Uno de los deslices más significativos que ha tenido el jefe de la oposición a Rodrígez Zapatero ha sido el de decir que bajo el gobierno de Aznar «no se hablaba de corrupción». Es una evidencia que la había y de hecho hubo procesos bien conocidos y escandalosos pero seguramente sea cierto que se habló […]
Uno de los deslices más significativos que ha tenido el jefe de la oposición a Rodrígez Zapatero ha sido el de decir que bajo el gobierno de Aznar «no se hablaba de corrupción». Es una evidencia que la había y de hecho hubo procesos bien conocidos y escandalosos pero seguramente sea cierto que se habló mucho menos de la corrupción cuando gobernó la derecha que cuando lo hace la izquierda, a pesar, incluso, de que los presuntos corruptos sean la mayoría de las veces políticos y negociantes de derechas.
Lo que más bien muestran esas palabras de Rajoy es que también son corruptos quienes tienen la posibilidad de marcar la agenda del debate social, las empresas de comunicación y muchos periodistas que discriminan muy hábilmente los tiempos en que conviene hablar o no de determinados hechos. Pero, en cualquier caso, la corrupción vinculada a los negocios existe y en mucha mayor medida de lo que en los últimos tiempos se llega a conocer en relación con los negocios inmobiliarios en España.
La criminalidad económica de todo tipo es cada vez más abundante en el mundo y la cifra de negocio que lleva consigo, aunque muy difícil de calcular, se estima en niveles realmente espectaculares: según las Naciones Unidas, sólo la economía de la droga representaba al inicio del siglo el 8% del comercio mundial y lo que algunos expertos llaman el Producto Criminal Bruto (PCB) mundial alrededor de un billón de dólares, más del 15% del volumen de todo el comercio internacional. Y da idea de la extensión de la delincuencia económica de nuestros días el que algunas encuestas realizadas en los últimos años hayan mostrado que el 34% de las empresas europeas y el 41% de las estadounidenses han sufrido en algún momento delitos «de cuello blanco», sobre todo, estafas de todo tipo.
Lo relevante es que, en lugar de disminuir, la criminalidad económica en todas sus variadas manifestaciones ha aumentado en los últimos años como consecuencia de los cambios institucionales que se han generalizado en el ámbito monetario: una gran desregulación y, sobre todo, la plena libertad de movimientos del capital.
Esta libertad es lo que permite que los inmensos flujos financieros que hoy día acumulan los bancos, los fondos de inversiones o las grandes empresas se muevan sin restricción alguna a la búsqueda de una rentabilidad que cada vez se desea más elevada e inmediata. A su amparo pueden evitarse los impuestos, cometer auténticos fraudes fiscales a escala internacional que ni siquiera están tipificados como tales, o evadir capitales de un país a otro sin problema alguno. Y en este régimen de libertad y desregulación es donde han nacido multitud de productos financieros, muy inseguros pero sumamente rentables, que son intrínsecamente corruptos; o «paraísos fiscales» en donde se oculta y protege el dinero proveniente de todo tipo de operaciones oscuras y delictivas, incluidas, por supuesto, las que llevan a cabo los terroristas y que ni siquiera se vigilan con tal de no molestar al resto de los inversores opacos.
En este nuevo ámbito financiero es muy difícil distinguir lo legal de lo ilegal, el comportamiento financiero honrado de la criminalidad más sucia y bochornosa. Baste pensar, sin ir más lejos, en las acusaciones vertidas contra los propietarios del Banco de Santander en el juicio que comenzará pronto: según informaron diversos medios de comunicación, manejar cerca de medio billón de pesetas de dinero negro proveniente de fuentes financieras más o menos inconfesables, sólo entre 1988 y 1989, o comercializar las llamadas «cesiones de crédito» entregando al Fisco información falsa sobre 9.566 operaciones formalizadas que representaban 145.120 millones de pesetas, y declarando como sus titulares a personas fallecidas, emigrantes no residentes en España, ancianos desvalidos, trabajadores en paro, o familiares de empleados del banco…
Sin ningún tipo de control y con países a los que se deja actuar como espacios al margen de toda ley es normal que el dinero procedente del crimen y vinculado a las operaciones financieras más oscuras viva sus días gloriosos en el planeta: nunca fue tan fácil hacer negocios sucios y nunca hubo una falta de control tan grande como la de hoy día.
La corrupción económica de la que tanto se viene hablando en los últimos tiempos en nuestro país es la que tiene que ver principalmente con la gestión urbanística pero no puede pensarse que sea completamente ajena al fenómeno que acabo de comentar.
Conviene tener en cuenta, por un lado, que en los últimos 15 años el 50% del suelo urbanizable ha sido adquirido por entidades financieras. Por otro, que el volumen de negocio que moviliza el negocio inmobiliario sería inalcanzable de no estar produciéndose también en España el proceso generalizado de hipertrofia financiera que sustrae los medios de pago de la economía productiva para dedicarlos a la especulación de todo tipo.
La diferencia posiblemente radique en que, en el caso de la corrupción urbanística, el propio régimen legal del suelo es en sí mismo corrupto. ¿O es que puede calificarse de otra manera el hecho de considerar legalmente, como hizo el Partido Popular, que todo el suelo es urbanizable?, ¿no esa la fuente misma del mal que?, ¿puede considerarse que sólo es corrupto el promotor que paga bajo cuerda por lograr una determinada calificación urbanística o el político que la recibe y no el legislador que da la posibilidad, por poner un ejemplo que acabo de conocer en el municipio malagueño de Ronda, de que sea legal construir un circuito de alta velocidad en plena reserva de la biosfera o cientos de chalets y campos de golf en medio de una serranía y esquilmando los acuíferos existentes?
Es verdad que estrictamente hablando la delincuencia es sólo el comportamiento que está fuera de lo que establece la ley pero no podemos olvidar que las leyes establecen fronteras entre lo que se puede y no se puede hacer que nada tienen que ver en muchas ocasiones, como ocurre con los paraísos fiscales que las autoridades mundiales consienten o con la legislación urbanística que hoy día tenemos en España, con los principios morales más elementales que habría que respetar para que la sociedad pueda avanzar en paz y de modo sostenible.
Me temo que los casos de corrupción urbanística que tratan de presentarse como escandalosos, aún cuando son de por sí deleznables, solo muestran una punta de iceberg, una simple incidencia en el marco de una corrupción mucho mayor y dañina: la que permite y hace posible que los recursos públicos puedan ser apropiados para su exclusivo disfrute solamente por las minorías privilegiadas.
Juan Torres López es catedrático de Economía Aplicada de la Universidad de Málaga (España).
Su web: www.juantorreslopez.com