La pregunta no tiene tanto la intención de estar dirigida a los países ricos sino al llamado tercer mundo; porque se trata de una pregunta que ni siquiera la imagina el llamado primer mundo (aun cuando padezca la crisis financiera, lo que procura como salida proviene de la nostalgia metafísica de una opulencia siempre de […]
La pregunta no tiene tanto la intención de estar dirigida a los países ricos sino al llamado tercer mundo; porque se trata de una pregunta que ni siquiera la imagina el llamado primer mundo (aun cuando padezca la crisis financiera, lo que procura como salida proviene de la nostalgia metafísica de una opulencia siempre de carácter infinito). Los países ricos son incapaces de cuestionar aquello que persiguen de modo ciego e irresponsable. Por eso el desarrollo, para ellos, se constituye en algo sagrado; por aquello que consideran sagrado están dispuestos a sacrificar a todo el planeta.
En 1550, Domingo de Santo Tomas, a cuatro años del descubrimiento de la mina del Potosí, ya anunciaba la existencia de «una boca del infierno», donde los españoles sacrificaron millones de almas «a su nuevo dios que es el oro». En la actualidad, el neoliberalismo produjo el milagro que espera el «greed is good/God» (la codicia ya no era sólo buena sino que era el nuevo ídolo): que el 5% más rico posea más que todo el 95% restante. La riqueza del primer mundo, desde la invasión y conquista del Nuevo Mundo, tiene un precio: la producción sistemática de miseria planetaria. Por eso la pregunta debemos hacerla, con preferencia, al sur, porque ¿cómo podría el beneficiario del robo pensar siquiera en cuestionar el robo?
Se trata, entonces, de un cuestionamiento que, de modo reflexivo, deben realizarse, a sí mismos, los pueblos empobrecidos del planeta. Para que haya desarrollo en el primer mundo, éste debe producir subdesarrollo en el resto del mundo; es decir, condición para el desarrollo de ellos, ha sido y es el subdesarrollo nuestro. No hay riqueza sin producción paralela de miseria; porque los indicadores de riqueza se mueven en una infinitud siempre insatisfecha, por eso las curvas de la ganancia, del crecimiento y del desarrollo se expresan siempre en aproximaciones asintóticas al infinito (la espiral de acumulación es concéntrica, la distribución ocurre por asignación, que lo decide la oferta y la demanda; estos factores deciden la vida y la muerte de la humanidad y, ahora, del planeta). Por eso también el socialismo se encuentra en entredicho, pues si el capitalismo busca la maximización de las ganancias, el socialismo persigue índices mayores de crecimiento; ambos parten de la infinitud, pero los recursos naturales no son infinitos sino finitos. En eso consiste la falacia del desarrollo moderno; se trata de un concepto que parte de una referencia metafísica: el mito (de la ciencia moderna) del «progreso infinito». Cuando se piensa la economía desde la infinitud, se hace, inevitablemente, abstracción de la condición humana y de la vida toda (la infinitud es posible lógicamente pero es empíricamente imposible); prescindir de la vida y de la muerte conduce a una ilusión: pensar que todo es posible, que se puede, por ejemplo, explotar a la naturaleza y a trabajo humano al infinito. El concepto de desarrollo moderno es ilusorio. Pero esta ilusión oculta algo más grave: es una ilusión que nos conduce al suicidio colectivo.
Los resultados de la Cumbre de los Pueblos cuestionan, de modo decidido, a los responsables de la crisis medioambiental (lo cual era necesario), pero el asunto sigue latente si es que los afectados no cuestionan, a su vez, sus propios afanes. Porque la tendencia conservadora (de una forma de vida, la moderna, que ha colonizado casi todos los ámbitos de la vida humana) no sólo se encuentra «arriba» sino también «abajo». Es decir, el grado de disponibilidad a una transformación real que pueda surgir de una nueva conciencia planetaria depende, en última instancia, del grado de autoconciencia que se tenga de modo efectivo. La conciencia aparece por un entender la situación, pero entender no es todavía producir una nueva realidad; hay nueva realidad cuando la conciencia, por proceso reflexivo, ha hecho, de sí, proyecto revolucionario, es decir, cuando la conciencia se ha hecho autoconciencia y hace de su vida anticipación de lo que anuncia.
