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Una lectura a partir de Poulantzas

Estado, democracia y socialismo

Fuentes: Rebelión

Conferencia dictada por el Vicepresidente Álvaro García Linera, en la Universidad de la Sorbona de París, en el marco del «Coloquio Internacional dedicado a la obra de Nicos Poulantzas: un marxismo para el siglo XXI», realizado el 16 de enero de 2015. —- La obra intelectual de Nicos Poulantzas está marcada por lo que podríamos […]

Conferencia dictada por el Vicepresidente Álvaro García Linera, en la Universidad de la Sorbona de París, en el marco del «Coloquio Internacional dedicado a la obra de Nicos Poulantzas: un marxismo para el siglo XXI», realizado el 16 de enero de 2015.

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La obra intelectual de Nicos Poulantzas está marcada por lo que podríamos denominar como una trágica paradoja. Él fue un marxista que pensó su época desde la perspectiva de la revolución, en un momento en el que los procesos revolucionarios se clausuraban o habían derivado en la restauración anómala de un capitalismo estatalizado. Sin duda, fue un marxista heterodoxo brillante y audaz en sus aportes sobre el camino hacia el socialismo, en un tiempo en el que justamente el horizonte socialista se derrumbaba como símbolo y perspectiva movilizadora de los pueblos.

Me gustaría detenerme en dos conceptos claves e interconectados del marxismo poulantziano, que nos permiten pensar y actuar en el presente: el Estado como relación social, y la vía democrática al socialismo.

Estado y principio de incompletitud gödeliana

En relación al primer punto (el Estado como relación social), no cabe duda que uno de los principales aportes del sociólogo marxista francés, es su propuesta de estudiar al Estado como una «condensación material de relaciones de fuerzas entre clases y fracciones de clases» [ii] . Pues claro, ¿acaso no se elige al poder ejecutivo y legislativo con los votos de la mayoría de la población, de las clases dominantes y dominadas? Y aunque, por lo general, los sectores populares eligen por sufragio a representantes de las élites dominantes, ¿acaso los elegidos no adquieren compromisos respecto a sus electores? ¿Acaso no existen tolerancias morales aceptadas por los votantes, que marcan los límites de acción de los gobernantes y cuyas transgresiones generan migraciones hacia otros candidatos o hacia movilizaciones sociales?

Cierto marxismo de cátedra sostenía que los sectores populares vivían perpetuamente engañados por el efecto de la «ilusión ideológica» organizada por las clases dominantes, o que el peso de la tradición de la dominación era tan fuerte en los cuerpos de las clases populares, que ellas solo podían reproducir voluntaria e inconscientemente su dominación. Definitivamente esto no es cierto. Pensar lo primero deriva inevitablemente en la suposición de que las clases populares son tontas a lo largo de toda su vida e historia; entonces, casi por definición, lo que constituye al menos una forma de biologizar la dominación, clausura cualquier posibilidad de emancipación. Por otra parte, la tradición tampoco es omnipresente, pues de serlo, las nuevas generaciones solamente deberían replicar lo hecho por las anteriores, y por consiguiente la historia sería una perpetua repetición del inicio de la historia. En ese caso, ¿cómo podríamos entender, por ejemplo, el que hoy vivamos en ciudades, a diferencia de nuestros antepasados, que vivían en cuevas? El sobredimensionamiento de la tradición es incorrecto, ya que aunque sin duda ella impregna y guía todas nuestras actitudes y posibilidades, nunca clausura las opciones nuevas que pueden aflorar. El papel de la tradición en la historia se puede entender perfectamente haciendo referencia al Teorema de Incompletitud gödeliano [iii] , de la siguiente manera: si así como demuestra Gödel en los sistemas formales de la aritmética, suponiendo un conjunto de axiomas no contradictorios, existen enunciados que no pueden demostrarse ni refutarse a partir de esos axiomas; en el abanico de infinitas posibles acciones humanas emergentes de las condiciones previas de las personas (de la tradición), hay opciones humanas y posibilidades históricas que no dependen ni derivan directamente de esa tradición. Y eso es lo que permite explicar el hecho de que la sociedad se transforma permanentemente a sí misma a pesar del peso histórico de las relaciones de dominación. La tradición de las relaciones de dominación que guían el comportamiento de las nuevas generaciones, dominantes y dominadas, a reproducir incesantemente esas relaciones de dominación, tienen espacios («enunciados») que no se derivan de esa dominación, que no reproducen la dominación. Se trata de espacios de incertidumbre, de grietas intersticiales que escapan a la reproducción de la dominación y por los cuales emergen las esperanzas, los «enunciados» portadores de un nuevo orden social que pueden afectar al resto de los «enunciados» y «axiomas» (la tradición de la dominación), hasta transformarlos por completo. Se trata de lo que podríamos denominar el principio de incompletitud histórica, que deja abierta la posibilidad de la innovación, la ruptura y el quiebre, o, en otras palabras, de las revoluciones.

