«El Socialismo solo funciona en dos lugares: en el Cielo, donde no lo necesitan, y en el Infierno donde ya lo tienen». Activista antichavista en Venezuela. «Si hay 200 millones de niños en las calles, ninguno es cubano; si hay 100 millones de niños trabajando sin poder ir a la escuela, ninguno es cubano». Fidel […]
«Si hay 200 millones de niños en las calles, ninguno es cubano; si hay 100 millones de niños trabajando sin poder ir a la escuela, ninguno es cubano». Fidel Castro
I
Hoy día hablar de comunismo (o de socialismo, o de marxismo) no pareciera estar muy «de moda»; es más, a cualquiera que se precie de defenderlo, el discurso dominante con asombrosa rapidez lo tildará de anacrónico, desfasado, dinosaurio de tiempos idos. Ya ni siquiera es «peligroso» para el sistema (o, al menos, eso se quiere hacer creer); su evocación como rémora de un pasado «oprobioso que no debe volver nunca más» funciona ya como antídoto. Aunque, en lo profundo del sistema capitalista, por supuesto que sigue siendo altamente peligroso. ¿Por qué, si no, perdura el continuo armarse contra la posibilidad de «estallidos sociales», de «ingobernabilidades»? Como dijo Néstor Kohan: «curioso cadáver el del marxismo, que hay que estar enterrándolo continuamente«. En realidad, para usar la expresión apócrifa equivocadamente atribuida a José Zorrilla: «los muertos que vos matáis gozan de buena salud«. Pero la ideología que, hoy por hoy, domina la escena, lo presenta como «terminado, muerto y sepultado».
El epígrafe que abre el texto -el primer epígrafe, pronunciado con el más visceral odio de clase por un contrarrevolucionario venezolano- marca en buena medida los tiempos que corren. Quizá, jugando con los versos de Rafael de León, podría decirse: ¿comunismo? «¡Pamplinas! ¡Figuraciones que se inventan los chavales! Después la vida se impone: tanto tienes, tanto vales».
Aunque la caída del muro de Berlín en 1989 -y con esa caída, la puesta entre paréntesis de los sueños de transformación del mundo que venían materializándose en la primera mitad del siglo pasado: Rusia, China, Cuba, Nicaragua, Vietnam, liberación de países africanos, movimientos revolucionarios varios, espíritu contestatario- ha abierto una serie de interrogantes aún por responderse respecto a lo que fue socialismo real, la pregunta que da título al presente escrito necesita hoy de imperiosas respuestas, quizá más imperiosas y urgentes que años atrás. El fantasma de un tal «castro-comunismo«, sin que eso pueda traducirse en forma clara en términos conceptuales, con su sola mención ya sirve para asustar, para horrorizar incluso, buscando santiguarse. En Venezuela, por ejemplo, (o en todo el mundo, mostrando la Revolución Bolivariana de Venezuela), con ese epíteto se moviliza lo más conservador y fascista de la sociedad, remedando la lucha ideológica de la Guerra Fría. «Si viene el comunismo te van a poner obligadamente una familia a compartir tu casa, y a tus hijos te los van a quitar para mandarlos a campos de entrenamiento guerrillero en Cuba«. Aunque parezca mentira, ya entrado el siglo XXI esas patrañas son las que dominan la inteligencia de la población mundial.
Desde el surgimiento del pensamiento anticapitalista en los albores de la gran industria europea, allá por el siglo XIX, e incluso después de la puesta en marcha de las primeras experiencias socialistas en el siglo XX, con la Rusia bolchevique, con la República Popular China, estaba bastante claro qué significaba ser comunista. Hoy, a inicios del siglo XXI, luego de toda el agua corrida bajo el puente, la pregunta tiene más vigencia que antes incluso. El descrédito que se le ha adosado hace más que urgente responder con claridad qué significa.
Las verdades que inaugura el Manifiesto Comunista en 1848 siguen siendo válidas aún hoy; y sin duda, en tanto verdades universales, lo serán por siempre, dado que develan estructuras de la naturaleza social misma: la explotación a partir de la apropiación del trabajo ajeno, la lucha de clases como motor de la historia, la violencia en tanto «partera de la historia», las revoluciones sociales como momento de superación de fases de desarrollo que signan el devenir humano. Todas estas verdades son expresión de un saber que se instaura como objetivo, neutro, científico en el sentido moderno de la palabra -los conceptos científicos no tienen color político-. Otra cosa es el llamado a la práctica que esas formulaciones teóricas posibilitan, es decir: la acción política; y para el caso, la revolución. ¡Obviamente eso es ideológico! Tan ideológica es la defensa del sistema vigente como la voluntad de transformarlo. ¿Quién dijo que las ideologías habían terminado? ¿Sería ello acaso remotamente posible?