La autoconciencia anticipadora constituye el espíritu revolucionario de la nueva época. Ante éste, la realidad cede, es decir, se abre, porque lo potencial de lo nuevo ha acontecido y ha transformado a la realidad toda.
La realidad defectuosa que padecemos es este sistema-mundo moderno. Es el ser que, como realidad, se nos ha impuesto; por eso hay primer mundo y tercer mundo, hay desarrollados y atrasados, hay ricos y pobres, ellos son todo, nosotros no somos nada. Desde Parménides, la filosofía de la dominación expresa: el ser es, el no ser no es (el ser es el bien absoluto, el no ser es el mal absoluto); esta es la justificación ontológica para que los ejércitos del ser «limpien» sin asco al «eje del mal». Aquello que llamamos realidad es una producción humana; que es histórica y no como la ciencia moderna entroniza y justifica como «el único mundo posible». El llamado fin de las ideologías apareció con este mito que se creyeron las ciencias sociales. Desde entonces, los críticos disminuyeron, y los pocos que quedaron fueron los locos que el mundo mediático se afanaba en desprestigiar (los idiotas los trataban de idiotas, los nuevos Belarminos condenaban a los nuevos Galileos).
Habíamos caído en la trampa que se hace la clase media (en todo lado): por no estar abajo se somete voluntariamente al de arriba (cree que el desastre no le va a llegar hasta que le llega, como en gringolandia). Por eso la pregunta va más allá de cuestionar una economía. Lo que contiene esa economía, la capitalista, es una forma de vida que, para hacerse efectiva, produce una racionalidad pertinente para su desarrollo. Esa racionalidad produce un conocimiento que, en cuanto ciencia y filosofía, contiene y expresa los valores últimos sobre los cuales se levanta esa forma de vida. El capitalismo nace, como sistema mundial, desde la posibilidad de la centralidad europea; expresa, gestiona y desarrolla esa centralidad: para que haya centro debe haber periferia. La constitución del resto del mundo en periferia es consustancial a la constitución de un centro. La propia constitución de la subjetividad europeo-moderno-gringo-occidental es impensable sin la des-constitución de la subjetividad del 80% de la humanidad restante. Por eso se trata de un proyecto de dominación que, para hacerse efectivo, necesita producir una racionalidad que exprese y justifique la experiencia desde la cual la dominación como proyecto de vida se hace realidad efectiva. Es el paso de la conquista a la colonización como «acto civilizatorio». La violencia del conquistador se vuelve algo bueno, la resistencia de las víctimas algo malo; una vez que la víctima ha sido racializada como inferior entonces se naturaliza su condición: ante los ojos del dominador será siempre esclavo, atrasado, subdesarrollado, sin educación, sin cultura, sin libertad, sin democracia, por eso, sin voz ni voto en las decisiones mundiales (la compra de apoyo a las prerrogativas del G7 en las cumbres expresa eso: no son seres humanos, por eso se los puede comprar como cosas).
Esa racionalidad produce una acción racional que desarrolla, en todos los ámbitos de la vida, la reproducción sistemática del dominio, de modo hasta autóctono y doméstico. La experiencia inaugural con que nace el mundo moderno (la conquista del Nuevo Mundo), se expresa como praxis universal; la dominación aparece en todos los ámbitos de la vida descomponiendo y desarticulando toda otra forma de vida. La acción racional que produce esta racionalidad (que hace de la razón un ejercicio explicito de dominación) lo expone la ciencia como paradigma de toda acción: la acción medio-fin. La economía la traduce como costo-beneficio. Lo que provoca esto, es la objetualización de las relaciones humanas, la inevitable mercantilización de toda la vida. Se trata de una lógica nefasta (cuando regula todas las acciones humanas) que va destruyendo todo a su paso, produciendo una ética de la irresponsabilidad absoluta que, en lenguaje neoliberal, llama externalidades a todo lo que ella provoca. Si el afán de riqueza (la motivación de la ganancia) constituye el fin de toda acción humana, entonces la lógica medio-fin regula toda acción humana (los fines son siempre específicos, de modo que el actor no se interesa por nada más que no sea su fin preciso, lo cual le hace ciego de todas las consecuencias que pueda provocar su acción específica; por eso cuando persigue exclusivamente la ganancia, desaparece toda moral, y toda consideración ética se subordina al propósito que, de modo científico, ha sido calificado como racional, es decir, como verdadero, es decir, como bueno).