Entonces, queda claro que ni las clases populares son tontas ni la realidad es únicamente una ilusión, y tampoco la tradición es omnipresente. En medio de engaños, imposturas y herencias de dominación asumidas, la gente del pueblo también opta, escoge, aprende, conoce, decide y, por ello, elige a unos gobernantes y a otros no; reafirma su confianza o revoca sus esperanzas. Y así, en esta mezcla de dominación heredada y de acción decidida, los sectores populares constituyen los poderes públicos, forman parte de la trama histórica de las relaciones de fuerzas de esos poderes públicos, y cuando sienten que son burlados, se indignan, se asocian con otros indignados, y si ven oportunidad de eficacia, se movilizan; además, si su acción logra condensarse en la esperanza colectiva de un porvenir distinto, transforman sus condiciones de existencia.

Estas movilizaciones muchas veces se disuelven ante la primera adversidad o el primer logro; otras veces se expanden, generan adhesiones, se irradian a los medios de comunicación y generan opinión pública; mientras que en ciertas ocasiones, dan lugar a un nuevo sentido común. Y cuando esas demandas logran materializarse en acuerdos, leyes, presupuestos, inversiones, reglamentos, se vuelven materia de Estado.

Justamente esto es el Estado: una cotidiana trama social entre gobernantes y gobernados, en la que todos, con distintos niveles de influencia, eficacia y decisión, intervienen en torno a la definición de lo público, lo común, lo colectivo y lo universal.

Ya sea como un continuo proceso de monopolización de la coerción, de monopolización del uso de los tributos, de monopolización de los bienes comunes, de monopolización de los universales dominantes, de monopolización de la redacción y gestión de la ley que abarcará a todos; o como institución de derechos (a la educación, a la salud, a la seguridad, al trabajo y a la identidad), el Estado −que es precisamente todo lo anterior en proceso− es un flujo, una trama fluida de relaciones, luchas, conquistas, asedios, seducciones, símbolos, discursos que disputan bienes, símbolos, recursos y su gestión monopólica. El Estado definitivamente es un proceso, un conglomerado de relaciones sociales que se institucionalizan, se regularizan y se estabilizan (por eso «Estado», que tiene que ver con estabilidad), pero con la siguiente particularidad: se trata de relaciones y procesos sociales que institucionalizan relaciones de dominación político-económica-cultural-simbólica para la dominación político-económica-cultural-simbólica. El Estado es en casos una institución, una máquina de procedimientos, pero esa máquina de procedimientos, esa materialidad son relaciones, flujos de luchas cosificados que objetivizan la cualidad de las relaciones de fuerza de esos flujos y luchas sociales.