Dicho rápidamente: el comunismo como expresión teórica y como práctica política no ha muerto, porque la realidad que le dio origen -la explotación de clase, las distintas formas de opresión de unos seres humanos sobre otros seres humanos (de clase, de género, étnica)- no ha desaparecido. Mientras persistan las inequidades y las diversas formas de explotación humana, el comunismo, en tanto aspiración justiciera, seguirá vigente.
II
Con la desaparición del campo socialista de Europa del Este hacia la década de los 90 del pasado siglo, la vorágine triunfalista del capitalismo ganador de la Guerra Fría arrastró al mundo a una suerte de aturdimiento intelectual, presentando el descrédito del comunismo como la demostración de su inviabilidad. Tan grande fue el golpe que, por algún momento, la prédica triunfal pareció ser verdadera: ¡el comunismo no era posible! Y todos pudimos llegar a creerlo. «¡Pamplinas! ¡Figuraciones que se inventan los chavales! «. El darwinismo social se agigantó.
Hoy, a casi tres décadas de esos acontecimientos, con una China que ha tomado caminos que, aunque no han derrumbado al Partido Comunista, al menos abre interrogantes sobre lo que el comunismo significa, y con un talante planetario donde decirse de izquierda conlleva una carga casi despectiva, vale la pena -o mejor aún: es imprescindible- plantearse la pregunta: ¿qué significa en la actualidad ser comunista? ¿Es posible serlo?
Las injusticias, la explotación, la apropiación del trabajo ajeno, la lucha de clases, todo ello sigue siendo la esencia de las relaciones sociales. Es más: caída la experiencia soviética, el capitalismo ganador ha avasallado conquistas de los trabajadores conseguidas con sangre durante décadas de lucha, entronizando un modelo ultraexplotador (llamado «neoliberalismo» ) que retrotrae peligrosamente la historia. Capitalismo triunfante, por otro lado, que se alza unilateral, insolente, con una potencia militar hegemónica -Estados Unidos de América- dispuesta a todo, con una posición provocativa que puede llevar al mundo a un holocausto nuclear, y que no ofrece -ni lo pretende, pero además, no podría lograrlo- soluciones reales a los problemas crónicos de la humanidad. Capitalismo triunfante sobre las primeras experiencias socialistas habidas pero que, pese a un descomunal desarrollo científico-técnico, no consigue remediar los males humanos de la pobreza, de la escasez, de la desprotección. En ese sentido, es válido el segundo epígrafe, la cita de Fidel Castro. Si toda esta barbarie capitalista continúa, -y tal como van las cosas, pareciera que tiende a aumentar- el comunismo, en tanto expresión de reacción ante tanta injusticia, lejos de desaparecer tiene más razón de ser que nunca. Porque la gente, la población de a pie, los que reciben los efectos de ese capitalismo salvaje, sin duda siguen protestando, aunque no conozcan nada de marxismo en términos teóricos.
Las vías de construcción de los primeros socialismos, por innumerables y complejas causas, quedaron dañadas, y merecen ser revisadas: el autoritarismo, el patriarcado y el Gulag fueron realidades palpables. «El socialismo clásico fue prepotente y arrogante. Siempre nos enviaba a ver tal página para encontrar verdades y soluciones. Nos dieron catecismos. Y eso es un grave error «, reflexionaba críticamente Rafael Correa, ex presidente de Ecuador. Sin duda que hubo errores, y muchos. Los comunistas son seres humanos de carne y hueso. Un comunista italiano, por ejemplo, se quejaba porque su hija se iba a casar con un siciliano. «¿Cómo con un africano, hija mía?«, le reprochaba amargamente. ¿No hay derecho a la equivocación en el comunismo acaso?
Aunque todo eso existe: errores, desaciertos, exageraciones, ello no desautoriza el ideario comunista y su lucha por un mundo de mayor justicia. Debe quedar claro que todos esos errores -monstruosos en algunos casos, injustificables desde una posición comunista (como prohibir la homosexualidad por contrarrevolucionaria, por poner solo un ejemplo)- no desdibujan la lucha contra las injusticias que ese ideario significó. Valen aquí palabras de Frei Betto: » El escándalo de la Inquisición no hizo que los cristianos abandonaran los valores y las propuestas del Evangelio. Del mismo modo, el fracaso del socialismo en el este europeo no debe inducir a descartar el socialismo del horizonte de la historia humana«.
