UnoEl viento se levantó en la nochey lejos llevó nuestros planes(proverbio chino) Dos Los pobres no tienen residencia. Tienen hogares porque recuerdan a las madres o a los abuelos o a la tía que los crió. Una residencia es una fortaleza, no un relato; mantiene a los salvajes a raya. Una residencia requiere muros. Casi […]
Uno
El viento se levantó en la noche
y lejos llevó nuestros planes
(proverbio chino)
Dos
Los pobres no tienen residencia. Tienen hogares porque recuerdan a las madres o a los abuelos o a la tía que los crió. Una residencia es una fortaleza, no un relato; mantiene a los salvajes a raya. Una residencia requiere muros. Casi todo mundo entre los pobres sueña con una pequeña residencia, es como soñar un descanso. No importa cuán enorme sea la congestión, los pobres viven en lo abierto donde improvisan lugares para sí mismos, no residencias. Estos lugares son tan protagonistas como sus ocupantes; tienen vidas propias que vivir y no esperan, como las residencias, la llegada de otros. Los pobres viven con el viento, con la humedad, con el volátil polvo, con el silencio y el ruido intolerable (a veces con ambos: sí, eso es posible), con hormigas, con animales grandes, con olores que vienen de la tierra, con ratas, humo, lluvia, vibraciones de otras partes, rumores; con la caída de la noche, y unos con otros. Entre los habitantes y estas presencias no hay líneas divisorias claras. Confundidos inextricablemente, juntos forman la vida del lugar.
Caía el crepúsculo; el cielo envuelto en una fresca niebla gris empezaba a cerrarse en lo oscuro; y el viento, después de pasar el día haciendo crujir el rastrojo y los arbustos desnudos, muertos en preparación del invierno, ahora se posaba en las partes bajas, quietas, de la tierra…
Colectivamente, los pobres son inasibles. No sólo son la mayoría del planeta, están por donde quiera y el suceso más diminuto habla de ellos. Es por esto que la actividad esencial de los ricos de hoy es construir muros -paredes de concreto, vigilancia electrónica, barreras de misiles, campos minados, controles fronterizos y opacas pantallas mediáticas.
Tres
En la vida de los pobres casi todo es penuria, una interrumpida por momentos de iluminación. Cada vida tiene su propia propensión a iluminarse y no hay dos iguales. (El conformismo es un hábito que cultivan los acomodados.) Los momentos de iluminación arriban por medio de la ternura y el amor -el consuelo de ser reconocidos, necesitados y abrazados por ser lo que repentinamente uno es. A otros momentos los ilumina la intuición, pese a todo, de que la especie humana sirve para algo.
»Nazar, dime cualquier cosa -algo que sea más importante que lo demás».
Aidym bajó el tamaño de la mecha en la lámpara para usar menos parafina. Comprendió que, ya que en la vida había algo más importante que lo demás, era esencial cuidar de todos los bienes que existieran.
»No conozco eso que realmente importa, Aidym», dijo Chagataev. »No lo he pensado, nunca tengo tiempo. Pero si ambos nacimos, debe haber algo en nosotros que de verdad importa.»
Aidym coincidió: »Es poco lo que importa… y mucho que no».
Aidym preparó la cena. Sacó pan plano de un costal, lo embarró con manteca de cordero y lo partió a la mitad. Le dio a Chagataev la mitad más grande y se quedó con la chica. En silencio masticaron su comida a la débil luz de la lámpara. En el Ust-Yurt y en el desierto, todo estaba quieto, incierto y oscuro.1
Cuatro
En las vidas donde casi todo es penuria penetra de tiempo en tiempo la desesperanza. Esta es la emoción que acomete tras sentir una traición: al derrumbarse la posibilidad erguida contra toda probabilidad (algo aun lejos de una promesa) la desesperanza inunda el espacio del alma que antes ocupaba el confiar. La desesperanza nada tiene que ver con el nihilismo.
En su sentido contemporáneo, el nihilismo es negarse a creer en cualquier escala de prioridades más allá de la búsqueda de ganancias; es considerar que ésta es el fin último de toda actividad social, de tal modo que, precisamente: todo tiene precio. El nihilismo es la forma más actual de la cobardía humana, la resignación ante el alegato de que el precio lo es todo. No es frecuente que los pobres sucumban ante esta cobardía.
