Lo malo del estío es que no hay exorcismo semanal, o sea, liga de fútbol. Ahí es donde vienen al rescate pederastas y violadores. No hay invierno sin goles galácticos ni verano sin crímenes sexuales. Unos y otros permiten conjurar los espíritus malignos. Las gentes se liberan de sus tensiones anímicas y de las presiones […]
Lo malo del estío es que no hay exorcismo semanal, o sea, liga de fútbol. Ahí es donde vienen al rescate pederastas y violadores. No hay invierno sin goles galácticos ni verano sin crímenes sexuales. Unos y otros permiten conjurar los espíritus malignos. Las gentes se liberan de sus tensiones anímicas y de las presiones laborales e hipotecarias pidiendo a gritos goles y mano dura respectivamente.
Clases sociales antitéticas, unidas durante el frío únicamente por su sobrecogimiento ante la finta de un monstruo del balón, vuelven a unirse gustosamente bajo el calor estremecidos ante la descripción de un monstruo que abusa de una criatura de dos años.
El deporte como espectáculo de masas produce sus gurús e igualmente el crimen los suyos. Criminólogos y policías dejan boquiabierto al público con sus conclusiones: el violador es un padre de familia corriente, de trato agradable y apreciado en el vecindario.
Después de ver en la televisión las noticias de agresiones diversas y las consiguientes declaraciones al respecto, incluidas las del presidente de Francia sobre la ‘castración química’, que animan aún más el cotarro, el pueblo llano pasa la calorina pidiendo la pena de muerte para los casos más graves, las madres mirando de reojo a los extraños y entre todos, quizás inadvertidamente, contribuyendo a la formación de nuevos delincuentes sexuales.
M.H. es un niño de seis años y P.G. es una niña de cuatro prima de aquél. Cada uno vive con sus padres en una población de unos dos mil habitantes en un país que está considerado una de las primeras potencias mundiales, con matrimonio entre parejas del mismo sexo y con analfabetismo inexistente. Pertenecen a la clase media acomodada.
Un día cualquiera están jugando en casa de la abuela materna. Al cabo de un rato se meten debajo de la mesa y se disponen a conocer sus cuerpos. La abuela, pequeña empresaria, que acostumbra a ir de copas con su marido y es considerada moderna en su ambiente, entra en el cuarto, les observa y a continuación les riñe enfadada: «sois unos cochinos, eso no se hace, eso es una guarrería…»
Los niños reciben su primer susto justo cuando menos lo esperan, menos lo necesitan y se quedan sin explicación alguna para sus dudas pero con temores desconocidos. Por supuesto se quedan sin cumplir su objetivo: comparar sus cuerpos, aprender mutuamente, completar con salud mental y física otra etapa de su vida.
La abuela moderna se cree en la obligación de enderezar la torcida moral sexual de las criaturas y llama a la otra abuela para ponerla al día de la depravación de la que ha sido testigo. Ésta no va a ser menos y para poner su granito de arena educativo llama a su hijo, el papá del niño, para ponerle al corriente del terrible suceso. Éste, en el comienzo de su treintena, monta en cólera, llama a su mujer y la riñe: «esto pasa porque dejas al niño solo», «esto es que el niño habrá visto alguna película»… y otras simplezas similares.
A la salida del trabajo acude a casa de la abuela donde riñe a toda la que se pone por delante. Dice a la mamá de la niña: «tu hija es la culpable porque mi hijo es incapaz de una cosa así», «tu hija es una mala sujeta», que en castellano de esa comarca significa una puta. Añade que se encargará de que los dos primos no vuelvan a verse jamás y aconseja a la mamá que vigile a la niña pues es conocida en el pueblo por ser muy revoltosa.
Una vez que ha dejado claro sus principios éticos ante la familia y el ancho mundo, pues en el pueblo se sabrá pronto quién es él y cómo trata esos asuntos ante la manifiesta incapacidad de las hembras que le rodean, se encara con el pequeño y le arrea unos cuantos bofetones mientras le larga otras tantas admoniciones que terminan por provocarle el vómito y el llanto respectivamente.
Esto es sólo el principio, al niño le faltan otras etapas que culminar en su sexualidad si es que el castigo físico y psicológico sufrido no le ha incapacitado para progresar por ellas. Unos días más tarde P.G. juega sola con dos muñecas. A una le dice con una sonrisa que es una buena hija y a la otra amenazante que es una mala sujeta. Ya ha aprendido su lección, esta vez sin necesidad de golpes.
Visto lo visto cabe prever que la sexualidad de gran parte de los M.H. y P.G. del pueblo se formará entre miedos, fobias, castigos, repugnancias, misterios y penalidades que muchos lograrán superar con suerte y otros con dolor y valor, mientras que quizás alguno se quede atascado y se convierta en pasto de titulares veraniegos.
Es difícil saber si este padre necio, que traslada so capa de superioridad ética una notable miseria moral a su propio hijo de seis años, por no mencionar a la puta de cuatro, si esta abuela pacata, si esas mamás pusilánimes, son representativos de las familias españolas. El rancio machismo que conforma las mentes de esos adultos, víctimas ellas y victimarios ellos, muchas veces complementarios en sus relaciones y hasta cómplices respecto de los hijos no lo explica todo.
Otro matrimonio del mismo pueblo sin relación con el anterior, recientemente padres por segunda vez, bautiza a su segundo hijo porque, como explica la madre, «ha nacido sucio y el bautismo le va a purificar». ¿De dónde ha sacado una madre de veintitantos años en el siglo XXI que el fruto de sus entrañas es algo sucio?
En el pueblo no hay centro juvenil, el centro cultural lleva años en construcción, la biblioteca ha estado cerrada otros tantos hasta que abrió el año pasado. A cambio hay diez establecimientos de comida y bebidas, o sea, bares, restaurantes y discotecas que se mantienen abiertos y concurridos muchas horas a lo largo del día. También hay dos iglesias. A los niños que consigan eludir a un padre ‘castrador’, la Santa Madre Iglesia les recordará que son pecadores para que nunca escapen del estigma.