunque quizá lo utilicé.
El verbo lo he utilizado yo, no usted. Lo que usted dijo fue: «¿Cómo se vuelven dominantes las culturas musicales?» y lo que yo quiero decir es que esas respuestas son las habituales y en ellas se utiliza el verbo «imponer».
No estoy seguro de poder responderle, no sé reflexionar a bote pronto. No puedo hacerlo, a menos que la respuesta a su pregunta sea el reflejo de la manera en que la gente piensa que se estructura la realidad. Y eso puede imponerse.
Sí, es verdad.
Eso puede imponerse, no hay más que pensar en cómo en sólo veinte años la gente ha aceptado que destruyan sus vidas y está convencida de que lo han hecho por su bien. A la gente se le puede…
Lavar el cerebro.
Sí, lavar el cerebro contra sus propios intereses.
¿Y a la inversa?
No, a la inversa no.
¿Existe esa inversa? Yo pensaba que la habría. Permítame que se la sugiera y le pregunte qué opina de ella. ¿Es posible que a la gente no le hayan lavado del todo el cerebro y que, en el caso de la música de origen africano, responda de una manera relativamente autónoma y consciente a distribuciones específicas de sonido? ¿Podría ser que algunas de esas distribuciones poseen una utilidad―quiero evitar la palabra universalidad― que las hace más fácilmente asimilables?
Sí, yo diría que sí. Eso es algo parecido a lo que traté de decir al final de Music of the Common Tongue. Está claro que hay toma y daca entre dominación y resistencia, las cuales se expresan y estructuran mediante acción y actividad musical.
Vale, déjeme ir un poco más lejos, hasta la tradición clásica, que es el tema principal de » Musicking » . Yo diría que usted es muy crítico de los amantes de la música clásica.
No es lo que pretendí.
¿De verdad?
De verdad.
Pues ésa es la conclusión que uno saca.
Únicamente quise ser lo más objetivo posible. Por mucho que los críticos lo pretendan, yo no tenía la menor intención de atacar a los amantes de la música clásica, ni siquiera se me ocurrió.
Puede ser verdad que no lo pretendiese. A pesar de ello, ¿le parece posible que sí lo hiciera? Aunque si me dice que no lo pretendió, lo creo.
Mi intención fue decir, «veamos lo que está pasando aquí».
Quizá su intención fuese someterlos al mismo tipo de escrutinio que ellos utilizan regularmente con el Otro y eso no les gustó ni un pelo.
Bueno, traté de mirarlos con un ojo lo más etnográfico posible.
¡Eso es! Y les pareció muy insultante.
Sabe usted, me ha estado sucediendo desde el primer momento. Cuando publiqué Music, Society, Education recibí esta respuesta: «Está usted tratando de destruir a Beethoven». Y yo dije que no, porque el solo hecho de intentarlo me hubiera parecido ridículo. [Se ríe] No, de ninguna manera. En la última edición de Music of the Common Tongue me permitieron que escribiese un nuevo prólogo. ¿Puedo leerle un fragmento? «Parece ser que he dado la impresión de que pienso que la música afro-usamericana y la música clásica europea son corrientes totalmente separadas y que, al igual que hacen los amigos cuadrúpedos de Mowgli, yo establezco distinciones morales o éticas: la música afro-usamericana es buena y la música clásica europea es mala. Además (y a pesar de lo que yo supuse que era una negativa explícita), se me ha acusado de pretender que la primera de ellas goza de un perfecto estado de salud mientras que la segunda habría degenerado, se habría ‘osificado’ ―fueron las palabras de un crítico― ‘bajo el efecto de un establishment amenazado, cuando no voluntariamente maligno’. Es verdad que dediqué un capítulo del libro al ‘Declive de una música’ y no veo razón alguna para modificar mi opinión sobre eso. El declive se ha vuelto todavía más obvio durante los diez años que han transcurrido desde que hice esta observación. Pero no celebré la noticia entonces, si es que era una noticia, y tampoco la celebro ahora. La pura verdad es que ni suscribí ni suscribo ninguna teoría conspiratoria alucinante para explicar este fenómeno; que sigo escuchando música clásica europea y de cualquier otra tradición y que toco tantas obras de la tradición clásica europea como mi mediocre técnica pianística me lo permite.»
Muy bien, pero lo que yo quería pedirle es que vaya un poco más lejos a partir de ahí. Me explico, lo cierto es que hay muchos miembros de la clase musical dominante y de sus lacayos ―entre los cuales algunos pretenderían que estamos usted y yo― a quienes no les interesa la música clásica. ¿Podría usted hacer distinciones demográficas entre esos dos subgrupos?
No, ni yo mismo lo tengo claro.
Me alegro de oír eso.
Es evidente que no hay nada automático ni interindividual en eso. Según parece algunas personas estructuran la realidad de maneras diferentes, que convergen o divergen. No sé por qué razón.
¿Cree usted posible que, a pesar de todos los defectos de los miembros de la clase musical dominante y de su incapacidad para comprender el ritual en el que están inmersos, el mero hecho de que se impliquen activamente en cualquier terreno estético los vuelve más humanos? En otras palabras, dado que en la clase dominante con tendencias opresoras hay muchas clases de opresores, ¿cree posible la tendencia a un mayor humanismo en este tipo de gente? ¿O bien cree que no hay manera de saberlo?
Creo que no hay manera de saberlo. Tenemos el famoso ejemplo de los médicos de los campos de concentración nazis, que se reunían para interpretar los cuartetos de cuerda de Beethoven después de haber cometido actos incalificables.
Eso es verdad. Pero a pesar de que soy hostil a ese mundo de una manera radicalmente distinta a la de usted, porque no es mi mundo, porque no vengo de él, porque esa gente me ha estado echando mierda encima toda mi vida y porque no me interesa en absoluto, me pregunto si no serán mejores de alguna manera.
No lo creo. No creo que se pueda afirmar eso. Al fin y al cabo, incluso entre los grandes músicos de esa tradición hay una gran cantidad de hijos de puta.
Claro, y también entre los de la tradición afro-usamericana. El hecho de ser un gran artista no lo convierte a uno en una buena persona.
