Hasta bien entrado el siglo XX Ecuador fue un país agrario y rural. Predominaron los campesinos, montubios e indígenas como fuerza de trabajo sujeta a diversas formas de servidumbre. Por eso, varios decretos de Eloy Alfaro, caudillo de la Revolución Liberal (1895), intentaron convertir a los indios, la clase con menos ingresos, al menos entre […]
Hasta bien entrado el siglo XX Ecuador fue un país agrario y rural. Predominaron los campesinos, montubios e indígenas como fuerza de trabajo sujeta a diversas formas de servidumbre. Por eso, varios decretos de Eloy Alfaro, caudillo de la Revolución Liberal (1895), intentaron convertir a los indios, la clase con menos ingresos, al menos entre los trabajadores asalariados. Nunca lo logró.
Con el inicio del siglo XX, al ritmo del lento nacimiento de algunas manufacturas e industrias, apareció la clase obrera. En sus filas igualmente despegaron reivindicaciones inéditas para un país «pre-capitalista». En 1916 se decretó la jornada de 8 horas diarias, que continuó incumplida. La lucha por su aplicación, así como por otras mejoras laborales explican la matanza obrera del 15 de noviembre de 1922 en Guayaquil.
Con la Revolución Juliana (1925-1931) comenzó el largo proceso para superar el régimen oligárquico anterior y, en tales condiciones, se dictaron las primeras leyes laborales, consagradas por la Constitución de 1929 y luego ampliadas por el Código del Trabajo expedido en 1938. Entre otros derechos, bajo el principio pro-operario, se establecieron: salario mínimo, sindicalización, contrato individual, jornada máxima y descanso semanal, trabajo de mujeres y menores, protección a la maternidad, desahucio, prevención de accidentes del trabajo y responsabilidades derivadas de ellos, jubilación, reparto de utilidades, indemnizaciones por despidos.
Pero, tanto en las ciudades como en el campo, todos los trabajadores continuaron en situaciones precarias y pobres (los indígenas bajo condiciones miserables), en manos de la incipiente burguesía nacional, los comerciantes, banqueros y, sobre todo, terratenientes, y, además, con derechos laborales sistemáticamente burlados. Desde su nacimiento, el Código del Trabajo fue atacado de «comunista», mientras una reducida elite acumuló riqueza económica y poder político, sobre la base de la explotación laboral.
Aún así, los principios y derechos básicos de los trabajadores se conservaron y hasta se incrementaron con el paso de las décadas. Los obreros lograron potenciarlos con sus luchas y por el apoyo que recibieron de los partidos marxistas, de los reformistas y de profesionales sensibles a sus intereses.
Desde 1984, con el despegue del modelo empresarial, en medio del auge mundial del neoliberalismo, el derrumbe del socialismo y el triunfo de la globalización transnacional, los derechos laborales históricos experimentaron una arremetida que parecía imparable. Las cámaras de la producción ecuatorianas se unificaron en una sola visión: flexibilizar y precarizar las relaciones laborales, bajo el supuesto de que los «inflexibles» derechos de los trabajadores estrangulan y hasta matan las inversiones productivas, algo que está negado por toda la historia económica mundial (y desde luego nacional), aunque en Ecuador se repite una y otra vez como si fuera una tesis cierta.
Ese protagonismo empresarial, acumulado con el paso de los años, logró del presidente Gustavo Noboa (2000-2003) la «Ley para la transformación económica» (Trole 1), que introdujo el trabajo por horas, la unificación salarial, suprimió las bonificaciones y prohibió la indexación (salarios de acuerdo con la inflación). Otra «Ley para la Promoción de la Inversión y Participación Ciudadana», intentó cambiar el concepto de remuneración, fijar topes al reparto de utilidades, limitar indemnizaciones, afectar contratos colectivos, regular huelgas, facilitar despidos y hasta introducir el concepto de «trabajador plurifuncional» o «polivalente» (diferentes tareas por el mismo salario). Felizmente para el país y para los trabajadores, el Tribunal Constitucional declaró la inconstitucionalidad de la referida ley.
Eso no impidió la persistente posición de las elites empresariales por recobrar la flexibilidad laboral. Se toparon con un corte: el gobierno de Rafael Correa (2007-2017) y la Constitución de 2008, que acabaron con la subordinación del Estado a las cámaras de la producción, a pesar de que en los dos últimos años de ese gobierno se dictaron varias leyes flexibilizadoras de derechos laborales, aunque sin llegar a los reaccionarios planteamientos neoliberales que seguían añorando los tradicionales sectores dominantes del país.
Con el presidente Lenín Moreno, las elites empresariales han vuelto a la carga, han revivido sus intereses en el Estado y saludan el nuevo «clima» impuesto por la «descorreización» del país. El pretexto es la «crisis» económica y ahora abogan porque «todos» hagan sacrificios.
Nuevamente los derechos laborales, conquistados históricamente, están en la mira de los ataques. Se ha comenzado por los trabajadores del Estado. No importa que se trate de seres humanos. Por razones contables (liquidez estatal) hay que reducir el 10% del personal de las empresas públicas. Pocos días atrás uno de los dirigentes del gremio de los comerciantes sostuvo en Radio Sonorama que estaba «bien» que se separe a 3.500 personas para reducir el tamaño del Estado; y otro dirigente de los bancos, en la misma radio, sostuvo que se debe «congelar» los sueldos y salarios por cinco años «porque tenemos mano de obra muy cara». En otra emisora local, cuatro economistas, a quienes su gerente calificó como «los mejores del país», repitieron sus conocidas consignas y, naturalmente, sostuvieron como irremediable y necesaria la flexibilización de las normas laborales.
Las consignas de esas elites empresariales y de aquellos economistas que defienden sus intereses carecen de fundamentos teóricos e históricos, pero hegemonizan en los medios de comunicación y en diversos ambientes sociales del país. Demuestran absoluta irresponsabilidad social. Solo interesan los buenos negocios y las rentabilidades, sin tener idea de las investigaciones que sustentan el desarrollo, el progreso y el buen vivir en los buenos salarios, capaces de generar altos niveles de demanda agregada.
Tampoco cuentan las experiencias históricas sobre la paz, la tranquilidad institucional y el reforzamiento de la democracia que provienen de la educación, la salud, la medicina, la seguridad social universal, los derechos de los trabajadores, los derechos comunitarios y sociales, así como de los altos y fuertes impuestos directos y progresivos sobre rentas, patrimonios, herencias o ganancias, para lograr la redistribución de la riqueza. Las elites económicas siguen dando muestras de su retraso conceptual e ideológico, a tal punto que parecen preferir esclavos, pero no trabajadores con derechos y una sociedad con buen vivir.
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