Ahora bien: ese pretendido «fracaso», de ningún modo autoriza a decir que las injusticias desaparecieron, y menos aún que las expresiones de búsqueda de mayor armonía y equidad social que representa el proyecto comunista, se hundieron igualmente.
Hoy por hoy, aunque el discurso hegemónico ha llevado los valores del capitalismo triunfal a un endiosamiento nunca antes visto en otros modelos sociales, la protesta de los excluidos sigue estando. Y pasados los primeros años del aturdimiento post Guerra Fría, vuelve a hacerse notar. Dicho así, entonces, el comunismo no ha desaparecido y está muy lejos de desaparecer, porque las injusticias continúan siendo la esencia cotidiana de la vida de los seres humanos. ¿Pero por qué este rechazo en decirnos claramente, con todas las letras, «comunistas»? ¿Pasó a ser el comunismo una «pamplina de chavales», una estupidez «fuera de moda», una utopía absolutamente irrealizable?
III
Las injusticias continúan (o se acrecientan); por tanto -no podría ser de otro modo- las protestas también continúan. Tal vez no crecen, no ponen la situación social al rojo vivo, tal como fueron las primeras décadas del siglo pasado, pero por supuesto que siguen presentes. Aunque la voz triunfal del capitalismo se levantó sobre la emblemática caída del muro de Berlín proclamando que «la historia terminó», a cada paso la experiencia nos demuestra que ello no es así. Para prueba, ahí están los movimientos que recorren nuevamente Latinoamérica, protestas y reivindicaciones campesinas, la Revolución Bolivariana en Venezuela como propuesta de una integración continental alternativa a los tratados de «libre» comercio impuestos por Washington; ahí está la reacción de los pueblos europeos diciendo «no» a una constitución política ultraliberal centrada en el gran capital que intenta desconocer conquistas populares históricas y desmontar los Estados de bienestar; ahí sigue Cuba revolucionaria resistiendo y, como dice el segundo epígrafe, con logros incontrastables; ahí está la resistencia de los pueblos árabes ante toda intervención armada estadounidense; ahí está el pueblo palestino alzándose contra el genocidio.
Protestas, todas éstas, a las que debe sumársele un amplísimo abanico de fuerzas contestatarias, progresistas, propulsoras también de cambios sociales: ahí está la reivindicación del género femenino ganando espacio día a día; ahí están todas las luchas antirracistas a partir de las reivindicaciones étnicas; ahí está una conciencia ecológica que va ganando terreno en todo el mundo para ponerle freno a la voracidad consumista y a la depredación planetaria realizada en nombre del lucro privado; ahí está un sinnúmero de voces que se alzan contra diversas formas de discriminación y/o opresión -sexual, cultural, contra la guerra, por derechos específicos-. ¿Son comunistas todas estas expresiones?
Sin dudas nadie se atreve a llamarlas así hoy día. Lo cual nos lleva a las siguientes reflexiones: a) la prédica anticomunista que la humanidad vivió por años durante prácticamente todo el siglo XX ha tornado al comunismo un siniestro monstruo innombrable, y b) hay que redefinir, hoy por hoy, qué significa exactamente ser comunista.
Sobre la primera consideración no es necesario explayarnos demasiado; archisabido es que si un fantasma comenzaba a recorrer Europa a mediados del siglo XIX, el fantasma que recorrió el mundo con una fuerza inusitada durante el XX se encargó de satanizar con ribetes increíbles todo lo que sonara a «crítico», a «contestatario», haciendo del término comunismo sinónimo inmediato del mal, de terror, de fatalidad deplorable, diabólica y pérfida, presentificación en la Tierra del peor y más deleznable de los infiernos. La prédica, por cierto, dio resultado (véase una vez más el primer epígrafe).
Pero más allá de esta consecuencia, producto de una despiadada política desinformativa del capitalismo, ¿por qué hoy día es tan difícil reconocerse comunista? Ello lleva a la otra consideración que mencionábamos: ¿es posible, efectivamente, seguir siendo comunista hoy día? Pero, ¿qué significa ser comunista?