Todo depende de cómo uno estructura la realidad y de cómo la estructuración de la realidad se refleja a la hora de musicar. Es un constante ir y venir. Y eso es cierto en todo tipo de músicas, no sólo en la clásica. Algo así es lo que traté de explicar con lo del público oyente cuando me refiero a que los miembros del público actúan en solitario y todo eso; yo no trataba de criticarlos ni de ser venenoso. Pero me parece…
… hay que hacer hincapié en eso.
Claro. Y pienso que esas cosas hay que presentarlas, si uno puede, de manera neutral. Tuve una bronca con Charlie Keil a propósito de eso mismo. Ya lo dije en mi libro Musicking, si uno decide utilizar el verbo musicar más vale hacerlo de manera éticamente neutral, le guste o no la manera en que la gente musique. Charlie no está de acuerdo, para él esto es musicar y aquello no lo es.
Bueno, es que Charlie es un anarquista convencido.
Quiero mucho a Charlie, es un hombre maravilloso.
Yo también.
He formado parte del comité consultivo de su proyecto MUSE.
Yo contribuyo económicamente en ese proyecto, es una idea magnífica. Y, por supuesto, esa frase maravillosa suya, «paideia con salsa», resume lo que todos pensamos, creo.
Pero creo que he tratado de no tomar partido crítico en esto. Hago mis observaciones y opino si hace falta, pero no me apetece demoler el entorno de la música clásica. Y, si he de serle sincero, no me gusta mucho la cultura de la música clásica en la actualidad. No me siento a gusto en una sala de conciertos.
Bueno, ya lo ha dicho, lo cual hace que la gente pueda pensar que es hostil a esa cultura.
Sí, pero eso no significa que sea hostil. Y también digo que no es una queja, que quizá lo que sucede es que me estoy distanciando de algo. Puede que usted encuentre que se trata de una distinción imposible de mantener, pero no estoy tratando de atacar a ese entorno.
No sé si es posible. Como le digo, yo sí soy hostil, no lo puedo negar. Lo soy. Lo que más me irrita de un mundo tan insular y fatuo como ése es su petulancia. Y eso significa que cualquiera que lo observe sin una actitud…
… aprobadora…
… sí, aprobadora, corre el riesgo de que lo consideren un vil intruso.
Y hay otra cosa: estoy convencido de que el mundillo de la música clásica en USA es mucho más elitista, mucho más…
Oh, probablemente sea verdad.
… mucho más fatuo y cerrado que en Europa. Y también estoy convencido ―creo que lo dije a conciencia en Music, Society, Education― de que se palpa esa hostilidad. Me acuerdo de que el editor lo suprimió…
[Risas].
… porque hablaba de escenas como las de Una noche en la Ópera.
Hay algo de eso en el libro. Lo releí hace dos semanas.
La hostilidad en ese mundo es evidente, muy por encima de lo que cabría esperar.
¿Ha leído el libro de Lawrence Levine sobre Shakespeare y la ópera en el siglo XIX?
Sí, Highbrow/Lowbrow. Y creo que es mucho más que una simple dicotomía. Hace mucho tiempo que me di cuenta, incluso cuando era un estudiante de ciencias con veinte años. Solía leer Etude magazine, que era un bastión de esas actitudes. En aquel tiempo lo consideraba el no va más, simplemente porque era la alta cultura y yo un ignorante, un muchacho atrasado. Pero en USA la hostilidad entre los partidarios de la música clásica y la popular es mucho más pronunciada que en Europa. Por ejemplo, aquí yo no percibo esa clase de hostilidad de la que usted me habla. La gente dice, ah, bueno.
Bueno, mi hostilidad no es algo habitual.
No, no lo es, al menos en mi generación.
Digamos que no es habitual entre los que podríamos llamar intelectuales.
La percibo en todas partes allí. En Charlie, por ejemplo, odia eso. Pero Charlie es un caso especial. En todos los demás con quienes me tropiezo siento una gran hostilidad. Y no me sorprende. La primera vez que fui a dar clase a una universidad usamericana me quedé sorprendido de algunas actitudes. Cada vez que me cruzaba con ellos en el departamento percibía la soberbia y la resistencia más absoluta.
Bueno, ahora es un poco menos evidente.
Eso fue hace sólo cinco años.
¿De verdad?
[Sonríe].
Bueno, me han dicho que ahora la cosa ha mejorado. Quiero hacerle una pregunta sobre las orquestas sinfónicas, principalmente porque son algo que siempre me ha interesado. Más allá de la historia que describe toda sinfonía y de las relaciones sociales encarnadas en su interpretación, ¿cree que, aparte de las cuestiones estructurales y relacionales, la orquesta ofrece algo en su sonido literal, en su sonido físico o en la clase de precisión y uniformalidad y disciplina que requiere de sus miembros?
Oh, creo que en su estructura social…
Me refiero a más allá de la estructura social, le estoy preguntando si hay en ella un elemento estrictamente AUDITIVO.
Claro, la precisión del tono que se le exige a toda orquesta.
¿Y quizá también la noción de dulzura?
La noción de dulzura, la ausencia de sonido de ataque, la búsqueda de un ataque suave, la necesidad general de precisión absoluta y también la uniformidad de sonido entre los músicos. Todos los instrumentos de cuerda producen aproximadamente el mismo sonido.
¿Y qué significa eso, en pocas palabras?
Bueno, si quiere que le hable en plata…
Sí, hágalo, por favor.
Yo diría que eso es disciplina industrial.
¡Gracias! Ahora me gustaría hacerle una pregunta. En » Music of the Common Tongue » , creo que al principio, dice usted que la tradición africana en USA satisface una necesidad de la cultura blanca. ¿Puede describir con pocas palabras y de la manera más cruda posible de qué necesidad se trata?
Creo que ya lo hice.
Sería útil que lo resumiese.
Bueno, que trata de hacer evidentes ideas de comunalidad, de intimidad. ¿Le parece bien?
Creo que sí, pero quiero preguntarle…
Déjeme recordarle que no se trata necesariamente de tendencias unidireccionales, ya que mucha gente sería capaz de salir corriendo y escapar de un pueblo caracterizado por su comunalidad y su intimidad.
Vale.
Y esos valores no son necesariamente buenos en sentido absoluto, sino sólo elementos que las personas suelen anhelar en sus vidas.
