A lo largo de la historia se desarrolló un tipo de tratado cuya finalidad era orientar en su labor a futuros soberanos o caudillos. Entre las varias versiones conocidas resulta memorable, quizás por su curiosa sonoridad, la de Espejo de príncipes, desarrollada durante la Edad Media. En el Renacimiento tenemos a El príncipe, de Maquiavelo, muchas veces interpretado raquítica y miserablemente. (Parece que está próximo a salir un nuevo libro de Pedro Baños, El poder: Un estratega lee a Maquiavelo, que relaciona temas de actualidad geopolítica con el pensador).
Pero no queremos hablar del pasado, sino del presente; y no de los príncipes, sino de los vasallos, tal como suelen decir muchos de nuestros periodistas del corazón y de la realeza. Ellos sabrán (seguro que sí) por qué han resucitado término tan odioso.
Es verdad que hay libros de autoayuda de todo tipo, pero, aparte de que este género literario no parece el más idóneo para el asunto, ¿se ha escrito alguno sobre qué tipo de político deberían desear los ciudadanos? Creemos que no. Puestos a esbozar algunas ideas, se comprueba que no es tarea fácil en cuanto que los distintos tipos de políticos se entrecruzan y son similares y disímiles a la vez. Lo mismo ocurre con los ciudadanos en general. No creemos que un mileurista desee (o deba desear) el mismo tipo de político que el que desea un alto directivo de una gran multinacional extranjera. El primero produce plusvalías mientras el otro las exprime. No obstante, esta sociedad, que es de clases, se autoproclama radicalmente democráticaen un sentido igualitarista. El todos somos iguales ante la ley (más o menos) se ha convertido en un todos somos iguales, a secas.Tal idea ha penetrado tanto en la sociedad, que es difícil desarrollar el asunto sobre el presupuesto de que hay políticos diferentes que sirven a distintos fines y clases sociales. En definitiva, que la idea común que sobrevuela es la de que todos los políticos son iguales, lo que no evita, paradójicamente, que cada cual opte por el suyo cada vez que se presenta la ocasión. Un poco como el chiste de El Roto: “Todo el mundo va a lo suyo, menos yo, que voy a lo mío”. No digamos si complicamos el asunto con esas dos corrientes que día a día cobran más presencia en el mundo: la de los globalistas y la de los soberanistas (o nacionalistas). Por ello, haciendo salvedad de todos los escollos antepuestos, desarrollaremos el asunto sobre la base de un político que sirve al país en aquellos asuntos que vitalmente afectan a todos por igual, como podrían ser la paz, el progreso, la soberanía, la dignidad nacionales. El otro político, el más real, el que es protagonista o antagonista según gane o pierda elecciones (y que en realidad nunca detenta el verdadero poder),lo dejaremos a un lado en cuanto que se sustenta sobre muchos conceptos que todos sabemos son ficticios pero que por impotencia fingimos son verdaderos. Hay que añadir que se habla de político en un sentido muy amplio, no sólo de los institucionales. Se hace política desde muchos tipos de trinchera.
¿Y por qué tratar del político irreal sobre el real? Principalmente para deshacer ese nudo gordiano que nos aconseja adaptarnos a lo inevitable. Al respecto hay que responder lo siguiente: 1) No tenemos la certeza absoluta de que todo sea tan inevitable. 2) Hay que marcar unas desideratas que corrijan, aunque sea mínimamente, esta ruta aberrada marcada por los que no tienen ningún interés en que las cosas cambien. 3) Porque es una forma de homenajear a esos políticos que se sacrifican por causas difíciles (no imposibles), y que fracasan porque se les da la espalda, pudiendo haber hecho lo contrario. Diciendo esto nos vienen a la memoria tres políticos ejemplares apenas conocidos o recordados: Tomás Sankara (que en una reunión de la OUA vaticino su muerte)(1), Amilcar Cabral y Patricio Lumumba, todos asesinados en nombre de la civilización, de esa civilización que va desde el «Todo debe hacerse para el pueblo, y nada por él”, aconsejado por Carlos IV a su hijo Fernando VII, hasta el “Todo para el pueblo, con el pueblo y por el pueblo”, de Lincoln.
