Con la hegemonía herida, el imperialismo estadounidense no se acostumbra a (reniega de) la idea de un mundo multipolar
Al parecer, deviene eterna la controversia entre lo real y lo aparente. Si en vísperas de la desaparición de la URSS la mismísima Margaret Thatcher alertaba sobre el peligro del poderío económico del enorme Estado dizque socialista –su verdadera esencia está en discusión–, y para los más connotados sovietólogos el derrumbe resultó intempestivo, hasta hace relativamente poco una multitud de analistas no osaba referirse (¿predecir?) al mutis de EE.UU. como exclusiva – y exclusivista– cabecera del sistema-mundo, lo que muchos suelen reconocer hoy, con el “anexo” de que el Tío Sam deberá resignarse a un orbe multipolar, en el que habitará entre pares, como tuvieron que hacerlo John Bull –personificación del Reino Unido en general, y de Inglaterra en particular– y el resto de los imperios, borrados como tales a la postre.
A participantes en una carrera de relevos han sido condenadas las potencias por la historia, madre del “viejo topo”, imagen del fundador del Pensamiento Crítico que denota la circulación incesante de la revolución “por debajo de la tierra”, inadvertida, hasta que repentina, bruscamente emerge a la superficie. Lo cual significa que, a pesar de los períodos de calma, de “estabilidad”, la lucha de clases no se detiene y sorprende por los lugares en que brota y las formas que asume.
Ni Marx podía augurar dónde ocurriría en su época la primera irrupción del laborioso “animalejo”, advierte Emir Sader, citado en blogdelviejotopo.blogspot.com.es. Difícil entonces haber predicho, por ejemplo, las dimensiones de la rebelión contra el propio régimen de capitalismo paroxístico encarnada, aun inconscientemente, en las protestas contra el racismo y la brutalidad policial en EUA.
Igualmente se solapan hasta un día las condiciones objetivas del estallido masivo. Una de ellas, las crisis inherentes al modo de producción. A contrapelo de quienes subrayan que la infección explayada representa la causa fundamental de una contracción de ocho por ciento que anuncia el FMI para USA en 2020, estudiosos tales James Galbraith, propugnador de providencias keynesianas que “salven” el statu quo –nada sospechoso de izquierdista–, no se inhibe de declarar a BBC que “la economía de Estados Unidos era un castillo de naipes que se derrumbó con la pandemia”. Ergo: la COVID-19 como catalizador de un fenómeno larvado en mayor o menor escala.
Frente al pronóstico “tranquilizador” de que la regeneración comenzará en el tercer trimestre del año en curso, en dependencia de la situación de salud y del efecto de las medidas de control de las autoridades, el profesor de la Escuela de Asuntos Públicos Lyndon B. Johnson de la Universidad de Texas espeta en diálogo con la periodista Cecilia Barría: “¿Pero de qué recuperación estamos hablando?”.
Regresar a la “normalidad” previa al megacontagio tomará mucho tiempo, “porque los problemas de la economía estadounidense son estructurales”, asegura el entrevistado, para el cual tres procesos del último medio siglo tornan más compleja la restauración, convirtiendo a la del coronavirus en la recesión más honda entre 14 en 150 años: “Cambio en la producción y demanda global de productos, menos puestos de trabajo, endeudamiento”.
O sea, puro espejismo el ¿sentido común? de que “si nos recuperamos de esa crisis, nos recuperaremos de esta […] Eso es engañoso porque las circunstancias son muy distintas […] Esto no es un shock económico como un terremoto”, precisa Galbraith, quien encuentra en la incertidumbre el factor clave que distingue a la debacle de las anteriores. En lo tocante al sismo, “la gente sabe que vendrá la reconstrucción y la vida seguirá. Ahora no sabes qué pasará el próximo año o los que vienen”.
Por eso, señala, la inyección de estímulos no basta para que a las personas se les recomponga la confianza y vuelvan a consumir, ni para que las empresas prosigan invirtiendo. Uno de los grandes retos, crear puestos de trabajo; por tanto, en el leal saber y entender del académico, “el modelo económico que generaba empleo en base a los servicios tiene que ser reestructurado. Hay mucha gente luchando por sobrevivir y cuando se acaben las medidas de estímulo, vendrá el descontento social, la rabia”.
Signos
Eso, rabia, es lo que debe de sentir Donald Trump frente al estado de cosas definido por Sader con el título de un artículo aparecido en alainet. org: “La crisis del imperio y un mundo nuevo”. Para el sociólogo y politólogo tal vez nada haya expresado más claramente la pérdida de capacidad hegemónica de la Unión que la patética posición del césar de turno de retirarse de la Organización Mundial de la Salud (OMS).