Una de las veces que usted habla sobre la atracción por las ideas de comunalidad e intimidad añade junto a éstas lo rítmico y lo sónico. ¿Puede explicarme cómo funciona esa atracción? En otras palabras, ¿existe una atracción intrínseca por la sofisticación rítmica ―es posible que sofisticación no sea la mejor palabra―, por la complejidad, por la perfección de la música africana?
Sólo puedo hacer conjeturas.
Por supuesto.
Tiene que ver con una especie de concepto, que posee múltiples capas, sobre lo que es la realidad. Tiene que ver con el acceso a estructuras de sensaciones que no son unívocas. La manera de abordar las notas musicales sugiere una mirada no más sutil, sino más de reojo hacia esas cosas…
Más oblicua.
Sí, la palabra oblicua podría servir aquí.
¿Juguetona?
Y también juguetona.
Bueno, estoy tratando de avanzar desde «de reojo» hasta «oblicua» para ver a dónde nos lleva esto.
Ni que decir tiene que Mozart puede ser muy juguetón.
Iba a añadir que los devotos de la tradición musical europea dirían que ninguna de esas características está ausente en ella. Pero lo que usted dice es que el ritmo las transmite de manera diferente. Como no conozco la tradición clásica no puedo estar seguro de si estoy en lo cierto, pero pensé que la mirada de reojo podría conducir a algo muy brillante. Obviamente me he perdido.
Pero hay otra cosa y es que estamos hablando de la música clásica en la actualidad, que no es necesariamente lo que era en tiempos de Mozart o en los de Mahler. Sabemos, por ejemplo, que en tiempos de Mahler los violinistas… [Se pone a tararear, primero con un ritmo perfectamente pautado y luego con mayor libertad].
Pero incluso en aquella época había gente que se sentía atraída por la música de origen africano y alguna razón debía haber para ello. Es obvio que posee mayor libertad rítmica, ya lo ha dicho usted y no es el único, y está claro que tiene razón. La palabra «osificación» no me parece tan terrible para definir lo que sucedió con la tradición de la música clásica europea; dio usted en el clavo. Pero la atracción por la música africana existía incluso hace cien años, cuando la tradición de la música clásica europea todavía no estaba osificada, y seguramente había en ella algo más que alimentaba dicha atracción. ¿Lo había o se trataba únicamente de un mundo ilusorio en el que uno concibe la libertad y la atribuye incorrectamente a ese Otro de piel oscura? ¿Será que había algo sónico también?
Sí, seguramente la atracción se basó también en el sonido. Todo eso está cimentado en el sonido.
Y hay que tener en cuenta cómo funciona el ritmo, o cómo funciona el ritmo africano. Me refiero a cómo el ritmo acapara el primer plano, un concepto relativamente obvio que sólo se me ocurrió recientemente. Se trata más bien de dónde se sitúa en la música, algo que, en sí mismo…
Se tome por donde se tome, el ritmo está en el sonido. En su nuevo libro, Conventional Wisdom, Susan McClary habla mucho de esto en el blues y también en Vivaldi y Mozart, y subraya la calidad del sonido. Hace análisis muy sutiles de la manera en que la calidad del sonido figura en la estructura social que se está articulando. Sí, claro. Y, hablando de Mozart, una de las cosas que han puesto patas por alto mis certezas anteriores es que en los últimos años he estado ensayando sus sonatas y, cuanto más profundizo en ellas menos seguro estoy de todo, [sonríe] excepto de que son maravillosas y de que no cesan de repetir, «Vamos, vamos, vamos», sin que uno llegue a tocarlas bien. Hay en ellas sutilezas rítmicas que Mozart no llegó a anotar y que están ausentes en la mayoría de las interpretaciones. Creo que en Mozart hay toda una cultura que la tradición clásica se está perdiendo.
¿Ha escuchado usted los discos clásicos de trompeta de Wynton Marsalis?
No les he prestado mucha atención.
A mí no me interesa mucho Marsalis, pero incluso para alguien sin ninguna formación como yo resulta asombrosa la manera en que el sonido y la fluidez de esa música dejan claro que quien la interpreta forma parte de otra sensibilidad, y eso se debe a que Marsalis creció en una tradición en la que se da por supuesto un concepto diferente del ritmo. Creo que tiene usted razón.
Por otra parte, tampoco debemos olvidar que los afro-usamericanos se han sentido muy atraídos por la música clásica y que, de no haber sido así, no tendríamos la música, por ejemplo, de William Christopher Handy ni las bandas y orquestas que la tocaban, ¿no le parece?
Me gustaría cambiar de tema. Creo que su obra muestra dos tendencias contradictorias. En el capítulo «El flautista solitario», que es claramente donde va más lejos en esta manera de analizar las cosas, se observa una tendencia a equiparar toda la música, todo el musicar. Sin embargo, en otras partes no se priva usted de hacer juicios de valor. Cuando habla de Beethoven utiliza usted palabras como «poder», «autoridad», complejidad», «sutileza». Me impresionó que dos de ellas se refiriesen al poder, «poder» y «autoridad». O bien que al referirse a la versión que hizo Aretha Franklin de «Amazing Grace» en su álbum de gospel en directo la calificase de «titánica». Por un lado tenemos a un flautista solitario y, por el otro, juicios de valor por todas partes.
¿Qué cree usted que pienso de Aretha Franklin y de su «Amazing Grace»?
Creo que le parece extraordinaria, a su manera tan grande como Beethoven o algo así.
Yo no me…
O algo así. Comprendo que no está usted haciendo comparaciones, pero la respeta mucho.
Sí, por supuesto que no me importa hacer juicios de valor cuando corresponde. Pero ese flautista solitario me resulta más problemático.
Lo sé y lo entiendo, pero me parece algo contradictorio.
No veo por qué tiene que ser contradictorio.
Me parece interesante. Déjeme ver si logro explicárselo. Porque no se trata de un flautista especial, sino de cualquier flautista. Usted dijo que ese flautista tiene derecho a tocar como sepa, sólo necesita su propia creatividad. No lo dijo así, pero dijo que la creatividad que alcanza equivale a la creatividad de cualquier música occidental, ya sea la negra o la de la tradición clásica; y yo, que me paso la vida haciendo juicios de valor, soy sensible a eso. No digo que sean juicios absolutos, pero tampoco son arbitrarios. Creo que es posible hablar con sentido sobre lo que es mejor y lo que es peor.
