Un jubiloso repique de campanas cerraba las aulas a las seis de la tarde para que todos en aquel colegio de curas salesianos que también hacía las veces de orfanato, nos encontráramos en el patio. Todos, los externos y los internos. Hasta el día siguiente no volveríamos a abrir un libro. Había llegado la hora […]
Un jubiloso repique de campanas cerraba las aulas a las seis de la tarde para que todos en aquel colegio de curas salesianos que también hacía las veces de orfanato, nos encontráramos en el patio. Todos, los externos y los internos. Hasta el día siguiente no volveríamos a abrir un libro. Había llegado la hora de la merienda y, sobre todo, del trascendental partido de fútbol que acompañaba la ingesta.
Cualquiera que se hubiera asomado al patio por primera vez habría podido distinguir sin el menor esfuerzo a los dos equipos.
Los internos, huérfanos llegados a aquel centro malagueño desde todo el estado español, por aquello de prevenir piojos y otras especies semejantes andábamos con nuestras cabezas al raso, como reclutas, y una bata de sospechosas rayas verticales por todo uniforme, que no disimulaba nuestra extremada delgadez.
Los externos, residentes en Málaga, tenían licencia para llevar pelo sobre su cabeza y vestían su ropa de calle, sin alusiones carcelarias.
Había también otra circunstancia que a cualquier observador le hubiera permitido diferenciarnos. Los internos, una vez irrumpíamos en el patio como tropel, formábamos fila frente a dos canastos de pan y chocolate. Entre ambos, un cura se encargaba de controlar que nadie fuera a equivocarse y a tomar una pieza de más.
Mientras los internos devorábamos, en lógico silencio, nuestros panecillos con chocolate rancio, los externos desenvolvían sus suculentas meriendas, sus apetitosos bocadillos de tortilla, de jamón y exquisiteces en la otra portería, al tiempo que dilucidaban titulares, suplentes, tácticas de juego, estrategias, posiciones, relevos, ayudas…
Tanto rigor en el planteamiento del partido les había dado siempre grandes satisfacciones. De hecho, ninguno entre los internos recordábamos algún partido que hubiéramos ganado. Todo el mundo sabía que íbamos a perder. La pregunta era por cuánto.
En cualquier caso, si algo habíamos aprendido los internos con aquella interminable sucesión de derrotas era no dejarnos abatir por tan cruel adversidad y, todas las tardes, salíamos al patio con el mismo renovado entusiasmo que media hora más tarde sería goleado.
Hoy, sin embargo, teníamos algo a nuestro favor. Estaba lloviendo.
Inmediatamente desplegaron sus armas los externos. Era el mismo once que nos había derrotado siempre. Un portero infalible, una defensa impenetrable, un medio campo trabajador y creativo y, sobre todo, Serrano, apodado «Pelé». Verdad es que algunos le regateaban sus méritos deportivos pero los números hablaban por Serrano. Salía a dos goles por partido… aunque fueran de penalti.
Engullidos panes y chocolates, los internos no perdíamos el tiempo diseñando nuevas alineaciones. Jugábamos los mismos que perdíamos siempre. Tampoco discutíamos estrategias o razonábamos variables diferentes. Nos daba igual, incluso, quien jugara de portero o de extremo izquierdo. Lo único que desde que acabábamos la merienda nos preocupaba era determinar a quién le correspondería esa tarde darle la patada a Serrano.
Y vuelvo a insistir en las críticas que se hacían a este jugador, a quien se le reprochaba su torpeza o su extremada lentitud, no obstante ser el máximo goleador en la historia del centro salesiano, porque Serrano, nuevamente, volvería a ser protagonista.
Los externos, todos con sus correspondientes bocadillos en las manos, sólo esperaban que nos situáramos en el patio para empezar a avasallarnos… y resolvimos. Hoy la patada se la daría yo.
Antes de que tuviéramos tiempo de enterarnos ya los externos habían marcado su primer gol y no tardó en llegar el segundo. Había que reaccionar y reaccionamos. El tercero no llegó hasta poco antes del descanso. Cambio de portería y Serrano que, por fin, encuentra una pelota y se decide a correr. Lo veo venir, me aparto medio metro, pasa la pelota y… levanto la pierna. Lo alcanzo en el estómago, se dobla, camina a cuatro patas, patina y se desploma sobre un charco de agua.
!Jo, siempre igual…lo has hecho a posta! reacciona molesto Serrano mientras se frota la rodilla magullada.
!Lo siento…fui al balón y…!
Después recojo del suelo el bocadillo de Serrano y se lo ofrezco.
!Ya no lo quiero!
Yo insistí en la disculpa, acepté sin rechistar el penalti con que se me sancionara y que supuso el cuarto gol de los externos, a cargo, por cierto, de Serrano, y mientras éstos celebraban gozosos la goleada, desentendiéndome del partido, agradecí a la madre de Serrano sus sabios consejos sobre la conveniencia de no llevarse a la boca alimentos que hayan ido a parar al suelo y le entré a dos manos al bocadillo que fuera de Serrano. Perdimos cinco a cero.
Aquel día era de atún.