Una y otra vez, la izquierda reformista y socialdemócrata propugna como salida de la actual crisis económica en el Estado español la necesidad de un «nuevo modelo productivo» que nos aleje del modelo «insano» basado en el ladrillo, y traerá una modernización de la economía española. Para el PP este «nuevo modelo» no es otra […]
Una y otra vez, la izquierda reformista y socialdemócrata propugna como salida de la actual crisis económica en el Estado español la necesidad de un «nuevo modelo productivo» que nos aleje del modelo «insano» basado en el ladrillo, y traerá una modernización de la economía española. Para el PP este «nuevo modelo» no es otra cosa que una brutal devaluación interna, bajar salarios, más jornada laboral, menos derechos, es decir un aumento de la explotación de los trabajadores y un aumento de la extracción de plusvalor por parte de los capitalistas. ¿Pero que defienden exactamente los dirigentes reformistas del movimiento obrero?
La idea de un «nuevo modelo productivo» no es nueva ni original. Hacía ya tiempo que los economistas neokeynesianos la utilizaban como panacea. Más investigación y desarrollo, más formación, más ecología… en un contexto mundial donde los países más desarrollados tecnológicamente (como los propios EEUU, Alemania o Japón) tampoco han podido eludir la crisis económica. Realmente, detrás del «nuevo modelo productivo» se encuentra la vieja idea del «capitalismo de rostro humano», la comunión de intereses entre capitalistas y trabajadores, así como la legendaria búsqueda del «empresario progresista y patriota».
El modelo productivo español
A la hora de hablar del «nuevo modelo productivo» ciertamente existen un montón de indicadores que revelan de manera cruda el carácter eminentemente parasitario del capitalismo español: la productividad no está basada en nueva maquinaria sino en el deterioro de las condiciones laborales, la inversión en investigación y desarrollo y la formación están a la cola de Europa… son datos que demuestran el escaso interés de la burguesía española (y también la burguesía vasca y catalana, por cierto) por la tecnología.
Tratar de convencer a los empresarios españoles que es mejor invertir en tecnología que en sectores basados en salarios bajos es un ejercicio inútil. La tasa bruta de explotación de las empresas españolas es de las más altas de Europa. Así, en el Estado español, por cada cien euros facturados, diez van directamente a los bolsillos del empresario. En Europa de cada cien tan sólo se llevan seis. ¿Qué significa este dato? Que el «modo de producción» español puede ser «insano», pero para los capitalistas es tremendamente rentable. Y éste es el quid de la cuestión: el capitalismo funciona en base a la inversión privada, la iniciativa individual. Un capitalista no invierte para desarrollar la sociedad, no invierte para modernizar el país, invierte única y exclusivamente para obtener beneficios. Y además, para obtener los mayores beneficios posibles en el menor tiempo posible. Los socialdemócratas pueden tratar de convencer al capitalista de las ventajas del «nuevo modelo productivo», sin embargo, el empresario, tras hacer unas rápidas cuentas mentales, cogerá las subvenciones que el gobierno de turno le ofrezca y seguirá tranquilamente con sus negocios de toda la vida. Como mucho, hará alguna proclama sobre la necesidad de la investigación y el desarrollo.
El propio desarrollo histórico de la economía española determina la situación actual. Siempre ha sido una economía muy atrasada muy vinculada a la especulación. Otras economías que tradicionalmente se han basado en la innovación y el desarrollo para empezar disponen de una base tecnológica que sólo tienen que actualizar. Y sobre todo, de un hueco ya conquistado en el mercado mundial. En el Estado español para que los capitalistas se especialicen, por ejemplo, en un sector tecnológico puntero, no sólo deberían de afrontar una enorme inversión inicial que tratara de paliar el atraso histórico acumulado, sino que además deberían de enfrentarse a los empresarios de otros países veteranos en la fabricación de ese tipo de productos, en un mercado mundial en contracción donde la competencia es feroz. En definitiva, el «emprendedor español» no tendría en absoluto garantizada la recuperación de la inversión necesaria, todo lo contrario, lo más probable es que su negocio se saldara con un rotundo fracaso. Entonces ¿para qué voy a arriesgarme cuando, con mis negocios tradicionales, ya consigo ingentes beneficios?
Desde luego, los capitalistas no son una masa homogénea dedicada toda ella al negocio de la construcción y a la especulación. En el pasado, algunos sectores de la izquierda, equivocadamente, han usado las contradicciones en el seno de la burguesía para imaginarse dentro de los capitalistas a un sector industrial y progresista, dispuesto a invertir para desarrollar la economía y enfrentado a otro sector parasitario y conservador. Esas diferencias por supuesto existen, sin embargo, el grado de dominio, fusión y vinculación del capital financiero sobre los demás capitalistas es hoy en día, absoluto. Ya Lenin lo explica en su libro El imperialismo, fase superior del capitalismo. La propia crisis económica ha acentuado esta situación y el dominio aplastante del capital financiero es total. Dueña de los capitales que los empresarios necesitan, la banca se transforma en una oligarquía financiera que lo domina todo. Es la gran banca la que determina hacia dónde van las inversiones, la que realmente dirige la economía. Y los banqueros no van a arriesgar ni un euro en un negocio que no garantice ingentes beneficios.