Estrategia de extrema derecha, que retoma ademanes de la Guerra Fría, buscando chivos expiatorios para los problemas internos –mexicanos, China, la OMS, entre otros–, con vistas a camuflar el más reciente fracaso del Gobierno, el del manejo de la pandemia. Impotente ante el entuerto detonado por normas ultraliberales como la galopante privatización de la sanidad y la desmejora de los servicios públicos, y sobre todo con el handicap de una riqueza cada vez más decreciente, el inquilino de la Casa Blanca reafirma con su actitud en la práctica, claro que sin desearlo, la concepción leninista de la política como expresión concentrada de la economía.
En este caso, una política de derivaciones tan fallidas como el substrato económico, pues, si bien algunos adelantados pregonaban la mengua de la hegemonía yanqui antes del paso “triunfal” de la COVID-19, con el “dragón” disputando la supremacía planetaria, ahora anda configurándose el consenso de que la desbocada enfermedad ha acelerado el declive de la “nueva Roma”. Coincidamos con ello, y con que, contrariamente, la liza contra la dolencia revela en el gigante asiático un Estado pujante, ágil, que prioriza las necesidades de las personas, sin distingo nacional, sobre las del mercado, mientras el rival da la espalda a los de dentro de sus fronteras y a los de fuera. ¿Qué se puede esperar de un orbe pospandemia? “Profundización de la decadencia del imperio y posibilidad de construcción de un mundo más justo, más solidario, más colaborativo”.
Las avanzadillas de este escenario se hallan a la vista. No en vano, en alainet.org, Xulio Ríos repara en que “ante el ensimismamiento de Japón y el desconcierto europeo, China ocupó el vacío dejado por la Administración Trump, que anunció en plena expansión de la pandemia la suspensión del compromiso con la OMS, culpabilizada también de que él no haya tomado en serio a su debido tiempo lo que se le venía encima. Y esto ocurre tras abandonar el acuerdo del clima de París, la UNESCO o el pacto nuclear con Irán. Son estas circunstancias las que permiten que China se reposicione en el mundo a cuenta del nuevo coronavirus.”
Bueno, que se reposicione más, ya que, remarca James Petras en la digital La Haine, desde el punto más alto del poder global gringo, de 1989 a 1999, “China absorbió la tecnología estadounidense y continuó creando nuevos avances sin seguir cada etapa previa. Rusia se recuperó tanto de sus pérdidas como de sus sanciones y logró obtener relaciones comerciales alternativas para combatir los nuevos desafíos del imperio global estadounidense. Ante ello, el régimen de Trump emprendió una ‘guerra comercial permanente′ sin aliados estables. Más aún, Trump falló en socavar la red de infraestructuras globales de China; así como Europa demandó y obtuvo autonomía para establecer acuerdos comerciales con China, Irán y Rusia. Trump ha presionado a numerosos poderes regionales que han ignorado” sus bravatas.
Higinio Polo precisa en el texto “Desorden y agonía” que, hasta el presente, el control del sistema financiero internacional y de los canales de crédito y de transferencias monetarias, la condición del dólar como moneda de intercambio y de reserva habían explicado la capacidad para imponer sanciones económicas, aplicar extraterritorialmente la legislación, dificultar transacciones bancarias y sabotear la venta de petróleo y otras materias primas. Pero Beijing y Moscú han optado por limitar los trueques en dólares, algo de sumo impacto.
El dólar, ese soporte
Sí, como variable del aludido ocaso sobresale el debilitamiento de la divisa por antonomasia. Según Sthepen Roach, expresidente de Morgan Stanley Asia, esta podría abismarse, por los graves inconvenientes que afrontan los Estados Unidos. En su criterio, el desplome, en combinación con la pandemia y la agitación social, amenaza con “afectar al liderazgo económico global de Washington”, algo que contribuye a que cada vez más gente ponga en tela de juicio la percepción del excepcionalismo yanqui, lo cual a su vez debe de repercutir en el rechazo del dólar y, por consiguiente, a que este continúe despeñándose.
No en balde proliferan pregones tales “el mundo está volviendo al patrón oro [que recuperará “su papel en el centro del sistema monetario; no solo lo están acopiando los bancos centrales de Rusia, China, sino los de los cofrades de EUA] y el dólar está a punto de colapsar”, oreado en público por el veterano corredor de bolsa Peter Schiff, quien en un podcast recuerda que, mientras el planeta sufre el SARS-CoV-2, los precios de los metales preciosos están subiendo. El coronavirus es “el alfiler que pinchó la enorme burbuja que era la economía de EE.UU.”.