Por supuesto.
¿No le parece?
No creo haber dicho nunca que el flautista tenga el mismo valor que Beethoven ni nada parecido. Lo que traté de decir es que todas las maneras de musicar son aproximadamente igual de complejas. No pretendí comparar al pobre hombre con Beethoven ni con Aretha Franklin ni con nadie. Únicamente dije: «Sea cual sea la maestría interpretativa de este hombre, desde la más elemental hasta…»
Digamos que es un músico del montón, para entendernos.
Lo que trataba de decir ―aunque no quedase claro― es que por muy primitiva que pueda parecer cualquier manera de musicar para un oído habituado a otros tipos de complejidad, el mero hecho de musicar se basta y se sobra para hacer feliz a cualquiera. Y, por supuesto, dije también que se basta y se sobra para que sea posible afirmar que ese pobre flautista toca bien o regular o fantásticamente. Y siempre refiriéndose a la misma interpretación del flautista con la misma jodida flauta. A eso quería llegar, no a tratar de abolir toda idea de excelencia. Lo he dicho miles de veces, en cualquier disciplina hay gente que hace las cosas bien y gente que las hace menos bien.
En el artículo que publicó Ben Ratcliffe sobre usted en » Lingua Franca » se decía que donde mejor funcionan sus ideas es en subculturas musicales autosuficientes.
Sí, ese artículo me cabreó bastante.
Bueno, pero…
Supongo que no me cabreó lo bastante como…
No sé si sabe usted exactamente a qué me dedico. Se me conoce sobre todo por algo que se llama » Guía del Consumidor » . Escucho música durante catorce horas al día. Me he creado mi propia sensibilidad, que se basa en Chuck Berry y que de ahí se expande en todas direcciones. Evalúo discos, cada año confecciono una lista de entre 80 y 100 discos, que califico de excelentes o buenos, y hay un pequeño grupo de personas en todo el mundo que se afanan por comprarlos todos. Básicamente estoy convencido por experiencia propia de que es posible pasarse la vida entera escuchando únicamente música extraordinaria de una enorme variedad de tradiciones. A eso es a lo que quiero llegar. Me parece que es una gran ventaja del capitalismo industrial. El capitalismo industrial nos permite eso y creo que es positivo. De ahí que si le pregunto sobre juicios de valor es porque me encanta esta manera de escuchar música. ¿Cree usted que la gente puede disfrutar de lo mismo si permanece sólo en una tradición?
He reflexionado sobre eso y no conozco la respuesta. Sólo puedo divagar un poco. En ocasiones podría responder que sí. Al fin y al cabo, ésa es la situación en la que vive mucha gente.
Pero en la que usted no viviría.
No, yo tengo mi tradición central.
Seguramente se sentiría empobrecido si lo privasen de lo que aprendió.
Yo… sí… cada vez escucho menos música. Cada vez toco más y escucho menos.
Hablaremos sobre eso.
Obviamente es bueno si uno sabe que existen más tradiciones aparte de la suya. Eso es lo que sucede en la tradición clásica. Pero no sé cuál sería la posición tradicional, por no decir natural, lo más probable es que en la mayoría de las culturas exista solapamiento entre tradiciones. Sucede lo mismo con las lenguas. El bilingüismo es lo habitual en la mayor parte del mundo actual.
Sí, pero lo que sugiero es que algo como el turismo ―y soy consciente de que se trata de un término peyorativo― tiene sus propias recompensas y que tales recompensas son propias de las condiciones tecnológicas y políticas bajo las que vivimos. Ojalá más gente pudiese disfrutarlas y ―aunque no soy economista― me gustaría creer que sería posible.
Claro que es positivo que uno pueda escuchar todas esas otras músicas. [Se expresa con lentitud] Pero no creo que sea necesario.
¿Por qué?
Un momento, no estoy seguro de entenderlo. Lo siento, no soy bueno en las entrevistas, porque no…
Ya lo ha dicho antes, pero lo está haciendo bien.
No soy bueno cuando tengo que…
Pensar a bote pronto.
… y se me olvidan las cosas. ¿En que estábamos, en el turismo? Vale, es evidente, bueno, no es que sea evidente pero supongo que es bueno saber que existen otras tradiciones musicales. Pero existen muchas condiciones humanas diferentes y unas veces sería bueno, mientras que otras no lo sería. No se me ocurre una respuesta para esta pregunta.
Bueno, pasemos a otra contradicción que espero explorar con su ayuda. En Musicking es usted muy explícito desde el principio, cuando dice que musicar incluye escuchar música. Y más adelante, da una lista de ejemplos del verbo musicar en la que explícitamente y a propósito incluye a una muchacha que pasea mientras escucha un Walkman. Me parece que se trata de una parte en la que usted cree de verdad, pero también hay otra parte en la que claramente valora la interpretación por encima de la escucha, en la que la capacidad de tocar un instrumento ―sea cual sea el grado de virtuosismo, sé que usted no es elitista en eso― o la disposición para cantar o incluso bailar le parecen más importantes, como si estuviesen situadas un peldaño más arriba en el musicar. Tengo la sensación de que incluso si usted dice que no debería hacer juicios de valor hay algo que lo obliga a hacerlos. ¿Hay algo de verdad en esto que le digo?
Pues… sí, no tengo por qué negarlo.
Vale.
Me gustaría añadir que todo el mundo debería ser capaz de interpretar algún tipo de música. La persona que no pueda hacerlo se habrá perdido algo importante. Sí, quiero ser muy explícito en esto. Dicho lo cual, eso no significa que todos tengan que ser virtuosos.
No se trata de eso, está claro que usted no piensa que todos tengan que ser virtuosos. No hay ninguna contradicción en lo que ha dicho.
Considero que la interpretación musical es una necesidad innata de los seres humanos. Se me vienen a la mente todas las cosas de carácter sentimental, como puede ser la madre que le canta a su hijo. Ayer presencié aquí cómo un padre inglés le cantaba a su hija una canción totalmente desafinada y pensé que era algo magnífico. La interpretación es una dimensión de la experiencia humana que, si no se practicase, se echaría en falta.
