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Discurso en el Aniversario de la ONU

Es preciso rescatar el multilateralismo de la ONU, contra el «golpe de estado» de la superpotencia

Fuentes:

Señor Representante Residente del PNUD Señores representantes de las Agencias y Organismos del Sistema de las Naciones Unidas en Cuba Compañeros: Conmemoramos el Día de las Naciones Unidas a una semana de que ella vuelva a examinar, como lo hace cada año desde 1991, la necesidad de poner fin al bloqueo económico, comercial y financiero […]

Señor Representante Residente del PNUD

Señores representantes de las Agencias y Organismos del Sistema de las Naciones Unidas en Cuba

Compañeros:

Conmemoramos el Día de las Naciones Unidas a una semana de que ella vuelva a examinar, como lo hace cada año desde 1991, la necesidad de poner fin al bloqueo económico, comercial y financiero impuesto a Cuba por el Gobierno de los Estados Unidos de América. Una vez más se expresará con fuerza arrolladora, el sólido consenso, virtualmente la unanimidad, del rechazo a una política que no es otra cosa que un genocidio con todas las letras.

Cuando ejerzan su voto los miembros de la Asamblea General no estarán respaldando sólo un texto de carácter diplomático. Detrás de esa Resolución está todo un pueblo heroico que no sólo soporta el intento de exterminio, sino que lo ha analizado en reuniones multiplicadas a todo lo largo y ancho del país, y está consciente de la naturaleza y consecuencias de esa política y dispuesto a seguir resistiendo unido y firme. Cuando nuestro Canciller presente la Resolución por su voz hablará Cuba entera.

Las Naciones Unidas fueron resultado de la victoria de los pueblos sobre el fascismo. Surgieron porque la Humanidad fue capaz de derrotar a quienes creyeron ser una raza superior, se imaginaron portadores de un mandato divino para dirigir el mundo a su antojo, despreciaron a otros pueblos y culturas, ignoraron a la Sociedad de Naciones y sustituyeron los principios y las normas del derecho internacional por el culto ciego a la fuerza y la violencia.

La Carta de San Francisco diseñó las bases de lo que debería ser un nuevo sistema de relaciones entre los estados que evitase la repetición de la terrible experiencia. La meta fundamental inscrita en su párrafo inicial era «preservar las generaciones venideras del flagelo de la guerra que dos veces durante nuestra vida ha infligido a la Humanidad sufrimientos indecibles». Para lograrlo se creaba una Organización cuyos propósitos eran mantener la paz, fomentar la amistad entre las naciones, realizar la cooperación internacional y servir de centro armonizador para alcanzar esos fines. La Organización estaría «basada en el principio de la igualdad soberana de todos sus Miembros» y procedería también de acuerdo a otros principios como el de la solución pacífica de las controversias internacionales, el no recurrir a la amenaza o al uso de la fuerza y la no intervención en los asuntos internos de los Estados. Prometía, igualmente, promover el progreso económico y social de todos los pueblos.

Cincuenta y nueve años después no hace falta mucho esfuerzo para comprender que esas nobles palabras carecen de sentido para la inmensa mayoría de la gente. Suenan cual voces de un sueño ajeno, que no les pertenece, que fue soñado por otros en un tiempo que no existe. El mundo de hoy no se parece en nada al que fue imaginado en 1945. Recuerda mucho más al de la década anterior cuando el fascismo avanzaba sin tropiezos. Comprobarlo no significa conformarse a él ni repetir inútiles lamentos, sino que debe ser convocatoria a la acción. El mundo sería peor si no hubieran existido las Naciones Unidas. Y será peor si los fascistas de hoy logran realizar su proyecto de aniquilarla por completo.

Para impedirlo se requiere sumar voluntades con la mayor amplitud y valorar justamente el camino recorrido. No intentaré, desde luego, hacer aquí la historia de las Naciones Unidas. Pretendo apenas ofrecer algunas ideas que pudieran contribuir a la urgente necesidad de salvar un sistema ahora gravemente amenazado con la extinción definitiva. Ello implica también encarar las limitaciones y defectos que facilitaron la labor a quienes en rigor, nunca dejaron de ver en la Carta un obstáculo a sus afanes de dominación.

Si bien el documento de San Francisco se decía inspirado en «nosotros los pueblos de las Naciones Unidas» y expresaba deseos de progreso, libertad y justicia para ellos y para todos los pobladores de la Tierra, la Organización se basaba en realidad en el equilibrio de intereses de las potencias vencedoras en la Segunda Guerra Mundial y una buena parte de la Humanidad no estaba representada entre las naciones fundadoras. Ese equilibrio era en gran medida ilusorio. En 1945 se iniciaba el período de la hegemonía de Estados Unidos que monopolizaba el arma nuclear y dominaba a Europa con el plan Marshall y la OTAN y a América Latina con la OEA y el Tratado de Río. Con el atlantismo y el panamericanismo Washington controlaba la Organización. Su único obstáculo importante era la URSS que se defendía con el veto.

La inmensa mayoría de sus Miembros actuales eran entonces colonias o territorios bajo dominación foránea.