La sociedad, el Estado y sus instituciones son como la geografía apacible de una campiña. Parecen estáticas, fijas, inamovibles. Pero eso solo es la superficie; por debajo de esa geografía hay intensos y candentes flujos de lava que circulan de un lugar a otro, que se sobreponen unos frente a otros y que van modificando desde abajo la propia topografía. Y cuando vemos la historia geológica, con fases de duración de millones de años, vemos que esa superficie fue trabajada, fue fruto de corrientes de lava ígnea que brotaron sobre la superficie arrasando a su paso toda la anterior fisonomía, creando en su flujo, montañas, valles, precipicios; que con el tiempo, se solidificaron dando lugar a la actual geografía. Las instituciones son igual que la geografía: solidificaciones temporales de luchas, de correlaciones de fuerza entre distintos sectores sociales, y de un estado de esa correlación de fuerza que, con el tiempo, se enfrían y petrifican como norma, institución, procedimiento. En el fondo, las instituciones nacen de luchas pasadas y con el tiempo olvidadas y petrificadas; en sí mismas son luchas objetivadas, pero además, sirven a esas luchas, expresan la correlación de fuerzas dominante de esas luchas pasadas y que ahora, con el olvido funcionan como estructuras de dominación sin aparecer como tales estructuras de dominación. Se trata de una doble eficacia de dominación: son fruto de la dominación para la dominación; pero dominan, con el tiempo, sin aparecer como tales estructuras de dominación.

El Estado como proceso paradojal: materia e idea, monopolización y universalización

Por lo tanto, el Estado es un conglomerado de instituciones paradojales. En primer lugar, representa relaciones materiales e ideales; en segundo lugar, es un proceso de monopolización y de universalización. Y en esta relación paradojal es donde anida el secreto y el misterio efectivo de la relación de dominación.

Decimos que el Estado es materia, porque cotidianamente se presenta ante el conjunto de las y los ciudadanos como instituciones en las que se realizan trámites o certificados, como leyes que deben ser cumplidas a riesgo de sufrir sanciones, y como procedimientos a seguir para alcanzar reconocimientos o certificaciones, por ejemplo, educativas, laborales, territoriales, etc. Además, el Estado materialmente se presenta también como tribunales, cárceles que recuerdan el destino del incumplimiento de la legalidad, ministerios donde se hacen llegar los reclamos y se exigen derechos, etc. Pero por otra parte, el Estado asimismo es idea y símbolo. De hecho, es más idea y símbolo que materia, y es el único lugar del mundo donde la idea antecede a la materia porque la idea-fuerza, la propuesta social, el proyecto de gobierno, la enunciación discursiva triunfante en la trama de discursos que define el campo social, devienen en materia estatal, en ley, decreto, presupuesto, gestión, ejecución, etc.

El Estado está constituido por un conjunto de saberes aprendidos sobre la historia, la cultura, las ciencias naturales o la literatura. Pero el Estado también representa las acreditaciones que validan las jerarquías militares, educativas o sociales detrás de las cuales organizamos nuestras vidas (sin saber bien de dónde vinieron); los miedos, las prohibiciones, los acatamientos respecto a lo socialmente correcto y lo socialmente punible; las aceptaciones a los monopolios reguladores de la civilidad; las tolerancias a la autoridad policial o civil; las resignaciones ante las normas que regulan los trámites, los derechos, las certificaciones; los procedimientos legales, financieros o propietarios, aprendidos, asumidos y acatados; las señalizaciones entendidas sobre lo debido o indebido; la organización mental preparada para desenvolverse exitosamente en medio de todas esas señalizaciones sociales rutinarias; la cultura interiorizada por la escuela, por los rituales cívicos, por los reconocimientos instituidos y reconocidos como tales; todo eso es el Estado. Y en ese sentido, se puede decir que significa una manera de conocer el mundo existente y de desenvolverse en éste tal como ha sido instituido; de saber traducir en acción posible los símbolos del orden dominante instituido y saber desenvolver las acciones individuales o colectivas, ya sea como obreros, campesinos, estudiantes o empresarios, según esas cartas de navegación social que están inscritas en las oficinas, las escuelas, las universidades, el Parlamento, los tribunales, los bancos, etc.

