Traducido del portugués para Rebelión por Alfredo Iglesias Diéguez
En el mismo momento en que la Cámara avanzaba en el proceso de desmantelamiento del pre-sal y se disponía a aprobar un decreto que compromete, durante 20 años, los recursos del gobierno para la educación y la salud, Michel Temer nombró a su noveno ministro acusado en procesos de corrupción en el Supremo Tribunal Federal. Para aquellos que todavía albergaban ilusiones, queda claro el significado del golpe y del gobierno que surgió de él: usó la corrupción como excusa para instalar el gobierno más corrupto de la historia de Brasil, y a partir de ahí, desmontar el Estado brasileño.
Desde la aparición del neoliberalismo, el Estado dejó, según ellos, de ser una solución para pasar a ser un problema -en palabras de Ronald Reagan-. Empezaron a centrar sus ataques sobre el estado y, a partir de ahí, desarrollaron una dura disputa alrededor del estado.
En la resistencia contra el neoliberalismo surgieron, además, voces ambiguas que se oponían al Estado. «Cambiar el mundo sin tomar el poder», decía John Holloway. Autonomía de los movimientos sociales en relación con la política, decían otros. En la práctica coincidían con los neoliberales en el rechazo de un instrumento esencial para regular la libre circulación del capital especulativo, para proteger el mercado interno, para garantizar los derechos sociales, para promover una política exterior soberana.
¿Qué es lo que no les gusta a los neoliberales del Estado? En primer lugar, la capacidad del Estado para contrarrestar el libre mercado, que impone los intereses del gran capital sobre los intereses del país. En segundo lugar, la posibilidad de llevar a cabo políticas sociales y de garantizar los derechos de aquellos a quienes el mercado excluye. En tercer lugar, el potencial para impulsar el crecimiento económico mediante el fomento de la inversión productiva, la creación de puestos de trabajo, la promoción de la distribución de la renta nacional. En cuarto lugar, la posibilidad de fortalecer los bancos públicos, con menores tasas de interés y políticas sociales. En quinto lugar, la garantía de los derechos de los trabajadores.
Estas observaciones son suficientes para saber por qué el estado se ha convertido en un obstáculo para los que quieren la centralidad del mercado, es decir, el libre juego de la oferta y la demanda, que promueve y fortalece el poder de quién es más rico, más poderoso, que maneja el gran capital. De ahí que tanto en Argentina como en Brasil, apenas instalado el gobierno, el objetivo es desposeer al estado de una de sus propiedades: la gestión del presupuesto a favor del desarrollo y de la distribución de la renta nacional. Son gobiernos que llevan al corazón del Estado los intereses del capital financiero, lo que aumenta exponencialmente sus ganancias mediante la redistribución de la renta hacia arriba, como un Robin Hood al revés, tomando de los pobres para dárselo a los más ricos.
Las iniciativas de esos gobiernos son una lista cruel de medidas a seguir para recortar derechos a quienes menos tienen, para facilitar la acumulación de riqueza sin producir bienes ni empleos.
Odian al estado porque, como dice el ex presidente Lula, quienes necesitan del Estado son los que menos tienen, los pobres, los empleados, los que viven de su trabajo. Necesitan el Estado para protegerse contra la sobreexplotación del trabajo, contra el reino de la especulación financiera, contra la subordinación del país a las políticas de las grandes potencias mundiales. El país necesita el Estado si quiere ser más equitativo, más solidario, menos inhumano.
Basta debilitar al Estado para que nuestras calles y plazas vuelvan a estar pobladas de pobres durmiendo a la intemperie, protegiéndose de cualquier manera de la lluvia y el frío; para que los niños regresen a los semáforos vendiendo cualquier cosa para complementar el miserable presupuesto familiar, ahora víctima de la retirada de la ayuda familiar.
La batalla en todo el estado termina siendo la batalla esencial de nuestro tiempo. La venganza de la derecha, de los más ricos, es impedirle a la gran mayoría de la población el acceso a un mecanismo de defensa contra ellos. Menos Estado, es decir, más mercado, un mercado controlado por el capital especulativo, que logró ganar cada vez más en la crisis que atraviesa el país. Menos Estado significa más especulación financiera, más miseria, más paro, más injusticia.
Emir Sader, columnista del 247, es uno de los principales sociólogos y politólogos brasileños.
Fuente: http://www.brasil247.com/pt/blog/emirsader/259533/%C3%89-o-Estado-imbecis!.htm
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