Por eso, detrás del concepto de desarrollo, está una acción racional que contiene, a su vez, una concepción de racionalidad, que expresa un proyecto determinado e histórico; una forma de vida que, para hacerse efectiva, ha producido las instituciones apropiadas para ordenar el mundo de acuerdo a sus intereses. El conocimiento que sostiene a esas instituciones, sostiene también a los individuos, que son (de)formados académica y mediáticamente para ser fieles de un sistema que los recicla a gusto y antojo (los genios en matemáticas son destinados a las finanzas y los nuevos investigadores a satisfacer las exigencias del mercado, las transnacionales y la guerra; importa poco las necesidades de la humanidad y de la vida en el planeta). En ese sentido, el desarrollo funciona como una prerrogativa que ni siquiera expresa necesidades humanas (menos naturales) sino necesidades corporativas; el desarrollo va ligado a la competencia, lo que hace todavía más cruel la carrera por el desarrollo; ganar o tener más que el otro se convierte en sinónimo de más desarrollado.
Ese afán expresa, precisamente, lo que el desarrollo, en esencia es; porque la competencia es sólo pensable en situación de contienda, oposición o rivalidad, además de una implícita conciencia de desigualdad, donde el aprovechamiento de ventajas y desventajas es fundamental. Es decir, el desarrollo (que se hace por competencia) es lo que proyecta una racionalidad instrumental. Por eso, cuando se tiende al cambio de modelo económico (de modo automático), como el socialista, sin la tematización de la racionalidad que presupone el nuevo modelo, se cae en la reproducción de lo mismo que se criticaba. Porque lo que hace el capitalismo, tampoco es desplazar a otros modos de producción e instaurarse como el único; ni el esclavismo, ni la economía rural, precolonial, comunal, etc., desaparecen con el capitalismo. Lo que hace la lógica del capital es descomponer los modos de producción existentes, rearticulando estos en torno a las exigencias del capital y del mercado. Pensando la posibilidad de otro modelo económico, la pregunta sería: ¿cuál vendría a ser el criterio articulador de una nueva economía?, a su vez, ¿qué concepto de racionalidad y acción racional necesitamos producir para proponer una nueva economía?
Cuando hablamos de racionalidad nos estamos moviendo, no sólo en un ámbito científico, sino en aquello que trasciende y presupone la propia ciencia: el mundo de la vida. La racionalidad del mundo que nos presupone es la racionalidad que, en última instancia, nos constituye como sujetos. Pero con la racionalidad moderna sucede algo paradójico. Ella prescinde, en sus elucubraciones, de la humanidad, del mundo y de la vida; cuando piensa, hace abstracción de la muerte y de la vida, por eso deviene en racionalidad formal, carente de todo contenido real. Por eso el conocimiento que desarrolla, en cuanto economía, se convierte en economía para la muerte; el desarrollo que propone, es desarrollo del mercado y del capital, la naturaleza y la humanidad le importa poco. Modernizar todo significa expandir el mercado (donde hay todo para comprar, hasta seres humanos, si es que se tiene dinero) y el capital; subordinarnos al mundo de las mercancías, es decir, al mundo de las apariencias (donde por tener todo acabo no teniendo nada, porque las apariencias son espejismos que provocan ilusiones que no llenan nada, sólo generan adictos insaciables; por tener todo provoco que los demás no tengan nada) ¿Qué significa modernizar el Estado, la economía, la política, sino continuar pensando desde la lógica del desarrollo, la ganancia, la competencia, el mercado y el capital?