Pero el asunto no ha quedado en la mera enunciación. El también director ejecutivo de la empresa Euro Pacific Capital asevera que las semillas de este entuerto fueron sembradas por otras razones. “En el primer trimestre del 2020 el ahorro nacional neto, que incluye el de los hogares, las empresas y el estatal, se desplomó hasta situarse en el 1,4 por ciento del ingreso nacional. Este es el nivel más bajo registrado desde finales de 2011 y constituye una quinta parte del promedio del siete por ciento alcanzado entre 1960 y 2005. Como carecía de ahorros y debía invertir en su economía, EE.UU. aprovechó el papel del dólar como principal moneda de reserva mundial, recurriendo en gran medida a los ahorros externos excedentes. Para conseguir su objetivo Washington pagó un alto precio: ha estado acumulando déficit en su cuenta corriente [la que permite hacer ingresos o efectuar pagos directamente y disponer del dinero en metálico de forma inmediata] todos los años desde 1982. La expansión de la pandemia y la crisis económica que esta ha desencadenado van aumentando la brecha entre el ahorro y la cuenta corriente hasta un punto crítico. El principal culpable de esta situación es el aumento del déficit presupuestario del Gobierno de EE.UU.”.
Un brusco despegue del déficit presupuestario conduce a que el de la cuenta corriente crezca, explica Rouch. “Una vez que los ahorros nacionales dejan de cubrir el déficit presupuestario, cualquier Estado se ve obligado a endeudar más recursos en el extranjero. Es el escenario en el que se encuentra el país norteamericano”. Y ahí donde el cacareado medio entra en juego. Por el momento, es suficientemente fuerte, pues se beneficia de la demanda planetaria y sigue siendo un típico refugio para los inversores durante las crisis. “Así, entre enero y abril del 2020 el tipo de cambio del dólar subió frente al de otras monedas utilizadas por los socios comerciales de EE.UU. casi un siete por ciento en términos ajustados a la inflación, según los datos recogidos por el Banco de Pagos Internacionales”. Mas “en el futuro no importará si el dólar estadounidense es una moneda de reserva o no, ya que no podrá salvarse de las circunstancias desfavorables y caracterizadas por el aumento de los déficits de ahorros nacionales y de presupuesto”.
¿Resultado? El tipo de cambio del “billete verde” podría hundirse hasta mínimos no registrados desde julio de 2011, “apagándose” 35 por ciento respecto de otras divisas en términos generales ajustados a la inflación.
Ahora, convengamos con el alerta de Higinio Polo en la revista digital El Viejo Topo: además de su apabullante fuerza militar, EUA dispone todavía de capacidad para trasmitir una determinada visión de los conflictos actuales y de la historia, de destreza para presentar a mercenarios como libertadores, y de habilidad para crear alarmas y crisis. Por citar ejemplos recientes, el “embuste de la ‘catástrofe humana’ y la limpieza étnica y supuesta matanza en Kosovo, donde Alemania llegó a afirmar que Serbia había asesinado a cien mil albaneses y la mentira fue reproducida por la maquinaria propagandística norteamericana”; las inventadas armas de destrucción masiva de Iraq; los falsos bombardeos sobre la población civil en Libia, para justificar la agresión de la OTAN, “los inexistentes campos de concentración para uigures en el Xinjiang chino”. Si la mentira ha sido siempre herramienta del imperialismo, en nuestros días la intoxicación informativa se ha convertido en un procedimiento habitual y en un eficaz instrumento de “guerra sucia, amplificada por los nuevos canales de comunicación”.
Colocados frente a este “agónico paisaje”, debemos abstenernos del pecado de férreo determinismo economicista cometido por ciertos discípulos de Marx y Engels, que no por ellos. Las crisis cíclicas no conducirán por sí solas al fin de una formación de singular aptitud en el capear de temporales tales la consustancial sobreproducción, incluso destruyendo las fuerzas productivas mediante ingentes matanzas –que en adelante no serían mundiales, so pena de un apocalipsis–, para luego reconstruirlas, reconstruirse, revigorizarse, y continuar en la senda de la explotación de las mayorías.
Era de esperar (se espera) entonces que la izquierda avance a pie firme en lo que le corresponde, no solo en la asimilación teórica de la realidad, sino, imbuida del espíritu de la XI Tesis sobre Feurbach, en el cumplimiento del mandato histórico de la praxis transformadora.
Comulguemos con Polo en la necesidad de bregar por la unión de una fuerza disgregada, a diferencia de las décadas subsiguientes a la segunda conflagración universal, cuando sindicatos y partidos políticos lograban proverbiales movilizaciones de los trabajadores y de la población en objetivos como la paz. Una fuerza que deje de escuchar los cantos de sirena empecinada en la superchería de un probable capitalismo de rostro humano. Y que no se permita, adormecida por una propaganda mendaz, flaquezas como aceptar, o tolerar, la intervención occidental en Siria, dado el supuesto cariz autoritario de su Gobierno, apoyado por el grueso del pueblo, o aplaudir las protestas conservadoras de Hong Kong, auspiciadas, concitadas desde el exterior y cuyos participantes incluso osan enarbolar la bandera del Reino Unido, la antigua metrópoli, y rechazan el pactado retorno del territorio a un país del que nunca debió separarse.
El quid radica en que la izquierda será revolucionaria o, simplemente, no será. Sin medias tintas, y convencida de que el sistema globalizado no se difuminará únicamente en virtud de las contradicciones internas. Habrá que barrerlo.