¿Puede el Estado cambiar el modelo productivo?
Por todo ello, es ingenuo creer que un gobierno capitalista puede «por decreto» cambiar el modelo productivo. ¿Van a convencer a los banqueros de que renuncien a sus beneficios en aras de una sociedad más desarrollada y más justa? Y sobre todo ¿cómo se puede pretender transformar la economía española sin el control efectivo de sus palancas más importantes, sin dominar los sectores estratégicos como son los energéticos o, sobre todo, la banca? No se puede planificar la economía para organizarla de otra manera sin expropiar a los grandes capitalistas.
La experiencia de Venezuela, un país en revolución, demuestra con claridad que es imposible regular el sistema capitalista. Es como ponerle puertas al campo. Allí el Estado incluso controla sectores fundamentales de la economía (como es el petróleo) y ya antes de que Chávez planteara el socialismo como objetivo de la revolución, su gobierno había tratado de utilizar los recursos petroleros para «transformar el modelo productivo» (en este caso se hablaba de conseguir «un capitalismo de rostro humano»). Todos los intentos del gobierno venezolano han chocado una y otra vez con los intereses de la burguesía. Y no sólo por factores económicos (al no liquidar el sistema capitalista y limitarse a introducir «reglas» que tratan de que el mercado «sea más justo», el gobierno objetivamente dificulta el normal funcionamiento del capitalismo, provocando desajustes como la inflación, etc.) sino, sobre todo, por factores políticos (el odio de los capitalistas a la revolución está también detrás de la desinversión, la fuga de capitales, la acaparación de alimentos, el mercado negro, etc.). Precisamente el dilema que tiene la revolución en Venezuela es que o se culmina el proceso avanzando hacia el socialismo, expropiando a los capitalistas y a la banca o, finalmente, los capitalistas se saldrán con la suya y recuperarán el control político del país.
Si aquí un gobierno socialdemócrata tomara la más mínima medida que realmente afectara a los beneficios de los capitalistas para mejorar las condiciones sociales o laborales de las masas, por un lado despertaría un enorme entusiasmo entre los jóvenes y trabajadores, pero también la oposición violenta de toda la «opinión pública» burguesa.
¿Un nuevo modelo cambiaría la naturaleza del capitalismo?
En la historia sí ha habido casos en los que las economías de determinados países han sufrido poderosas transformaciones sin romper con el sistema capitalista: Japón al terminar la Segunda Guerra Mundial, Corea y los llamados «tigres asiáticos» en los 80, o actualmente China (aunque en este caso la transformación está vinculada a la restauración del capitalismo, la utilización de los restos de la economía planificada para dirigir la marcha económica, la política represiva y dictatorial del gobierno chino y las tremendas reservas humanas de la población china). Desde luego, una combinación de factores históricos, que aquí no podemos analizar, explican todos esos casos.
El propio Estado español sufrió una tremenda transformación en los años 50 y 60 del siglo veinte, durante la dictadura franquista, que terminó con un país fundamentalmente campesino y trajo consigo la industrialización, y con ella un poderoso proletariado. Así, en 1975 el 37,8% del PIB dependía del llamado «sector secundario» (hoy ha caído hasta el 24,9% en beneficio del sector terciario). Entonces, sectores enteros de la economía eran públicos como la minería, los astilleros, la siderurgia, la electricidad y las telecomunicaciones… Pero esas empresas públicas tenían un objetivo muy concreto: eran sectores que requerían enormes inversiones que ningún capitalista español estaba dispuesto a asumir. El Estado lo hacía para garantizar materia prima y productos básicos a bajo coste para los capitalistas. Luego, los capitalistas los transformaban y comerciaban con tales mercancías y conseguían suculentos beneficios. Es decir, las medidas de «regulación» de la economía introducidas por un Estado capitalista, buscaban beneficiar a los capitalistas.
El «desarrollismo» del franquismo se basaba en las condiciones brutales que la dictadura imponía a la clase obrera: salarios de miseria, ningún derecho democrático… Pero el factor determinante que explica la transformación económica del Estado español (y de muchos otros países en aquella época) fue un desarrollo económico histórico en todo el mundo, el boom de la postguerra, con tasas de crecimiento que rondaban el 9 y el 10% (nada que ver con la situación actual). En ese proceso, el papel del Estado, importante desde luego, no dejó de ser un papel auxiliar. Ayudaba a impulsar la economía capitalista, pero no podía, ni muchísimo menos (y tampoco pretendía) sustituir la iniciativa privada.