De Carlos IV y Fernando VII no es necesario decir demasiado, dada sus conocidas aventuras napoleónicas y posteriores vicisitudes. Sobre Lincoln sabemos que su prestigio es alto, sobre todo en el asunto del racismo; pero también sabemos que para las personas de raza negra las cosas no cambiaron sustancialmente: “El linchamiento, la muerte de personas por la acción extrajudicial de una muchedumbre, ha existido en Estados Unidos hasta la década de los 60 del siglo XX”… “alcanzaron su punto máximo alrededor de la década de 1880 hasta la década de 1940, y fueron menos frecuentes hacia los años 1970”. (1) Todo esto con la agravante cultural de que también se hacían postales (hasta los años setenta del siglo XX) de esos linchamientos y ahorcamientos, sin ningún problema real (2).Como se ve, por un lado enfáticas proclamas constitucionales, y por el otro la verdadera realidad (entre otras la de no creer que las personas de raza negra fueran pueblo, al modo de lo que ocurría en la Grecia clásica con mujeres y esclavos).
Dada esta discordancia entre lo que es y lo que debe ser, ¿cómo imaginar a ese político ejemplar cuya misión sería acabar, donde exista, con la kaquistocracia, y defender la paz, la prosperidad, la dignidad, la soberanía de la nación?
Sabemos que la mayoría de los ciudadanos confían en que, a pesar de todo, hay unos mecanismos de selección destinados a aupar a los mejores candidatos; pero no es así. El individualismo, la competitividad, la mentalidad comercial se han impuesto al interés general y al bien común. El vale el que sirve ha sustituido al más razonable de sirve el que vale. Esto, que ha terminado por parecer normal a fuerza de repetirse, provoca múltiples daños colaterales (triste expresión), inadmisibles para un mecanismo que persigue esa eficacia tan cacareada y mal servida; por ejemplo, es frecuente comprobar que el número uno no desee a su lado un elemento más capaz que él, por lo cual escogerá a otro que en vez de excelente consejero será un estupendo reidor de chistes sin gracia, y que su asesoramiento no irá dirigido al beneficio de todos, sino a la propia permanencia. Y así el segundo hará lo mismo respecto al tercero, etc. etc. Además, el empobrecimiento progresivo de calidades será un excelente caldo de cultivo de indignidad y de dignidades heridas que más tarde o temprano aflorarán e incluso estallarán. Lo que debería ser un esfuerzo común en una dirección determinada se fraccionará en todo tipo de fricciones, desviaciones y frenos. Pero es que hay más, ese caldo de cultivo facilitara que los opositores externos a esa fuerza puedan meter cuñas que impidan que se cumpla el objetivo común deseado. En definitiva, que de la mala selección surgirá una maquinaria inservible para los principios que se proclaman.
Relacionado con lo anterior está la generosidad. Esta cualidad, que parece extraña a la política, por el contrario es imprescindible a la nación. No hablamos de una cualidad buenista y cordial, sino de una cualidad capacitante para que lo justo y lo mejor presidan la organización y las ideas. Si en nuestro país se diera tal generosidad, terceras fuerzas, extrañas al cuerpo general, no podrían aprovecharse de estas divisiones cainitas. Pero la zancadilla mezquina entre esas fuerzas socaba la soberanía y muchas veces la dignidad. A los escépticos respecto a la generosidad hay que insistirles en que hubo y hay políticos con vergüenza. Ahí tenemos el ejemplo de Assange, que por su generosidad informativa es víctima de voceros de derechos humanos impostados.