Comenzó a compadecer su cuerpo y sus huesos; su madre los había juntado para él a partir de la pobreza de su propia carne -no por amor o pasión, tampoco por placer, sino a causa de las más cotidianas necesidades. Se sintió como si le perteneciera a otros, como si fuera la última posesión de aquellos que no tenían ninguna. Sintió estar a punto de ser despilfarrado sin propósito, y lo acometió la más grande y vital furia de su vida.2
Una nota explicando estas citas. Provienen de los relatos del gran escritor ruso Andrei Platonov (1899-1951), quien escribió acerca de la pobreza durante la guerra civil y luego durante la colectivización forzada de la agricultura soviética a principios de los años 30. Lo que hizo de esta pobreza algo diferente de las anteriores, fue que su desolación traía consigo muchas esperanzas rotas. Era una pobreza que rodaba por el suelo extenuada, se levantaba, se tambaleaba, proseguía por entre los fragmentos de las promesas traicionadas y las palabras aplastadas. Platonov usó con frecuencia el término dushevny bednyak que significa, literalmente, pobres almas: aquellos a quienes les habían arrancado todo, de tal suerte que era inmenso su vacío interior. En esa inmensidad sólo quedaba su alma -es decir su capacidad de sentir y aguantar. Pero sin sumarle penurias a lo vivido, los textos de Platonov salvaban algo. »De nuestra fealdad surgirá el corazón del mundo», escribió a principios de los años 20.
El mundo de hoy sufre otra forma moderna de la pobreza. No es necesario citar datos. Se conocen ampliamente y repetirlos una vez más sólo levanta otro muro, de estadísticas. Más de la mitad de la población mundial vive con menos de dos dólares diarios. Las culturas locales, con sus remedios -físicos y espirituales- para algunas de las aflicciones de la vida, son sistemáticamente destruidos y atacados. La nueva tecnología y los medios de comunicación, la economía de libre mercado, la abundancia productiva, la democracia parlamentaria, no están cumpliendo, por lo menos en lo concerniente a los pobres, con ninguna de sus promesas, más allá del suministro de ciertos bienes de consumo baratos, que los pobres pueden comprar cuando roban.
Platonov entendió la pobreza moderna más profundamente que ningún narrador con quien me haya topado.
Cinco
El secreto del impulso narrativo de los pobres yace en la convicción de que contar historias permite que se escuchen en algún otro lugar donde alguien, o tal vez una legión de personas, entiendan mejor que el narrador o los protagonistas lo que la vida significa. Los poderosos no pueden contar historias: un alarde es lo opuesto a un relato. Cualquier historia, por afable que sea, tiene que ser valiente, y los poderosos de hoy viven con nerviosismo.
Una narración remite la vida a un juez alternativo o más concluyente, que está lejos. Tal vez ese juez se sitúe en el futuro, o en un pasado pendiente, o quizá en otro lugar, tras de la loma, donde el sino del día cambió (los pobres tienen que referirse con frecuencia a la buena o mala suerte) y donde los últimos son ya los primeros.
El tiempo de los relatos (el tiempo dentro de la narración) no es lineal. Los vivos y los muertos se reúnen como oyentes y jueces dentro de este tiempo: mientras más hagan sentir su presencia ahí, lo narrado se vuelve más íntimo para quien escucha.
Los relatos son una manera de compartir la convicción de que la justicia es inminente. Apelando a tal convicción, los niños, las mujeres y los hombres lucharán con ferocidad sorprendente llegado el momento. Es por eso que los tiranos temen el acto de narrar: de alguna manera, todas las historias aluden a la historia de su caída.
A donde quiera que iba, bastaba que prometiera contar alguna historia, y la gente le permitía quedarse por la noche: un relato es más fuerte que un zar. Pero ocurría algo: si comenzaba a contar historias antes de la cena, nadie sentía hambre y no le daban de comer. Por eso, primero que nada, el viejo soldado pedía un tazón de sopa.3
Seis
Las peores crueldades de la vida son sus injusticias asesinas. Casi todas las promesas están rotas. La aceptación que muestran los pobres ante la adversidad no es ni pasiva ni resignada. Es una aceptación que atisba tras la adversidad y descubre algo innombrable. No es una promesa, porque (casi todas) las promesas se rompen; es más bien una especie de corchete, de paréntesis en el flujo irremisible de la historia. La suma total de estos paréntesis es la eternidad.