Resulta interesante señalar que los mismos argumentos reformistas que ahora se presentan la panacea del «nuevo modelo producido» fueron los que en los años 80 y 90 impulsaron el desmantelamiento y/o privatización de toda aquella estructura industrial. Los gobiernos de Felipe González fueron los principales adalides de la especialización de la economía española en el sector servicios para modernizarla (turismo verde a cambio de acerías se decía en Asturias, por ejemplo). Se suponía que era el «modelo productivo» que traería progreso y desarrollo. Esta crisis ha derrumbado por completo aquel paradigma económico que ahora pretende ser sustituido por otro. Supongamos, por un momento, que un futuro gobierno socialdemócrata lograra transformar el modelo productivo en el sentido en el que hoy los neokeynesianos lo plantean: ¿Traería consigo el nuevo modelo productivo capitalista menos explotación para los trabajadores, suprimiría la dinámica boom-recesión propia del capitalismo, se terminaría con la especulación y con las burbujas especulativas? No. Ningún país se ha librado de los efectos de la crisis económica mundial.
En Japón, por ejemplo, su modelo de economía, que por excelencia se basa en la tecnología y la inversión, no impidió que se desarrollara en los 80 una burbuja inmobiliaria sin precedentes. Del consiguiente crack Japón aún no se ha recuperado, a pesar de los masivos planes de estímulo que el gobierno nipón inyectó en la economía. También allí se insiste hoy en día en que para salir del atolladero tienen que «cambiar su modelo productivo». ¿A cuál? ¡A un modelo productivo que fomente el consumo interno! ¿Cómo el que había en EEUU hasta la actual recesión, o en el Estado español? No es casualidad que los países que en principio se libraron o salieron menos dañados con el inicio de la crisis económica mundial hoy estén al borde del cataclismo, reproduciendo burbujas especulativas inmobiliarias que harían palidecer la que se desarrolló aquí en el Estado español. China, India, Brasil… pueden estallar en cualquier momento.
Pero es que además, las propias burbujas especulativas pueden estar basadas en un sector tecnológico, no es un fenómeno exclusivo del «ladrillo». No podemos olvidar la burbuja de las punto.com de finales de los años 90. Al fin y al cabo las burbujas son producto de las expectativas de obtención de rápidos y fáciles beneficios y son inherentes al caos capitalista.
Respecto a la cuestión de la productividad, que le pregunten a General Motors (GM) si la inversión y el desarrollo son o no son vacunas contra la crisis. El gigante norteamericano está en el quinto puesto en el ranking mundial de inversión en I+D y sólo la semi-nacionalización por parte del gobierno norteamericano ha evitado su quiebra. De hecho, el sector del automóvil, uno de los que más invierte en I+D está sumido en una profunda crisis. Estos sectores, por mucha tecnología que haya, no pueden evitar sufrir la sobreproducción, la gran contradicción del sistema capitalista. Aquí en el Estado español, las grandes factorías del automóvil como Nissan o Seat requieren de subvenciones públicas continuas (de la Generalitat o del gobierno español) para continuar con su funcionamiento a la par que continuos EREs y reajustes en la plantilla.
Paradójicamente, más tecnología no sólo no alivia las contradicciones del capitalismo sino que las profundiza: aumenta la composición orgánica del capital, ya que la máquina de por sí no crea plusvalía, así que, para mantener su tasa de beneficios el empresario necesita sobreexplotar más si cabe al trabajador: aumentando su jornada laboral, su ritmo de trabajo, etc. Es otra locura del sistema capitalista el que más maquinaria y más producción lejos de ser empleada en mejorar nuestras condiciones de vida acarrea más opresión.
El capitalismo en un sistema anárquico incapaz de conciliar la capacidad productiva con las necesidades sociales de la clase obrera. Fijémonos en la burbuja inmobiliaria española. Se construyeron millones de pisos hasta que estalló y, sin embargo, el problema de la vivienda sigue siendo uno de los más acuciantes para jóvenes y trabajadores. ¡Pisos vacíos conviven con trabajadores sin hogar! Antes hablábamos del fracaso escolar entre la juventud. ¡Cuánto potencial creativo desechado por el sistema capitalista! ¡Qué universo de posibles talentos malgastado! Sólo con poner a trabajar a los miles de licenciados que están hoy en día en el paro, las ciencias, la tecnología, el arte conocerían un desarrollo impresionante, la sociedad podría desarrollarse a límites insospechados. Pero el capitalismo no conoce de necesidades sociales y condena a la humanidad a la ignorancia y la barbarie.
Definitivamente, el «nuevo modelo productivo» no es más que un conejo sacado de la chistera del reformismo sin reformas, de una socialdemocracia que se ve obligada en todo el mundo a aplicar contrarreforma tras contrarreforma en la medida en que no tiene realmente otro modelo que aplicar. Detrás del debate del modelo productivo está el viejo debate de reforma o revolución. ¿Se puede reformar el sistema o debemos luchar por su abolición? El callejón sin salida de los reformistas, que hace tiempo abandonaron una perspectiva revolucionaria y por tanto no les queda otro remedio que seguir los dictados de las grandes empresas, es revelador. Los comunistas afirmamos que sí hay otro modelo, pero no un modelo capitalista: Expropiando a los capitalistas y banqueros y planificando democráticamente la economía sí se puede construir una economía capaz de desarrollar todo el potencial de la inteligencia humana, garantizando y desarrollando unas condiciones de vida dignas para toda la humanidad. Pero no es «otro modelo productivo» cualquiera, estamos hablando de revolución y socialismo.
Blog del autor: http://comunaobrera.blogspot.com.es/
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