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¿Está echada la suerte?

Fuentes: Rebelión

«Se fracasa en la vida desde el momento en que se muere». Pierre y Eve son dos personajes soñados por Jean-Paul Sartre en la trama de La suerte está echada. El argumento es una ficción sencilla, mueren el mismo día a la misma hora y sus almas se conocen -ya etéreas e inmateriales- en un […]

«Se fracasa en la vida desde el momento en que se muere». Pierre y Eve son dos personajes soñados por Jean-Paul Sartre en la trama de La suerte está echada. El argumento es una ficción sencilla, mueren el mismo día a la misma hora y sus almas se conocen -ya etéreas e inmateriales- en un imaginario estado paralelo a la realidad tangible. Serán testigos de todo lo que pasa en el enloquecido mundo de los vivos sin poder intervenir. Espectadores omniscientes, pero espectadores muertos después de todo. Millones de almas muertas vagabundean por el relato, sin inmutarse de lo que sucede a su alrededor en el mundo verdadero al cual ya no pertenecen, contemplando el devenir de los siglos con un nihilismo que se burla de los afanes, las angustias, las alegrías, las esperanzas y los desvelos de los vivos: esos pobres ingenuos, no dimensionan que algún día, también morirán.

Pierre era obrero y conspirador. Llevaba años preparando una insurrección contra la autoridad militar. Se entera muerto que en realidad fue asesinado a traición. También se entera que todos sus compañeros serán atrapados al día siguiente, más ¿de qué sirve saberlo ahora, si acabarán, más tarde o más temprano, en el reino impotente de los muertos? Eve se da cuenta, mientras observa la escena de su propia muerte, que su esposo la envenenó para apropiarse una herencia y seducir a su hermana ¿valdría la pena prevenirla, si también acabará un día su existencia y caerá al limbo insustancial de las almas muertas? Y acaso si valiera la pena, tampoco sería posible.

Los personajes muertos contemplan a los vivos, mundo al que ya no pertenecen, con mezcla de ironía, cinismo y desazón: son producto del desencanto, que nace de la omnisciencia que lo revela todo, junto a la impotencia que lo prohíbe todo. Incluso ante la posibilidad de actuar, el resultado final será siempre el mismo: la muerte inevitable. En contraste los personajes vivos se apasionan, se juegan la existencia hasta sus últimas consecuencias y habitan una turbulencia incesante, un desvelo continuo por las cosas vanas o las causas minúsculas: se hacen matar por una mujer. Se dedican a conspirar o soñar. Se lo arriesgan todo en una revolución. Se enamoran. Se entristecen. Se insultan. Se llenan de odio. Dilapidan días y minutos valiosos, irreemplazables, tocando el acordeón en la calle a cambio de unas sucias monedas.

Sartre escenifica con sencillez el dilema existencial del ser humano. Además, aborda el tema de la omnisciencia desde una perspectiva preocupante: ¿cuál es el resultado de conocerlo todo sin poseer los medios o la voluntad con que transformarlo? Nos enfrenta a dos caminos: la impotencia o el cinismo.

En el cuento Los Inmortales Jorge Luis Borges imagina una situación análoga. Los seres que encontraron la inmortalidad alcanzan una situación tal de postración, de ausencia de conflicto, que su única motivación vital se convierte en buscar lo que perdieron: la posibilidad de morirse. Los inmortales buscan con todo su empeño la muerte, porque de lo contrario no tendrían ningún motivo para vivir. Agria paradoja.

Como los muertos de Sartre y los inmortales de Borges, nuestra civilización alcanza un punto estéril, de postración absoluta, donde la suerte está echada. Lo sabemos todo, o casi todo. ¿Sirve para algo?

Somos espectadores de un juego macabro de poderes económicos y militares, de los que se sabe que tienen la capacidad de arrasar la civilización humana en pocos segundos. Ulrich Beck creía que tener conciencia de ello nos convertía de facto en una sociedad del riesgo. Nos enteramos que nos espían, nos graban y monitorean, nos escuchan, nos observan, nos persiguen, con la misma naturalidad que sabemos que mañana amanecerá. Conocemos a precisión el impacto de nuestra huella ecológica e incluso calculamos las emisiones de gases de invernadero que hacen del planeta en un lugar insostenible para el equilibrio natural. O sabemos con certeza cuántas miles de hectáreas de bosque desaparecen de la superficie terrestre cada día, incluso cada minuto. Podemos llevar estadísticas de las especies naturales que se extinguen sin remedio, de los peces que mueren en los océanos, de la erosión de suelos antes fértiles. Computamos las cifras de los 1.000 millones de humanos que pasan hambre, hasta las discriminamos por países, por edades, por regiones geográficas, por etnias o por sus causas inmediatas: la sequía, la especulación con alimentos, el desempleo, la guerra, la ruina de los agricultores. Contabilizamos con la mayor exactitud posible las víctimas de inagotables conflictos armados en todo el globo, fabricados a la medida de las necesidades de nuestra civilización derrochadora. Podemos asistir como espectadores a esos conflictos, con el ojo cómplice y criminal de las cámaras. Tenemos la capacidad, única en la historia humana, de registrar en directo el colapso del planeta, para luego retransmitirlo. Basta un televisor, un iPhone o una conexión a internet. ¿Sirve para algo?

Cualquier análisis serio y desapasionado de las lógicas actuales de funcionamiento de la sociedad conduce a la misma conclusión obvia: la humanidad, tal como se organiza hoy, es insostenible en las próximas décadas. Sé sabe bien hacia dónde vamos, de continuar con la vorágine. Para hablar sólo de una brecha infranqueable, la dilapidación irracional de recursos energéticos y naturales, imposibles de reponer a corto plazo. La operatividad del modelo económico, que ha permitido los estándares cómodos de vida de nuestra sociedad, así como el crecimiento exponencial de la población mundial, se basa en la disponibilidad de fuentes de energía, agua y recursos biológicos que se agotan aceleradamente, o se derrochan de mil modos absurdos.

¿Sirve para algo saberlo?

He aquí la impotencia o el cinismo. No hablo de las masas drogadas en esa otra realidad ficticia de los medios de comunicación o en los afanes de la supervivencia diaria. No hablo de los millones de almas que ya están muertas en vida, soportando miles de yugos. Hablo de quienes son espectadores conscientes -pero mudos- de este desastre. Cínicos son los intelectuales, académicos, líderes, pensadores, que evitan asumir estos hechos cuando están a la vista. Eligen mirar para otro lado. Doblemente cínicos los que predican que el mundo puede seguir igual. Impotentes los que ante la angustia o desazón, no encuentran los medios de cambio. Es la paradoja: la civilización humana alcanza unos niveles de conocimiento tan grandes, que nunca había tenido más claros sus riesgos y amenazas, pero tampoco había sido más incapaz como ahora de hacerles frente. La actitud moral de nuestra sociedad, su espíritu, es la generalización del desencanto.

Como en una historia atroz imaginada por Sartre, multitudes completas de muertos en vida fungen de coro espectador a los hechos trascendentales de su propia historia, sin poder ni querer mover un dedo para cambiar el rumbo de los acontecimientos. Saben para donde van y no hacen nada.

Al otro lado están quienes se hacen matar por un hombre o una mujer, se juegan la vida escribiendo un verso, se dejan la sangre recogiendo un fruto, lo arriesgan todo por salvar un río que corre o se empeñan en decir no. De ambos lados, la suerte está echada.

[*] Fotografía de Jennifer Sepúlveda.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.