Esto puede plantearse desde otro lado: en esta tierra no existe la felicidad sin anhelo de justicia.
La felicidad no es una búsqueda, uno se topa con ella, es un encuentro. Casi todos los encuentros, sin embargo, tienen una secuela; ésta es su promesa. El encuentro con la felicidad no tiene secuela. Todo está ahí, al instante. La felicidad perfora las penurias.
Pensábamos que no había nada más en este mundo, que todo había desaparecido hace mucho. Y si fuéramos los últimos, ¿para qué seguir viviendo?
Fuimos a ver, dijo Allah. ¿Había alguna otra persona por ahí? Queríamos saber.
Chagataev los comprendió y preguntó si esto significaba que estaban convencidos de la vida y que ya no insistirían en morir.
Morirse no tiene caso, dijo Cherkezov. Morir una vez, bueno, puede uno pensar que es útil y necesario. Pero morir sólo una vez no te hace entender tu propia felicidad -y nadie tiene la oportunidad de morir dos veces. Así que morir no te lleva a ningún lado.4
siete
Mientras los ricos bebían té y comían cordero, los pobres estaban a la espera de algún calorcito, y de que las plantas crecieran.5
La diferencia entre las estaciones del año, la diferencia entre el día y la noche, el sol y la lluvia, son vitales. Es turbulento el flujo del tiempo. La turbulencia hace que los tiempos de vida se acorten -de hecho y subjetivamente. La duración es breve. Nada se prolonga. Esto es una plegaria, pero también un lamento.
La madre lamentaba haber muerto y haber forzado a sus hijos a llorar por ella; si hubiera podido, habría seguido viviendo por siempre para que nadie sufriera por su causa, para que nadie desgastara, por su culpa, el corazón y el cuerpo que ella les diera al nacer… pero la madre no había podido aguantar la vida por mucho tiempo.6
La muerte ocurre cuando la vida no tiene ya un solo jirón qué defender.
ocho
…era como si estuviera sola en el mundo, liberada de la felicidad y el sufrimiento, y quiso bailar un poco, de inmediato, y oír música, y tomarse de la mano con otras personas…7
Los pobres están acostumbrados a vivir en proximidad cercana unos con otros, y esto crea su propio sentido espacial; el espacio no es tanto un vacío sino un intercambio. Cuando la gente vive apiñada, cualquier acción que alguien emprenda tiene repercusiones sobre los demás. Repercusiones físicas inmediatas. Todos los niños aprenden esto.
Hay entonces una incesante negociación espacial que puede ser cruel o considerada, conciliadora o dominante, espontánea o calculada, pero que reconoce que un intercambio no es algo abstracto sino un acomodo físico. Sus elaborados signos o gestos de lenguaje son una expresión de ese compartir físico. Fuera de los muros colaborar es tan natural como luchar; las bribonadas son frecuentes, pero la intriga, que implica tomar distancia, es algo raro.
La palabra privado tiene una resonancia totalmente diferente de ambos lados del muro. De un lado denota propiedad; del otro, reconocer la necesidad temporal de alguien, de que lo dejen a solas por un rato. Dentro de los muros todo sitio es rentable -cada metro cuadrado cuenta. Fuera, como todo lugar corre el riesgo de volverse ruina, vale cualquier rincón de refugio.
El espacio de las opciones es también limitado. Los pobres escogen tanto como los ricos, tal vez más porque cada decisión es más tajante. No existen catálogos de colores que ofrezcan alternativas entre 170 matices diferentes. La opción está cerrada entre esto o aquello. Con frecuencia esto se hace vehementemente, porque entraña la negación de lo que no se escogió. Cada decisión es muy cercana al sacrificio. Y la suma de decisiones es el destino de una persona.
nueve
Sin desarrollo (la palabra se escribe con D mayúscula, como artículo de fe, muros adentro) no hay seguridad. No existe un futuro abierto ni asegurado. El futuro no se aguarda. Y no obstante, hay continuidad; cada generación se vincula con otra. Es por eso que hay un respeto hacia la edad de las personas, pues los viejos son la prueba de esta continuidad -o incluso la demostración de que hubo un tiempo, hace mucho, en que existía el futuro. Los niños son el futuro. El futuro es la lucha incesante por ver que tengan suficiente para comer y la posibilidad azarosa de aprender, con la educación, algo que los padres nunca aprendieron.