Sinceridad en los contenidos. Es un derecho fundamental del ciudadano. Muy necesaria para contrastar cabalmente las distintas opciones. ¿Cómo podremos saber qué es lo mejor cuando las alternativas que nos ofrecen no son verdaderas? Poco a poco los partidos fueron dejando de lado sus programas, sustituyéndolos por las propuestas de vendedores de imagen. Es decir, eligieron jugar en un terreno que les es ajeno, el del mercado (te compro, te vendo, te maquillo, sonríe aunque estemos ante un terremoto). Otra añagaza que se ha impuesto (con el consentimiento del público) es la de que casi todos buscan un centro (artificial, electoralista) propiciado hábilmente por los poderosos, lo cual borra las diferencias y beneficia a aquellos cuya única misión es conservar lo que hay, frente a los que desean transformarlo. Un país en esa paz artificial no necesita poner al frente a sus mejores estrategas; le basta con los mejores mercaderes; (o titiriteros; ya ha habido varios en Europa al frente de gobiernos o de fuerzas importantes). Por el contrario, un país que defiende su soberanía e independencia sí necesita que los mejores lo dirijan. No es un llamamiento a la radicalidad, ese sería otro tema, sino a la integridad de los programas y a la necesaria capacidad de sus representantes.
No son pocas las veces que los políticos no pueden hacer lo que habían prometido. Esa es una realidad que no se puede soslayar, sobre todo en un mundo globalizado donde las injerencias sobrevenidas son manifiestas. Pero, si honradamente no se puede, es obligado explicar sinceramente las causas. Es estúpido creer que su ocultación no socavarán la confianza que se había depositado en el incumplidor. Al revés, ese ocultamiento irá generando más incumplimientos y más desconfianzas, hasta que se pierda toda la credibilidad, y sin la cual poco se puede hacer
Honradez. Qué contrasentido que haya que invocar tal obligación para una actividad cuya finalidad debería ser administrar correcta y equitativamente las riquezas que todos producen. Pero, en realidad, esta es la madre del cordero. En la pirámide mundial de desigualdades y de injusticias, tanto en lo que se refiere a naciones como a clases, esa falta de honradez está en los genes del sistema. Clinton decía: ¡Es la economía, estúpido! No, estúpido, es la falta de honradez. Un economista no venal decía que no es una crisis, sino una estafa. ¿Cómo un político verdadero puede mirar a los ojos de los ciudadanos a los que representa cuando a muchos de estos les falta lo imprescindible y a él le sobra hasta lo innecesario?
Valor. ¿Hará falta decir que un político, sobre todo progresista, requiere de mucho valor? Pues sí, es necesario decirlo. Muchos aprendices de político creen que basta con ser listos y sobrados de desfachatez. Pero eso no es valor. Valor es ponerle el cascabel al gato, al gato interno y externo (nos hemos acordado de Pepiño a Verstrynge: ¿quién le pone el cascabel al gato de la nacionalización de un banco?). Y también han de tenerlo presente los ciudadanos, generalmente espectadores pasivos. No se comprende que a una maratón acudan decenas de miles de participantes y a una manifestación en defensa de las pensiones públicas, por ejemplo, tan sólo unos cuantos centenares. No se puede exigir a los políticos sin arroparlos con nuestro compromiso. Si convertimos la política en cosa de ellos, no deberá extrañarnos luego que la gestionen como si fuera de su exclusiva propiedad.
Inteligencia. No estamos hablando del CI, sino de algo que va más allá. Es una mezcla de inteligencia, aplicación, cultura, curiosidad, perspectivas amplias; estamos hablando de no hundir la cabeza en el agujero de lo pequeño porque lo grande se supone no le corresponde. ¿Cómo podrá entonces hablar de soberanía, de paz, de dignidad? Un diputado que llevaba más de cinco legislaturas alegaba, para justificar sus limitaciones intelectuales, que era tornero. En ese tiempo podría haber hecho una carrera, más las diarias lecciones que se reciben en el parlamento si se pone empeño y disciplina formativa; asistir a ese foro privilegiado es más que una carrera. Es lamentable tener que decir que la discusión de los presupuestos aburre a un alto porcentaje de políticos. Decíamos que uno de los problemas que encontramos, principalmente en los partidos, es que aquello de seleccionar a los más valiosos por la vía de la necesidad ha sido olvidado. Decimos de los políticos como también podríamos decir de los directivos.