Me tomo muy en serio eso que dice, porque yo no toco ningún instrumento, lo he intentado varias veces, básicamente porque pensaba que me ayudaría en la escritura, pero nunca tenía tiempo suficiente para practicar. Me faltaban esas horas por semana que me hubiesen llevado a adquirir la destreza manual a los treinta años, que fue cuando lo intenté. Pero a pesar de ello me considero muy metido en la música, por mucho que no la interprete. Ya le he hablado de esa gente que colecciona discos, creo que a la mayoría de ellos les pasa lo que a mí, e incluso más, porque no escriben sobre música, como yo hago. No son coleccionistas, bueno, sí lo son y cumplen su papel, pero un poco a lo tonto. Son gente que ama la música. Y me envían mensajes de agradecimiento, gracias, me ha hecho usted descubrir » Another Green World » , de Brian Eno o » The Indestructible Beat of Soweto » o cualquier otra cosa en la que no habría pensado nunca, el jazz, esto, aquello. Y tengo que decirle que a esa gente le apasiona la música y que la música es una parte muy importante de sus vidas, toquen o no toquen un instrumento, y los que yo conozco no lo tocan.
Eso está muy bien, es mucho mejor que nada. Pero sigo pensando que para una experiencia musical completa, por muy básica que sea, es necesario un poco de interpretación si uno quiere comprender por completo el proceso musical. Interpretar y escuchar. En estos momentos estoy en plena retirada y no escucho cosas nuevas, me estoy haciendo viejo. A veces llega alguien y me hace escuchar algo y le digo, magnífico, muchas gracias. Aquí, en Sitges, no están interesados en la nueva música y tengo tendencia a escuchar siempre lo mismo. Claro, sería estupendo acceder a nuevas experiencias, eso es lo que me falta. Puede que la respuesta sea…
Mucha gente piensa eso de mí. Tengo 58 años y me encanta el hip hop. Y seguro que algunos piensan que es mentira, pero no lo es. Mi único problema es que no tengo tiempo para escuchar la música que me gusta, pero eso es otra cuestión. ¿Qué es eso de comprender por completo el proceso musical? No creo que nadie vaya a comprender nunca por completo el proceso musical. Usted también lo sabe. Digámoslo así. No me cabe la menor duda de que hay intérpretes magníficos que comprenden el proceso musical mucho menos que yo. Lo siento, pero no me cabe la menor duda. Los he conocido. Son personas de mente estrecha, sobre todo los músicos clásicos de mi país. No son una compañía que me agrade.
Bueno, vale, no sé qué decir, excepto que eso es lo que yo… Sea cual sea su interés en el proceso musical, la interpretación lo mejora.
Por eso traté de aprender a tocar el piano, hasta que decidí que tenía otras cosas que hacer durante el tiempo que podía dedicarle.
Es posible que el piano no fuese la interpretación adecuada para usted, no lo sé. Porque creo que todo el mundo…
Bueno, solía cantarle a mi hija, pero muy mal y ya no lo hago. Mi mujer canta mucho mejor que yo y mi hija prefiere que le cante ella. [Sonríe]
Supongo que estoy hablando de una situación social ideal, pero en el mundo real hay muchos factores sociales que se oponen a la interpretación, entre ellos la poco caritativa excelencia de muchos intérpretes.
Lo cierto es que si la orientación básica de uno es el pop eso no sucede. Es verdad que hay mucha gente en el pop que tiene exactamente la misma actitud, pero está muy lejos de ser tan hegemónica como en la música clásica. Y la pura verdad es que hay muchos intérpretes poco dotados técnicamente que han hecho grandes cosas en la música popular.
Sí, pero no estoy hablando de eso. Sigo pensando que el acto de interpretar en cualquier situación, por muy modesto que sea, es una parte integral, esencial de la experiencia musical y que su ausencia nos empobrece.
¿Puedo pasar a un asunto conexo? ¿Le apetece o empieza a estar cansado? Me gustaría que hablásemos de la grabación. Al final de su libro » Music of the Common Tongue » dice usted muy explícitamente que la grabación es una distorsión de lo que considera como… ¿Le parece que distorsión es una palabra demasiado fuerte?
Sí.
Bueno, ¿qué palabra utilizaría?
Alteración.
Es una alteración, sin duda, y ello por muchas de las razones que cita. Por el mero hecho de que no hay presencia física, no hay público, de alguna manera tiene que intensificarse y no provoca el mismo efecto. Pero, ¿cree usted posible que esa alteración pueda ser una alternativa completamente viable o le parece que es siempre inferior?
No, yo no…
Le estoy preguntando. No es una pregunta capciosa.
No, no lo creo. Es una experiencia distinta.
Porque uno de los acontecimientos más importantes de los últimos quince años ha tenido lugar en el hip hop: la gente cuya relación con la música era casi por completo a través de los discos empezó a utilizarlos para crear música con ellos.
Claro, por supuesto. Es como el arte de los disc-jockeys cuando modifican la velocidad del plato del tocadiscos. Estoy totalmente de acuerdo con usted. Pero el mero acto de sentarse y escuchar discos es una experiencia distinta, no necesariamente inferior.
Sin duda es una experiencia distinta, con sus inconvenientes, que…
… son más que obvios.
… que son más que obvios. Pero en algunos casos… no dejan de surgir historias de jóvenes afro-usamericanos de clase media que se han fugado con las colecciones de discos de sus padres. Hay decenas de miles de jóvenes que en estos momentos están tratando de averiguar qué hacer con toda esa música para convertirla en otro tipo de sonido.
Eso se está convirtiendo en algo diferente, en una actitud activa…
Entiendo que es algo diferente. Pero empieza con la escucha de la música y luego pasa a otra cosa. Vale, tengo dos preguntas más que me gustaría hacerle antes de terminar. Dice usted que el hecho de musicar es una de las cualidades que nos hacen humanos. ¿Se puede ser humano sin musicar?
Probablemente no. Me estoy curando en salud, pero creo que sin musicar no es posible llegar a serlo por completo. Sé que hay mucha gente ajena a la música, pero ignoro cómo serán, porque no conozco a nadie así.