Cuando terminaron de hablar, extendieron sus brazos mutuamente. Quisieron ser felices de inmediato, ahora, sin esperar a que su futuro y celoso trabajo les trajera una felicidad general o personal. El corazón no admite demoras, enferma, como si no fuera posible creer en nada.8
Aquí, el único regalo del futuro es el deseo. El futuro induce el brote del deseo en sí mismo. Los jóvenes son más flagrantes en su juventud que dentro de los muros. Este regalo es como un don de la naturaleza en toda su urgencia y suprema reafirmación. Las leyes de la comunidad y de lo religioso siguen vigentes. De hecho, en medio del caos, más aparente que real, estas leyes se vuelven reales. Y con todo, el silencioso deseo de procreación es incontrovertible y avasallador. Es el mismo deseo que buscará comida para los niños y luego buscará, tarde o temprano (mientras más pronto, menor) el consuelo de fornicar de nuevo. Este es el regalo del futuro.
diez
Las multitudes tienen respuestas a preguntas que nadie formula, y la capacidad de sobrevivir a los muros. Hoy en la noche, sigan con dos dedos la línea de su pelo (de ella, o de él) antes de dormir.
John Berger (1926) escritor, pintor y filósofo inglés, es uno de los narradores que más han profundizado en las minucias de la vida campesina, su tránsito a las ciudades y su exilio en las urbes como obreros y subempleados. Su famosa trilogía Puerca tierra, Una vez en Europa y Lila y Flag, publicadas por Alfaguara, son una muestra de su visión de la gente como seres empeñados en defender sus ámbitos vitales con singular entereza, ante un mundo que les tiene destinada su desaparición. Invocar a Andrei Platonov, como en este texto, es resaltar a una figura muy importante dentro de la literatura rusa (o soviética), prácticamente desconocido en castellano. Según Natalia Kornienko, una de las estudiosas de su obra, Platonov »conservó los rasgos clásicos de la literatura rusa del siglo XIX, es decir, el deseo de trascender la literatura en la convicción de que existe un misterio en la vida que puede transmitirse mediante la narración». Esta es la misma convicción que alienta a John Berger al intentar dilucidar los motivos profundos del impulso de narrar entre la gente común, y de cómo las historias son una arma poderosa de la resistencia ante el horror (N. del T).
1 Andrei Platonov, Soul. Traducido al inglés por Robert y Elizabeth Chandler, y Olga Meerson. Harvil, 2003.
2 Soul. Op cit.
3 The Portable Platonov. Traducido al inglés por Robert y Elizabeth Chandler. Glas Publishers. University of Birmingham.
Soul. Op cit.
5 Soul. Op cit.
6 The Fierce and Beautiful World. Traducido al inglés por Joseph Barnes. New York Review Books, 200.
7 The Fierce and Beautiful World. Op cit.
8The Fierce and Beautiful World. Op cit.
Traducción: Ramón Vera Herrera
© John Berger
John Berger (1926) escritor, pintor y filósofo inglés, es uno de los narradores que más han profundizado en las minucias de la vida campesina, su tránsito a las ciudades y su exilio en las urbes como obreros y subempleados. Su famosa trilogía Puerca tierra, Una vez en Europa y Lila y Flag, publicadas por Alfaguara, son una muestra de su visión de la gente como seres empeñados en defender sus ámbitos vitales con singular entereza, ante un mundo que les tiene destinada su desaparición. Invocar a Andrei Platonov como en este texto, es resaltar a una figura muy importante dentro de la literatura rusa (o soviética), prácticamente desconocido en castellano. Según Natalia Kornienko, una de las estudiosas de su obra, Platonov »conservó los rasgos clásicos de la literatura rusa del siglo XIX, es decir, el deseo de trascender la literatura en la convicción de que existe un misterio en la vida que puede transmitirse mediante la narración». Esta es la misma convicción que alienta a John Berger al intentar dilucidar los motivos profundos del impulso de narrar entre la gente común, y de cómo las historias son una arma poderosa de la resistencia ante el horror (N del T).