IV
El comunismo, en tanto formulación conceptual, en buena medida recogida en esa brillante creación intelectual que fue su Manifiesto publicado por Marx y Engels a mediados del siglo XIX, se mueve en el ámbito de lo sociopolítico, ya sea como lectura crítica de la realidad, ya sea como guía para la acción práctica. El meollo toral de todo su andamiaje pasa por la lucha de clases sociales, motor último de la historia humana. Si contra algo luchan los comunistas, buscando su superación justamente, es contra la injusticia social, contra la explotación del ser humano por el mismo ser humano. En tal sentido, comunismo es sinónimo de «búsqueda de la igualdad», «búsqueda de la justicia». Siendo así, entonces, el comunismo no está muerto: la equidad social entre todos los seres humanos sigue siendo una agenda pendiente. Por tanto, su búsqueda continúa siendo una aspiración comunista en el sentido más cabal del término. Otra cuestión -que no tocaremos acá- es el tipo de medios a utilizarse para la concreción de la tarea: guerra popular prolongada, movilización obrera urbana, organizaciones campesinas alternativas, lucha armada de una vanguardia con base popular, incidencia parlamentaria, elecciones presidenciales en el ámbito de la democracia representativa.
Seguramente por miedo, por efecto de la monumental propaganda anticomunista desplegada en décadas pasadas, por cuestionables experiencias que nos dejó el socialismo real, o por una sumatoria de todas estas causas, hoy día la tendencia no es usar el término «comunista». Por el contrario, quienes portaban ese nombre se lo han sacado de encima. Pareciera que es una peste de la que hay que desembarazarse. La «moda», evidentemente, anda por otro lado. » Nueve de cada diez estrellas son de derecha «, satirizaba Pedro Almodóvar.
Pero más allá de «modas», de «tendencias», el estado de inequidad que dio nacimiento a un pensamiento comunista un siglo y medio atrás aún sigue vigente. Por tanto, con las adecuaciones del caso, sigue también vigente el instrumento forjado para enfrentar esas inequidades. A quienes seguimos creyendo que es necesario buscar un mundo más justo, más solidario, más equitativo, ¿nos da miedo llamarnos hoy comunistas? ¿Nos avergüenza el estalinismo, las «dictaduras del proletariado» que tuvieron lugar en el socialismo real? (más dictaduras que otra cosa). ¿Realmente logró mellarnos la propaganda capitalista con su inacabable cantinela anticomunista? ¿Ganamos algo cambiándonos el nombre? ¿Qué ganamos?
Sin dudas lo que propone el Manifiesto Comunista de 1848, aunque sigue siendo válido en su núcleo, necesita adecuaciones. Un siglo y medio no es poco, y muchas cosas, por diversos motivos, no fueron consideradas en aquel entonces. El comunismo se ocupó de la lucha de clases pero dejó fuera otras opresiones: no puso particular énfasis en la explotación del género masculino sobre el femenino ni consideró la temática de las discriminaciones étnicas. Por el contrario, incluso, peca de cierto eurocentrismo civilizatorio, y el tema ecológico aún no entraba en su consideración. Obviamente, todos somos hijos de nuestro tiempo; también Marx y Engels.
Tal como se dijo anteriormente, en la actualidad asistimos a un sinnúmero de fuerzas progresistas que, sin decirse comunistas, abren una crítica sobre los poderes constituidos, sobre el ejercicio de esos poderes, sobre las distintas formas de opresión vigentes. Fuerzas, en definitiva, que buscan también un mundo más justo, más solidario, más equitativo. Fuerzas que sin llamarse comunistas en sentido estricto, son definitivamente comunistas en su proyecto, en tanto entendemos que comunismo es la búsqueda de «otro mundo posible», ese mundo más justo, más solidario, más equitativo.
Y esto, elípticamente, contesta la pregunta inaugural: ser comunista -aunque hoy día asuste, incomode o fastidie el término, aunque esté «pasado de moda» llamarse así, aunque su uso fuerce un debate en torno a qué entender por revolución y cómo lograr la justicia-, ser comunista, entonces, no es una » pamplina «, pasajera » figuración de chaval «. Es luchar por un mundo más justo, más solidario, más equitativo. Esa lucha, por tanto, no se agota con una nueva organización económico-social, con una nueva relación de fuerzas en torno a las clases sociales; necesita también de cambios en la relación de poderes entre los géneros, en la consideración del otro distinto, en el respeto a la diversidad.
Después del aturdimiento de la caída del muro de Berlín -que provocó mucho ruido, sin dudas- ya va siendo hora de dos cosas: 1) quitarnos el miedo, el estigma de usar la palabra «comunismo», y 2) sobre la base de las lecciones aprendidas en el siglo XX, abrir un serio debate no sobre cómo nos designaremos (¿no nos gusta «comunista»?, ¿es mejor decirse «de izquierda»?, ¿queda más elegante «revolucionario»?, ¿y qué tal «luchadores por la justicia»?) sino sobre cómo lograr efectivamente ese mundo más justo, más solidario, más equitativo.
Es cierto que la tarea que nos espera es dura, pero… ¿quién dijo que iba a ser sencillo?
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