Aunque la Carta reconocía el principio de la libre determinación de los pueblos y la igualdad de las naciones grandes y pequeñas, no se planteaba la eliminación del colonialismo.

La lucha por ponerle fin habría de adquirir un notable impulso con la derrota del fascismo contra el que habían combatido también en Africa y Asia pueblos sometidos a metrópolis ubicadas a ambos lados de la gran confrontación bélica. Desde China hasta Argelia, de Viet Nam al corazón de Africa, los pueblos se alzaban reclamando para ellos igualmente las aspiraciones proclamadas por las Naciones Unidas.

Cuando en 1960 la Asamblea General aprobó su histórica Declaración llamando a poner fin al colonialismo en todas sus formas y manifestaciones, estaba reconociendo un derecho que los pueblos iban conquistando uno a uno con su propio esfuerzo. Las puertas de la Organización se fueron abriendo progresivamente para quienes habían quedado fuera en 1945.

Entre ellos se creó y desarrolló un entramado de solidaridad que tuvo en Bandung y La Habana, en Belgrado y el Cairo, momentos culminantes y conformaría el Movimiento de Países No Alineados que, actuando muchas veces junto a la Unión Soviética y otros países, tendría un papel decisivo para reestructurar las relaciones internacionales sobre bases de verdadera libertad y justicia.

Fueron numerosas las iniciativas del Movimiento, reflejadas en declaraciones y resoluciones aprobadas por amplia mayoría en la Asamblea General, las cuales concretaban en términos reales los ideales de la Carta y buscaban la democratización de las relaciones internacionales que hubiera sido la verdadera victoria de la democracia sobre el fascismo. Sería muy larga la lista de aportes del Tercer Mundo al perfeccionamiento de las Naciones Unidas desde el programa para el establecimiento de un nuevo orden económico internacional o un nuevo orden de la información a la codificación y desarrollo de los principios del derecho internacional, a la promoción de los derechos sociales y culturales, la eliminación del racismo y todas las formas de discriminación y la lucha contra el apartheid y el colonialismo y la solidaridad con Palestina y Puerto Rico todavía víctimas de la ocupación extranjera.

Hubo que dar grandes batallas en las que la Asamblea General fue el escenario apropiado por ser el único Órgano donde todos los Estados participan con iguales prerrogativas. La restitución de sus legítimos derechos a la República Popular China, la eliminación del régimen del apartheid en Sudáfrica, la independencia de las colonias portuguesas, el reconocimiento de los derechos nacionales inalienables del pueblo palestino y la retirada israelí de los territorios árabes ocupados, se expresaron en decenas de resoluciones respaldadas por casi todos los Miembros y sistemáticamente ignoradas por los imperialistas y colonialistas. Entonces se hizo famoso algún representante estadounidense con su afirmación de que en la ONU existía lo que denominó «la tiranía de la mayoría». La arrogancia imperial le impedía ver el rumbo de la historia pero no podría detenerla.

Fueron tiempos también en que se invirtieron los papeles. Para Washington la Asamblea General era el enemigo porque encarnaba la voluntad de un mundo que se oponía a su hegemonismo y se libraba paso a paso de él. Se refugió entonces en el Consejo de Seguridad y descubrió en el veto su arma favorita. Después de haberlo criticado demagógicamente cuando lo ejerció la URSS en defensa propia y de sus aliados, Washington multiplicó sus vetos para justificar al apartheid, a la agresión sionista, al colonialismo y a sus propias aventuras guerreristas.

Pero pese a todo ya no existe el imperio portugués, el régimen del apartheid es sólo el recuerdo de un pasado doloroso, Angola y Namibia son naciones libres e independientes y la República Popular China ocupa el lugar que siempre fue suyo. Es cierto que aun no se ha ganado la libertad para Palestina pero tampoco han podido suprimir la lucha de su abnegado pueblo que ha demostrado una inagotable capacidad de resistencia y contará con una solidaridad siempre en aumento.

Porque esa fue la clave de lo que el Tercer Mundo pudo conseguir en aquel tiempo en que los poderosos llegaron a sentirse acorralados. La pelea diplomática en la ONU era reflejo y parte sustancial del combate que llevaban a cabo nuestros pueblos en campos y ciudades de África, Asia y América Latina.

El Imperio manipuló a su favor el anticomunismo y el enfrentamiento bloquista durante la llamada Guerra Fría a lo largo de la cual, por cierto «el flagelo de la guerra» imperialista cayó muchas veces sobre los países del Tercer Mundo y sólo sobre ellos causando a sus pueblos «sufrimientos indecibles». Entonces nos decían que cuando terminase aquella confrontación se disolverían los dos bloques antagónicos, se llevaría a cabo el desarme general y completo y los recursos financieros derivados del fin de la carrera armamentista serían destinados al siempre postergado desarrollo de los países subdesarrollados. A esa patraña le llamaban «dividendo de la paz». ¿Recuerdan?