Por eso volvemos a insistir la pregunta. Porque está bien criticar el desarrollo del primer mundo pero, si nosotros, solapadamente, pretendemos ese mismo desarrollo, es decir, ser ricos también, entonces no hay margen de disponibilidad efectiva y lo que, en verdad, proyectamos, es una recaída en lo mismo. Por ejemplo, si se efectuara la deuda climática como indemnización a los países pobres (algo similar a la mercantilización de los derechos de emisión de gases de efecto invernadero); suponiendo que los países ricos tengan tal cantidad real de dinero (no la desequilibrada impresión de dólares sin respaldo alguno que los gringos acostumbran a hacer), la pregunta necesaria que se debe realizar es la siguiente: ¿es ético recibir ese dinero? Si la riqueza producida por el primer mundo es inmoral, es decir, es dinero maldito, ¿cómo podemos creer que ese dinero sería parte de la solución? Sería algo así como creer que el dinero del asesino puede devolverle la vida a la víctima. Porque los países ricos pueden, de modo eficaz (porque los ricos siempre lo han hecho), utilizar su poder económico para comprar su absolución; en este caso, quienes vendan su alma al diablo, confirmarían que los encantos del desarrollo moderno son irresistibles.
Los países pobres requieren inversión, capital de arranque; imaginemos entonces este escenario: los pobres se unen, en respuesta a aquello, los ricos ofrecen resarcimientos jugosos; ¿cuántos no pactarían ante semejante oferta?, resultado, la unión se fractura y la lucha queda desarticulada. Por eso un imperio no negocia con los pueblos sino con sus gobiernos. Por eso de la Cumbre de los pueblos salen mejores perspectivas; por eso, para clarificar lo pasos siguientes, es necesaria esta reflexión. La deuda climática no debe pretender significar una deuda que pueda sufragarse simplemente con más dinero; eso sería entrar en el juego de los ricos, que creen que el dinero lo puede todo, hasta comprar el cielo. Además, la lógica de la deuda es otro de los pilares del desarrollo moderno. Con esa lógica destruyeron nuestras economías y las reordenaron a sus intereses: la deuda es impagable, por eso mismo debe ser pagada, con sangre; cobrar las deudas que nos impusieron significaba literalmente desangrar a nuestros pueblos. Si cuando exigimos la devolución de todo lo robado, eso quiere decir seguir robando, entonces, al final, socapamos el robo mismo.
El problema es mayúsculo cuando nos damos cuenta que seguir robando es herir de muerte a la Madre. El primer paso real, si de deuda hablamos, sería la condonación de toda la deuda externa del tercer mundo, además de la creación de un nuevo sistema financiero mundial de regulación pública (donde las decisiones no sean destinadas a las transnacionales, bancos comerciales o de inversión -sus fondos de cobertura o especulativos-, inversionistas, compañías de seguros, etc., pues estos son adictos a la especulación de productos básicos y derivados, así como a la manipulación del movimiento de precios en los mercados de valores y de divisas), cuyos indicadores pasen, de entes abstractos como las cifras, a necesidades concretas como la producción y reproducción de la vida, en todas sus manifestaciones. Así no se logra riqueza, es cierto, pero tampoco se produce miseria; la falacia del desarrollo consiste en creer que produciendo más y más riqueza, se logra la felicidad. Si para producir más riqueza debo producir miseria en otros lados, entonces mi felicidad es infelicidad para los demás, lo que pudo haber sido bendición se convierte en maldición.
Por eso esta crisis pone en tela de juicio el desarrollo moderno (que también los pobres pueden querer aspirar, porque es un desarrollo que deslumbra). La crítica a la modernidad no tiene que ver con afanes culturalistas, afirmaciones de la diversidad, etc., sino de juicios de realidad que interpelan a la humanidad toda: en cinco siglos se ha venido desarrollando un proyecto exclusivista del 20% rico del mundo, en desmedro y a costa, no sólo de la humanidad, sino del planeta mismo. Por eso el grito es unificado (y los empobrecidos del primer mundo se suman a ello) y reclama un nuevo orden mundial, que remedie el desorden actual y apueste por alternativas sostenibles que hagan posible un mundo en el que quepan todos. Un «mundo sin alternativas» es un mundo sin futuro; sólo un pensamiento decadente, como el neoliberal, podía haber postulado semejante clase de mundo. Lo caduco del pensamiento del norte consiste en su carencia de utopías, la opulencia genera el conservadurismo, por eso el pensamiento que produce es profundamente conservador. La historia ya abandonó al norte, la historia ahora pertenece al sur. El espíritu del nuevo tiempo está anidando en el sur.