Yo he conocido a algunos. Pero me pasa como a usted, a casi todo el mundo que conozco le interesa la música de una manera o de otra y eso incluye a gente que no tiene nada que ver con la música. Pero me pongo en guardia cuando oigo que alguien que dice, incluso si es de mi entorno, «Nosotros somos humanos, esos no lo son». ¿Comprende?
Sí, me pregunto cómo es posible vivir sin… Debe ser que algo se desactivó en una etapa muy temprana del desarrollo. Desde el punto de vista evolutivo cada vez está más claro que la protomúsica y la protodanza preceden al protohabla, que aparece mucho después. No acabo de entender de qué manera la música queda relegada y por qué las vías neurales, eso que Edelman llama el «darwinismo neural», se atrofian en una etapa inicial. Y lo mismo puede pasar con el habla y todo eso hace que resulte muy difícil convertirse en un ser humano funcional, pero sucede. Y no sé por qué.
Estoy seguro de que nosotros podemos pensar en la gente que queremos mucho más de lo que puede la Thatcher.
No sé lo que sucede, pero creo que se debe a un problema en el desarrollo. Ignoro si alguien lo ha investigado. Conozco a gente que dice ser incapaz de distinguir el tono, por ejemplo.
Sí, ya lo sé, en » Musicking » hay un pasaje muy bonito que trata de la «sordera tonal», ¿no? Me gustó mucho.
Pero me pregunto cuál es el estatus real de esa ausencia de musicalidad. Lo ignoro.
Permítame que le haga otra pregunta para volver al principio. ¿Qué piensa usted de la eficacia de su obra? Tengo entendido que es gente como yo la que responde con mayor entusiasmo, mucho más que la del mundo del que usted procede, ese mundo que usted todavía considera como su orientación musical principal. ¿Cree haber ejercido la influencia que esperaba?
Su pregunta me lleva a Music, Society, Education. En 1975 me presenté en la editorial Calder Publishing para proponerle a John Calder una traducción al inglés del libro Fragments théoriques I sur la musique expérimentale, de Henri Pousseur, del que ya había traducido una parte sustancial. Lo hice porque Calder tenía la reputación de ser un editor inconformista muy interesante que había publicado libros de Ives y de Cage y de gente así. En aquel momento yo no tenía la intención de escribir un libro. Empezamos a hablar y al cabo de un rato me dijo, «¿Cuándo va a escribir su libro?». Ya sabe usted, todo erudito piensa que tiene un libro en su interior. Le respondí, «Bueno, puedo intentarlo». Y él me dijo, «Hágame un resumen de las líneas generales y le firmaré un contrato». Y así lo hicimos. Incluso hoy me asombro al pensar en la recepción que tuvo el libro, porque nunca imaginé que pudiese interesarle a alguien. Yo esperaba que mi libro desapareciese de la circulación y nunca se me ocurrió que hubiese en él algo fuera de lo ordinario. Cuando leí la primera reseña, que escribió Wilfrid Mellers en The Guardian, no daba crédito. Y, de repente, empezaron a aparecer reseñas por todas partes. Y entonces Calder empezó a meterme prisa para que escribiese otro libro. Permítame un inciso: Calder y yo no hemos quedado en buenos términos. Me debe casi 2000 dólares, que no veré nunca. Pero nunca pensé que mi libro tuviese una misión. Una de las cosas que sucedieron con Music, Society, Education es que empecé a recibir una gran cantidad de cartas de estudiantes de pregrado, de estudiantes de secundaria y de estudiantes de música, y supongo que empecé a convencerme de que yo «tenía un punto de vista». Pero la verdad es que no sé qué efecto ha tenido mi libro. Susan [McClary] no cesa de decirme que cada vez gana más adeptos. No deja de ser curioso que, después de lo que estamos diciendo de USA, sea en USA donde mejor han recibido mi libro. En Gran Bretaña, en cambio, lo que dicen es, «Oh, Chris Small, mucho ruido y pocas nueces».
Susan sabe de eso mucho más que yo.
Es que ella se dedica a eso. En 1995 di clases durante un semestre a estudiantes de posgrado de la Universidad de North Texas y me dio la sensación de que respondían. Me dicen que el concepto de musicar se ha convertido en un término que se utiliza mucho, pero tengo la sensación de que la gente no ha entendido lo que significa.
Pero básicamente usted cree haber hecho mucho más…
Supongo que creo que he hecho más de lo que esperaba. Nunca creí que tenía una misión que cumplir. Sabe, tenía esas ideas, que se me ocurrieron debido a mi experiencia en la interpretación.
Y en la enseñanza.
Y en la enseñanza.
Eso se ve sobre todo en el primer libro. Por eso le he estado preguntando sobre su experiencia en la enseñanza, porque creo que fue el libro de un docente. Los dos últimos capítulos tratan de la enseñanza.
Claro, por supuesto. Pensé que lo que dijo era que me había dedicado a enseñar eso.
No, quise decir que es un libro que refleja sus experiencias docentes. Y buena parte de las sensaciones que contiene, según creo, tienen que ver con la juventud.
Sí.
Lo deduje por la manera en que oí hablar a su compañero Neville y empecé a preguntarme si esas sensaciones las habría desarrollado usted de concierto con él.
Bueno, algo, aunque hacía muy poco que nos conocíamos. Pero sí, admiro su trabajo, el trabajo que estaba haciendo. Y sí, surgieron de mi experiencia en la enseñanza, escribí mi primer libro, que me salió sin esfuerzo. El segundo, por supuesto, me tomó seis años, casi me mata. Y el tercero también necesitó mucha elaboración. Pero en lo que respecta a una misión que cumplir… siempre me ha sorprendido que esas cosas llamasen tanto la atención. No paro de decir que, si soy tan famoso, por qué no soy rico. [Se ríe]
Hay que ser mucho más famoso que eso para hacerse rico. Es una escala distinta de la fama.
No sé si he respondido a su pregunta.