Terminó la Guerra Fría, desapareció la URSS y fue disuelto el Pacto de Varsovia. Pero la OTAN se amplía, se aproxima a las fronteras de Rusia y se arroga funciones más allá de Europa; aumentan sin cesar los gastos militares; Estados Unidos convierte en doctrina oficial el hitleriano culto a la intervención armada unilateral, arbitraria e injustificada ¿Y el desarme general y completo? ¿Y los recursos para el desarrollo liberados por ese desarme? ¿Quedarán como bromas de mal gusto y materias de investigación para arqueólogos futuros?

El último decenio del pasado siglo, provocó una injustificada euforia entre los que se proclamaron vencedores en la guerra fría. El llamado «neoliberalismo» -que es la forma más agresiva del capitalismo salvaje- cayó sobre el conjunto del planeta como un nuevo y cruel flagelo causante de incontables muertes y miserias indecibles. La idea de la cooperación internacional para el desarrollo fue una de sus víctimas. También sucumbieron el desarme general y completo, incluyendo el nuclear y el derecho internacional y, por supuesto, con él se hundían los propósitos y principios de la Carta.

Al comienzo de esa década el Consejo de Seguridad, en lamentable espectáculo, se convertía en instrumento dócil en una especie de golpe de estado de la superpotencia que creyéndose dueña del mundo actuaba, asimismo, como propietaria de la Organización.

Pero para sorpresa de quienes imaginaban el fin de la historia y el inicio otra vez del milenio fascista, los pueblos nuevamente hacían sentir su voz resuelta y rebelde. Ya no venía sólo del Tercer Mundo. Se escuchaban también en Seattle, en Washington y en Davos que se enlazaban con Porto Alegre y Mumbay. Nuevos actores se sumaban al torrente de los que reclaman un mundo mejor verdaderamente libre y justo, de solidaridad entre los pueblos y entre ellos y un medio ambiente cada vez más amenazado por la codicia irresponsable. Nunca antes se habían creado las condiciones para congregar en un frente común al conjunto de la humanidad, a los pueblos del Tercer Mundo y a los trabajadores, los intelectuales y toda la gente honrada de los países desarrollados.

Se produjo entonces el acto bárbaro, la atroz y provocadora acción contra el pueblo neoyorquino el 11 de septiembre de 2001. La condenamos todos especialmente quienes hemos sufrido el terrorismo en carne propia toda la vida.

La manipularon otros de modo indecente y abominable para desatar la guerra y asesinar a miles de iraquíes y para cercenar libertades y generar el miedo en su propio pueblo, al tiempo que acogen en su territorio a connotados asesinos y castigan a cinco héroes de este pueblo por combatir de verdad el terrorismo que Estados Unidos promueve contra Cuba, algo imperdonable para el Señor del terror y la mentira.

La coyuntura actual es particularmente compleja. Ha pasado ya año y medio desde que el pintoresco déspota anunció su extraña victoria en Iraq. La resistencia impresionante del pueblo iraquí y la creciente conciencia del pueblo norteamericano, unidas al rechazo universal a una política absurda, son realidades que no pueden ser ignoradas ni siquiera por quienes hasta ahora ciega la prepotencia.

Los límites a su poderío quedaron demostrados por su incapacidad para utilizar al Consejo de Seguridad en su agresión contra Iraq, ese mismo Consejo que había manejado con vergonzosa facilidad diez años antes. Era imposible a muchos permanecer sordos a las decenas de millones de personas que en todo el mundo exigían evitar la guerra.

Que el Imperio no es todopoderoso lo prueban las noticias cotidianas. Su economía, aquejada de serias fallas estructurales, tiene que competir con otras que crecen más dinámicas. En América Latina y el Caribe avanzan procesos que consolidan un curso más independiente que se hace sentir dentro y fuera de la ONU. A los antiguos aliados que antes recibieron su asistencia debe rogarles ahora que le ayuden a pagar el elevado costo de sus delirios belicistas. No sólo sufre de una alarmante escasez de vacunas. Tampoco dispone de soldados suficientes para ocupar completamente y mucho menos controlar un país como Iraq al que han destruido sus implacables bombardeos. Es obvio que no podrían dominar al mundo por la fuerza.

Pero vivimos momentos de especial peligro. La mayor amenaza reside precisamente en su terca renuencia a admitir lo que es evidente y el obstinado empeño por rechazar la legalidad y desconocer a la ONU, despreciarla o tratarla como si ella fuese un destacamento de su Guardia Nacional. Es preciso rescatar el multilateralismo y defenderlo como única vía para la paz que merecen nuestros hijos.

Es grande la responsabilidad que tenemos quienes creemos aún en los ideales proclamados en San Francisco. Debemos asumirla con valor y también con optimismo. Un mundo mejor es posible. Conquistarlo es una exigencia insoslayable. No hay alternativa. El fracaso sí sería de verdad el fin de la historia. Pero lo pueblos no fallarán. Al final será de ellos, de todos, la victoria.

Palabras de Ricardo Alarcón de Quesada
Presidente de la Asamblea Nacional del Poder Popular
Discurso Aniversario ONU
21 de octubre del 2004