Pero la tendencia conservadora es lo que aún pervive y se rearticula a nivel también mundial, sobre todo, cosa paradójica, entre los jóvenes (por eso no es raro que los contingentes activos de resistencia en Venezuela sean juveniles, los cautivos de los medios). Esta tendencia se reproduce también entre los pobres, pues no sólo los ricos son conservadores, también suelen serlo los pobres, sobre todo aquellos que han conocido, de algún modo, la riqueza. El deslumbre de la riqueza no es anodino; por eso, el temple del pobre no se encuentra tanto en su capacidad de lucha sino en su disposición revolucionaria; se puede luchar para ser rico también, pero para ser rico se debe producir nuevos pobres. Es el drama de las revoluciones burguesas; luchan contra el poder feudal abanderando los más grandes ideales, para después traicionarlos y reproducir aquello contra lo cual habían luchado. Entonces, la pregunta no es mera retórica, y apunta a la reflexión exhaustiva del sujeto que constituye la esperanza de esta lucha global.
En la lucha, lo que primero se construye, no son las trincheras defensivas, sino el potencial de disponibilidad del sujeto; esto quiere decir: que toda lucha física presupone una lucha espiritual (por eso, a una guerra se llega con lo que se es, pero también con lo que no se es, es decir, si hay potencial de disponibilidad, la concurrencia es exitosa, de lo contrario, lo que se produce es desagregación; si la disponibilidad no asiste como un todo unificado, el todo se diluye, la derrota acontece porque se ha concurrido de modo derrotado). Cuando los objetivos de la lucha rebasan lo estrictamente humano, el ámbito espiritual se hace más necesario: el espíritu no es algo ajeno a la política sino su forma más acabada. Luchar por la vida, en sentido eminente, requiere de una disponibilidad trascendental; no se trata de una lucha particularista sino de una lucha que tiene que ver con el todo de la vida. Esto produce, necesariamente, una visión holista de la lucha misma, porque si la vida no está escindida o dividida, nuestras luchas tampoco lo están, y todas, si son luchas honestas de liberación, no pueden andar extraviadas sino reunidas. Lo sustancial de la «Cumbre de los Pueblos sobre el Cambio Climático», más allá de los contenidos expresados, está en el hecho mismo del potencial de disponibilidad del sujeto que emerge, como momento constitutivo de un poder de interpelación global; productor de un nuevo sentido común, que sea capaz de cuestionar y sustituir las creencias moderno-occidentales por un nuevo horizonte universal de justicia, amplificada ahora a la naturaleza.
Por eso la esperanza no proviene de los países ricos sino de las víctimas de un desarrollo que socava, no sólo sus vidas, sino la vida del planeta mismo. Los países ricos se encuentran en el ojo de la tormenta de una crisis que provocaron las instituciones que ellos mismos crearon; el supuesto conocimiento infalible que produjeron no pudo prever la crisis financiera, es más, una vez desatada la crisis, no saben cómo hacerle frente. El conocimiento que sostienen a sus instituciones no es pertinente para pensar una crisis de semejante magnitud, menos para hallarle soluciones. Ese conocimiento no descubre estos problemas, más bien los encubre. Por eso responden de modo ciego. Lo mismo pasa con la crisis climática. La apuesta de los países ricos sólo apunta al fracaso de la humanidad. Si el ser humano es el centro de todo lo que conocemos como vida, la modernidad ha corrompido ese nuestro lugar, al hacer de aquello un privilegio y no una responsabilidad.
Detrás de todas las estratagemas que arguye el primer mundo para deslindar responsabilidades, se encuentran un conjunto de creencias, a las cuales, no quieren ni saben cómo renunciar. Una de esas creencias irrenunciables es el desarrollo. Los efectos negativos de ese desarrollo los han padecido, desde hace cinco siglos, la humanidad y el planeta entero. La idea de ese desarrollo proviene, decíamos, de la formulación científica del «progreso infinito». Sobre esta idea se levanta la ciencia moderna y, como postulado económico, el capitalismo. Observemos de nuevo la falacia en que incurre este postulado de la ciencia moderna: un progreso infinito supone recursos también infinitos; ahora bien, ¿son la humanidad y la naturaleza infinitos? El postulado del «progreso infinito» es producto de teoría, pero empíricamente no hay nada que pueda sostener proyecciones infinitas; es decir, es una pura ilusión, no es realista. La modernidad no es nada realista, es más ilusoria de lo que ella se imagina.