Creo que hay dos tendencias diferentes en esto. La primera surgió porque usted se dirige a las mentes progresistas y a la razón; eso hace que en el mundo de la musicología académica hoy existan personas como Susan McClary, mientras que antes no había nadie. Pero también es posible que hubiese podido suceder sin usted. Charlie Keil piensa igual y hay otras personas que han llegado a las mismas ideas por separado, porque existe esa contradicción inherente entre la manera en que se produce la música y la manera en que la gente la percibe. Por otro lado, me parece que el establishment, sobre todo el que es objeto de ese libro, es totalmente impenetrable.
Yo no les impresiono en absoluto.
Ya lo sé, yo tampoco. Me pregunto si eso le molesta. Supongo que no. Usted se limita a decir, vaya, qué cosa.
Por supuesto que me molesta, pero no personalmente, sino porque viven ajenos a esa situación. La única cosa que podría derrumbar ese mundo es la falta de dinero, si de pronto dejasen de subvencionarlos, pero eso no va a suceder. La prueba es la cantidad de dinero que recibe el Covent Garden Opera House, cada vez más y más y más y más y más. Estallan los escándalos, les dan un tirón de orejas y, a continuación, más dinero. La mayor parte de ese dinero va directamente al bolsillo de las superestrellas.
Ni qué decir tiene que me parece odioso, odioso y exasperante. Si no le parece mal podríamos continuar esta conversación unos minutos más. Usted y yo hemos llegado a estas cosas desde caminos opuestos. Empecé creyendo que lo social era la fuente del significado y de la música que me interesaba y, treinta y cinco años después de escuchar música con seriedad y sentido crítico, ahora resulta que esa idea ya no me parece tan evidente. Creo que hay algo más, me sucede como a esas personas que al hacerse viejas empiezan a creer en Dios. A lo mejor es eso lo que me pasa. [Risas] Crecí siendo religioso y luego me volví ateo y en estos momentos no soy el mismo ateo que fui. No me siento confortable con la noción de que no existe algo parecido al reino de lo puramente estético, que es uno de los argumentos que usted desarrolló en » Musicking » . Y si le he hecho esas preguntas sobre el sonido y sobre si el ritmo atrae a la gente por sí solo es porque no puedo creer que no haya nada intrínseco en esos sonidos que desencadene una especie de atracción fisiológica, o quizá espiritual, como queramos llamarla, y ése fue mi punto de partida. Y esto se aplica incluso al concepto de belleza, que para mí era antes algo completamente relativo. Estoy empezando a creer que este cambio se debe al hecho de haber escuchado música durante tanto tiempo, ya no puedo creer en lo que creía, me parece simplista pretender que no existe un factor desencadenante, que eso que hace hablar tanto a la gente sea pura mistificación. Y me gustaría saber… en su libro también habla usted, por cierto muy negativamente, de su propia atracción por la manera de musicar que es el centro de su vida, y al leerlo pensé que era usted demasiado duro consigo mismo. No, a usted no le gusta Beethoven simplemente porque es un pensionista que vive una vida confortable en Sitges.
Nunca he pretendido decir eso.
A usted le gusta Beethoven porque se identifica con esos valores en los que cree y que articula. Otra pregunta: dice usted que todas esas sinfonías cuentan básicamente la misma historia. Eso me parece muy importante, es algo provocador. La gente que vive en ese mundo necesita que le repitan eso hasta que les salga por las orejas. Tienen que escucharlo cientos de veces para que les entre en la cabeza, porque es la pura verdad. Pero cuentan historias diferentes y algunas de esas historias probablemente dan matices diferentes a esos hechos. Lo dice usted cuando habla sobre Tchaikovski, a quien analiza al final. Y qué decir de lo sónico, me refiero a la melodía en sí misma, por ejemplo. A mí, que soy un analfabeto musical, me resulta difícil creer que la atracción que ejerce la melodía depende de cómo le eduquen a uno el oído cuando es joven y de cosas por el estilo. Seguro que esas cosas modulan la atracción, pero no puedo creer que sea la única explicación, el único factor. He estado hablando demasiado tiempo, ¿qué le parece todo esto?
Bueno, en lo que respecta al asunto de las relaciones, me remito a Gregory Bateson y a lo que él denomina «la cuestión de la epistemología de lo sagrado»; Bateson está en el buen camino. Creo mucho en lo que dice. Las relaciones no son sólo relaciones sociales en el sentido más estricto.
No, son también relaciones formales.
Y tienen que ver con cómo nos relacionamos con nosotros mismos, y con el cosmos, por decirlo de la manera más retórica posible. Y también está la noción del modelo, que conecta con eso que yo repito una y otra vez: que nuestra noción de la música como algo bello está en relación con lo que creemos que es el modelo a seguir.
¿Cree usted que quizá algo de eso no está socializado?
Algo de eso no lo está. Creo que la única manera de distinguir lo que está de lo que no está socializado consiste en tratar de encontrar si hay principios universales humanos en las reacciones ante la belleza. Por supuesto, hoy es muy difícil hacerlo, porque prácticamente todo el mundo acepta el modelo a seguir. Y, por supuesto, mi intérprete africano nunca fue ajeno a influencias externas.
Claro que no, en eso es usted genial. También lo es en » Music of the Common Tongue » cuando niega la noción de la cultura impoluta, y me alegro de afirmarlo.
Es evidente que la belleza está muy socializada, pero lo que no sé es qué proporción de ella es de verdad inherente a nuestro sentido de las relaciones.
En pocas palabras, lo que usted dice es que de alguna manera cree en la belleza.
Sí, eso es.
Yo también.
Por supuesto.
Para mí no era algo tan obvio. Hoy en día sí que creo en ella, pero no hubiera dicho lo mismo hace veinticinco años.
Hablé un poco de eso en el libro. No pretendí negar la belleza.
Tendré que volver a leerlo. Lo cierto es que me dio la impresión ―una vez más― de que estaba usted siendo polémico, porque se dirigía a un grupo de personas para quienes la noción de belleza es un concepto absolutamente sacrosanto, osificado, que ni siquiera se discute, y lo ponía en entredicho; quién sabe si parecía tan polémico a causa del estatus de los personajes que tenía enfrente.
Es evidente que soy muy receptivo a la belleza, que la belleza me conmueve, lo cual me recuerda a esa dama que dijo, «Acepto el universo», y Carlyle le respondió, «Más le vale, señora». [Se ríe] Sí, por supuesto, existe la belleza y yo no pretendí negarla, estaba tratando de investigar qué podría significar y para mí significa que está viva para la noción del modelo de las relaciones.