Precisamente, estamos entrando en una época en la que las disputas regionales del mundo van a entrar en colisión (la escasez cambiante). ¿Podremos estar dirigidos por unas medianías que ni siquiera intuyen el conflicto que viene, creyendo que todo consiste en gestionar la cosa atendiendo a lo que marquen poderes superiores? ¿Cuántas veces no habremos oído el consabido y tranquilizador “la UE dice…”. Sin embargo, cada día que pasa se comprueba que la UE no es una (si no véase el asunto de Ucrania), y que en su seno contienden facciones muy distintas y encontradas, y con servidores muy avispados y capaces de cegar al otro. Lo mismo hay que decir respecto a EE.UU. Parece ser que Lula, en representación de varios poderes iberoamericanos va a visitar Alemania, Francia e Italia. ¿Se han enterado aquí, la que debería ser, junto a Portugal, sede europea del mencionado iberoamericanismo?
Coherencia. Quizás una de las principales necesidades si se profundiza en su sentido. Implica que hay ideas previas, que el pensamiento no es improvisado sino producto de una trayectoria; que se da una relación causa – efecto, y no el capricho, la genuflexión o el interés particular, tan particular como cambiante. Implica principios, y se relaciona con el valor ¿Cuántos proyectos valiosos no se habrán abandonado por pusilanimidad? ¿Cuántas veces la incoherencia no es sino cobardía? Vivimos en una sociedad en la que conscientemente se fomenta la blandura. No se quieren personajes recios. Un ejemplo es el de esa comprensión mediática hacia el “drama” que atraviesa la juventud por tener limitados los botellones. ¿Es ese el principal drama de su vida? ¿Qué diría Romaín Rolland, cuya divisa era “no acepto”? y que tuvo el valor de enfrentarse a todos los gobiernos y partidos, y sufrir el más radical ostracismo, para decirles que la Gran Guerra era una gran barbaridad? ¿Cuántos políticos han leído al gran premio Nobel?
Ejemplaridad. Christine Lagarde, –anterior directora del FMI–, mientras imponía a los países del mundo la congelación salarial, entre otros tipos de congelaciones, se subía ella el sueldo un catorce por ciento. Salió en la prensa. Ahora, en la actual crisis, vemos que ciertos presidentes de autonomías reclaman su subida correspondiente. Igualdad, dirán, somos funcionarios. Pero ¿es lo mismo que se congelen los sueldos cuando el agua llega al tobillo, a que se haga cuando cubre la boca? Personas así ¿cómo pueden pedir sacrificios a los demás? ¿Qué los sistemas se hunden? Por supuesto, con semejante dirección lo extraño es que no estén en un estadio peor.
A todo esto hay que preguntar al español en general ¿qué ocurre con él, que no se indigna, ni inmuta; que ríe a carcajadas, que dice en la publicidad que vive en el mejor país del mundo? A veces se hace lo que se deja hacer. Y a veces se deja hacer porque preferimos aturdirnos a informarnos y compremeternos convenientemente. En un mundo en el que las riquezas se acumulan en una desproporción escandalosa es ingenuo pensar que dios y el capital proveerán. Cada cual sabrá cómo le va y si le puede ir aún peor.
En un tiempo se justificaron los altos sueldos arguyendo que era la única forma de atraer a los más preparados y capacitados. Dudamos que lo que hoy hemos visto entre Casado, Egea y Ayuso, entre otros de otras fuerzas, responda a ese crematístico método de selección.
Luis Méndez
- https://elpais.com/elpais/2012/10/15/africa_no_es_un_pais/1350282000_135028.html
- https://es.wikipedia.org/wiki/Linchamiento_en_Estados_Unidos
- https://es.wikipedia.org/wiki/Postal_de_linchamiento
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