En su lucha contra la teología medieval, de modo inconsciente, adoptó sus ilusiones como delirios; fue cuando empezó a prometer todo aquello que prometía la iglesia, de ese modo se convirtió en la nueva idolatría. Bajó el cielo medieval y lo proyectó, como realizable, en términos de futuro; todo sería posible en el tiempo venidero, hasta la inmortalidad. La era de la tecnología moderna nació con esa ilusión. Por eso empezó su camino de modo ciego; teniendo por norte el infinito, ya no fue posible ver lo finito de la condición humana y de la naturaleza. La naturaleza había sido degradada cualitativamente; ahora sólo importaba como objeto: espacio plano, homogéneo e infinito (de nada servía saber que la tierra era redonda, pues para la ciencia seguía siendo plana). La matematización de la realidad terminó por reducir la vida del planeta a un conjunto de cifras, en rojo y negro, ganancias y pérdidas, de una contabilidad que se movía en la ilusión de la infinitud.
Aparecen las nociones de crecimiento, acumulación, desarrollo etc., y todas ellas con la ilusión del «progreso infinito». La economía se encargó de sistematizar este marco categorial. Entonces, el sistema económico que aparece, el capitalismo, no es el fondo de la cuestión. El capitalismo es la determinación económica de una racionalidad que subyace a esta economía. Para que la economía aparezca, ya no como ciencia de la producción de los medios de vida, sino como ciencia de los negocios, debe operarse previamente un concepto de ciencia pertinente a esta transformación. Porque lo que sistematiza la economía capitalista, decíamos, es una determinada acción racional, la cual presupone siempre una racionalidad que es, en definitiva, la que digita la lógica con la cual es posible hablar del sistema económico del capital. Quien pone el dedo en la llaga y dice con su nombre propio lo que significa esta acción racional, es Franz Hinkelammert. Se trata de una acción racional con arreglo a la codicia. La codicia es destructiva porque pervierte hasta la justicia, por eso se trata de una codicia que se hace en cumplimiento de la ley; el propio concepto de ley que desarrolla la modernidad (que dice que es ridículo otorgarle derechos a quien no puede reclamarlos), no es nada más que la expresión jurídica de la codicia como regulador de la existencia. Por eso constituye el principio de vida del capitalismo.
No se trata de la codicia como envidia común y pedestre sino de la codicia convertida en forma de vida, que tiene en la ley a su garante normativo. No codiciar se convierte en algo subversivo; no codiciar significa ver al otro como prójimo y no como medio para la maximización de la codicia. En ese sentido, la ley con arreglo también a la codicia entra en contradicción con el amor al prójimo; desde la codicia el otro deja de ser sujeto, por tanto, deja de ser mi prójimo. Por eso los Bancos tienen a la policía para desalojar a la gente de sus casas y las entidades financieras mundiales a los gobiernos para reprimir al pueblo que no acepta ajustes estructurales (despidos, congelamiento de salarios, privatización de salud y educación, etc.).
El «greed is good» es, por decirlo de algún modo, el momento originario de un apetito hecho forma de vida, sistematizado de modo científico, y efectivizado (en cuanto dominación real) como economía política a nivel global. Pero en una acción racional con arreglo a la codicia, no basta que la codicia sea buena sino que, como principio de vida, debe ser lo divino, por eso, lo que es bueno para mí (así piensa el fetichista), es el ídolo al cual me inclino: «greed is God». El principio de vida del capitalismo se transforma en el ídolo moderno; por eso el senador norteamericano Phil Gramm (además de vicepresidente del UBS Investment Bank) llamaba a Wall Street «holy place», Bush padre recibía la bendición del pastor Billy Graham antes de invadir Irak, y cuando baby Bush decía «God is with us», en realidad decía, «greed is with us», la codicia, el «greed», estaba con ellos.