Vale, lo cual no quiere decir que tenga que ver con la socialización, si bien ésta la afecta. Es posible que lo haya malinterpretado, pero lo que yo entendí era algo mucho más extremo. Y pensé que en su tercer libro había ido usted mucho más lejos que en los dos anteriores.
De todas formas, eso es lo que quise decir y espero no haberla cagado del todo. [Sonreímos] Por mucho que uno quisiera destruir la noción de belleza, está ahí, es como la urna griega de Keats.
Es que cuando se hacen generalizaciones a veces se diluye lo específico. Estuvo bien que analizase esas dos sinfonías, porque dejó claro que se trataba de una manera de pensar. Lo cual no sucede… bueno, supongo que sucede a veces en » Music of the Common Tongue » , sucede mucho con William Billings, por ejemplo. Mientras leía lo relativo a la narrativa pensé, bueno, aquí hay historias diferentes que quiero escuchar, no son exactamente la misma historia.
Por supuesto que no son exactamente la misma historia y espero que no…
No, lo dejó bastante claro. Pero en un momento dado dice que todo puede reducirse a tres cosas que se explican con pocas palabras: «Se establece el orden. Se altera el orden. Se restablece el orden.»
Pero eso vale para cualquier tipo de historia, al menos para las que nos son familiares. No soy el primero que dice eso, es una especie de lugar común en la teoría literaria, cualquier novela está estructurada así.
Lo consulté con mi mujer, pero ella no pareció muy convencida.
Hay otra cosa que me gustaría comentarle, si no tiene inconveniente en rebobinar de nuevo. Dice usted una cosa magnífica sobre cómo Beethoven no podía esperar que alguien escuchase la Novena Sinfonía más de ocho o nueve veces en su vida y que usted cree que su efecto se desgasta, lo cual posiblemente sea verdad. Pero yo, que escucho obras mucho más elementales que ésa, tengo que decirle que a mí no me parece que su efecto se desgaste después de haberlas escuchado ocho o nueve veces. Hay canciones que uno puede escuchar con el mismo placer cientos o incluso miles de veces. ¿Podría ser que esto se deba a que su efecto es más simple y puede repetirse con mayor facilidad?
No creo haber utilizado el verbo desgastar. Me refería a la pérdida de la capacidad de impresionar.
Bueno, creo que lo que dijo era algo menos fuerte que impresionar.
Aquí puede entrar en juego otra cosa y es que la canción popular está diseñada para escucharla una y otra vez, mientras que yo no creo que Beethoven pretendiese lo mismo y hay elementos de sorpresa en sus sinfonías que no existen o son muy raros en las canciones populares, como por ejemplo esas emboscadas que Beethoven tiende a quienes las escuchan: al final del tercer movimiento de la Novena todo se vuelve apacible y tan maravilloso que uno se creería en el paraíso y, de repente, ¡cataplum!, se arma la hecatombe. Eso es deliberado.
Supongo que también se trata de una experiencia estética diferente. Sabe, las canciones populares tienen eso que se llama el gancho, estoy seguro de que le suena. Hay ganchos que están ahí para que uno quiera escucharlas una y otra vez, pero a veces son sorpresas como las que usted menciona y, obviamente, terminan por no sorprender a nadie y, en vez de eso, producen agrado apareciendo en el preciso momento en que uno espera que aparezcan.
Eso es exactamente lo que he dicho.
Pero el placer es mucho menos pretencioso. ¿Cree usted que la gente que escucha a Beethoven finge lo que no siente?
No necesariamente.
Pero muchos dicen, «¡Ahora viene eso, cómo me gusta!», lo cual no me parece mal.
Sí, claro. Son como mi padre, que solía decir, «Vamos a escuchar la maravillosa Quinta Sinfonía». Me refiero exactamente a eso. Le encantaba la Quinta Sinfonía. Pero lo que buscaba Beethoven no era eso, sino más bien dar un puñetazo en la cara.
Si los artistas lograsen lo que buscan no nos gustaría lo que nos ofrecen. Somos nosotros quienes decidimos cómo utilizarlo.
Sí, lo tomamos y lo utilizamos. Yo no puedo impedir que la gente saque las conclusiones que quiera.
Exacto, y eso se aplica a nosotros también.
Cuando pienso en algunas de las conclusiones que la gente ha sacado de lo que escribo me quedo atónito.
Eso es lo que hay.
Sí, supongo.
Sólo tiene que…
Guste o no guste, eso es lo que hay. A veces me atribuyen más intenciones de atacar de las que yo tenía y pienso que me malinterpretan, mientras que otras creo que me malinterpretan adrede. Nunca pretendí que mis libros atacaran nada.
Son polémicos.
Vale, se trata de dar argumentos, de intentar cambiar a la gente, son polémicos pero no un ataque contra la tradición clásica. Tengo derecho a dar mi opinión sobre ella, que es distinto. No puedo evitar que se note lo que pienso, sobre todo porque escribo sobre algo que me apasiona. Y cada vez estoy más convencido de que el problema no está en ninguna característica inherente a la música, sino en la manera como se enfoca la música en nuestro tiempo. En estos momentos, por ejemplo, estoy haciendo todo lo posible por descubrir de qué manera sonaba Mozart en el suyo.
¿Cree que podría escribir algo sobre eso?
No lo sé. Estoy perdiendo fuerzas. Tengo que preparar una larga conferencia para el año próximo en Nueva Zelanda. La Sociedad Internacional para la Educación Musical me pidió que pronuncie el discurso inaugural de una importante conferencia en Auckland, lo cual es maravilloso, porque será la primera vez en mi vida que lo hago en mi país.
Claro, ¿cómo iba a negarse?
Así que tengo que juntar las ideas y eso podría ponerme en marcha de nuevo. Al fin y al cabo, cada uno de mis tres libros necesitó diez años.
Lo sé.
Sabe, lo más probable es que dentro de diez años ya no esté aquí.
¿Tenía usted cincuenta años cuando publicó el primer libro?
[Hace una pausa] Tuve un despertar más bien tardío.
Fuente: http://www.tlaxcala-int.org/article.asp?reference=5831