Por eso se trata de una racionalidad irracional, de una acción racional que se vuelve acción irracional y produce, también, una ética de la irresponsabilidad. Si en el fondo del desarrollo moderno se encuentra esta racionalidad irracional, que produce una acción racional con arreglo a la codicia que, cuando se hace criterio de toda acción, produce el suicidio colectivo global, entonces tiene sentido hacernos la pregunta acerca del desarrollo moderno. Porque si, en última instancia, la aspiración de los países pobres sigue siendo un tipo de desarrollo semejante, entonces entramos en auto-contradicción: nos liberamos no para ser libres sino para ser ricos (por ejemplo, exportar a toda costa, porque los ricos del primer mundo pagan mejor que nuestros propios pueblos pobres). La liberación produce una nueva dominación. Europa cae en esa aporía. Padece centenariamente el dominio imperial romano y, sin embargo, su única aspiración consistirá en ser como Roma. La dominación fue tan efectiva que logró anular una subjetividad libre, y lo que produjo, fue el remedo de su condición, hasta en la decadencia. Es el complejo del dominado: admira tanto a su dominador que a lo único que aspira es a ser como él. La conquista del Nuevo Mundo le ofreció a Europa la posibilidad de efectivizar aquella aspiración; que es a lo que aspira alguien que no es libre: a dominar.
El señorío que despliega como constitución de su subjetividad se hace a costa de desconstituir la subjetividad del indio. El señorío que era cualidad divina y luego real, es asaltada por la codicia como principio de vida de los segundones; por eso llegan a estas tierras queriendo ser todos señores a costa de los indígenas, a quienes ven como sus vasallos naturales, tolerados sólo como servidumbre. Por eso la reacción es furibunda cuando su servidumbre se alza y hace gobierno y ahora habla en nombre de la naturaleza, en términos de Madre. Su respuesta es ridiculizar al indio insolente, no tolera el atrevimiento mayor: decir la verdad. Cuando la verdad no la dicen los cuerdos, tienen que decirla los locos; que es el modo como el sistema-mundo trata a quien dice la verdad. Ya en el principio ridiculizaron a Noé; es el modo como se muestra el temple del que habla con la verdad: primero se burlan de uno, luego se ríen, después de callan, y al final le siguen. Quienes al final quedan en ridículo son otros.
Si la cumbre levantó la irascible respuesta de los medios, es porque significa que otro mundo no sólo es posible sino más necesario que nunca, y esa conciencia es lo que destapa la mentira de la propaganda imperial. El desarrollo moderno ha producido ese veneno potencial que se llama coca cola, que es uno de los mayores causantes de diabetes en el mundo; así como ha logrado la producción acelerada de pollos (y toda producción pecuaria) en apenas tres meses, a base de hormonas que le hacen crecer e inflar de modo antinatural, además del hacinamiento cruel que sufren como potencial colérico transmitido a su propia carne (que se convierte en nuestro alimento diario). Ese tipo de producción está provocando todo tipo de enfermedades y trastornos. Otro de los logros del desarrollo moderno. Por eso preguntamos: ¿debemos llamar a eso desarrollo?
50% de emisión de gases de efecto invernadero proviene de la agroindustria, pero nuestras propias costumbres alimenticias sostienen a esa industria. La recomendación del presidente Evo es entonces cierta: dejemos los platos desechables y volvamos a los platos de barro; es decir, abandonemos lo artificial, la alternativa es volver a lo natural, porque somos naturaleza y, así como la naturaleza está diseñada con equilibrio, no hacemos una vida digna produciendo el desequilibrio. La riqueza seduce porque no hay verdad en ella, todo lo falso necesita de la seducción para conquistarnos; en realidad no se necesita demasiado para ser feliz, por eso se dice que el verdadero rico no es quien más tiene sino quien menos necesita. El «sumaj q’amaña» o vivir bien, parece ser la respuesta a esta crisis global, donde la lógica del dar se traduce, en praxis política, como servicio comunitario; el que aspira a ser señor no le gusta servir a los demás, en su lógica, el servicio es algo humillante, pero el servirse de los demás es algo meritorio, porque si en la lógica de la codicia, el otro desaparece como sujeto, como persona y como prójimo, ¿qué sentido tiene servir a quien le he despojado de su humanidad? Por eso, la forma de vida moderna no es vida, incluso para los beneficiados del norte, por eso su vida no es digna de ejemplo. Por eso volvemos a la pregunta: ¿deberemos seguir llamándoles desarrollados?