El Estado es el constante proceso de estabilización de las relaciones existentes (relaciones de dominación) en los cuerpos y marcos de percepción y de organización práctica del mundo de cada persona; es la constante formación de las estructuras mentales con las que las personas entienden el mundo existente y con las cuales actúan ante ese mundo percibido. Estado son, por tanto, las estructuras mentales, los esquemas simbólicos, los sistemas de interpretación del mundo que hacen que cada individuo sea uno con capacidad de operar y desenvolverse en ese mundo, que claramente está jerarquizado pero que al haberse hecho esquema de interpretación y acción posible en el cuerpo de cada persona, deja de ser visto como extraño y más bien deviene como un mundo «naturalizado» por el propio sistema de organización ideal del mundo objetivado en la mente y el cuerpo de cada individuo. Por lo tanto, el Estado es también un conjunto de ideas, saberes, procedimientos y esquemas de percepción, que viabilizan la tolerancia de las estructuras de autoridad instituidas. En cierta medida, se podría decir que el Estado es la manera en que la realidad dominante escribe su gramática de dominación en el cuerpo y en la mente de cada persona, en el cuerpo colectivo de cada clase social; y a la vez representa los procedimientos de producción simbólica, discursiva y moral con los que cada persona y cada cuerpo colectivo se mira a sí mismo y actúa como cuerpo en el mundo. En ese sentido, se puede decir que el Estado es materia y es idea: 50 % materia, 50 % idea.

De la misma forma, en el otro eje de su dimensión paradojal, el Estado es un constante proceso de concentración y monopolización de decisiones, y a la vez un proceso de univerzalización de funciones, conocimientos, derechos y posibilidades.

El Estado es monopolio de la coerción (tal como lo estudió Weber [iv] ), pero también proceso de monopolización de los tributos (tal como fue estudiado por Norbert Elias [v] ), de las certificaciones educativas, de las narrativas nacionales, de las ideas dominantes, es decir, de los esquemas de percepción y acción mental con los que las personas entienden y actúan en el mundo; en otras palabras, es proceso de monopolización del sentido común, del orden simbólico [vi] , o siguiendo a Durkheim [vii] , de los principios morales y lógicos con los que las personas son lo que son en el mundo. La monopolización constante de los saberes y procedimientos organizativos del orden social, es la principal cualidad visible del Estado. Se trata de una monopolización de los principios organizativos de la vida material y simbólica de la sociedad.

Sin embargo, no puede existir monopolio legítimo (cualidad primaria del Estado), sin socialización o universalización de los procedimientos, saberes, conquistas, derechos, e identidades. La alquimia social funciona de tal modo que la apropiación de los recursos (coerción, tributos, saberes, etc.), solo puede funcionar mediante la comunitarización general de ellos. En cierta medida, el Estado es una forma de comunidad, ya sea territorial, lingüística, educativa, histórica, mental, espiritual y económica; no obstante, esa comunidad solamente puede constituirse en tanto se instituye para ser simultáneamente usurpada y monopolizada por unos pocos. El Estado es un proceso histórico de construcción de lo común, que ni bien está en pleno proceso de constitución como común, como universal, simultáneamente es monopolizado por algunos (los gobernantes); produciéndose precisamente un monopolio de lo común. El Estado no representa un monopolio de los recursos privados, sino un monopolio de los recursos comunes, de los bienes comunes; y justamente en esta contradicción se encuentra la clave del Estado, es decir, de la dominación social.

El Estado solo puede producirse en la historia contemporánea si produce (como fruto de las luchas y de las relaciones sociales) bienes comunes, recursos pertenecientes a toda la sociedad, como la legalidad, la educación, la protección, la historia cívica, los aportes económicos para el cuidado de los demás, etc.; pero este común únicamente puede realizarse si al mismo tiempo de producirse, también se inicia el proceso de su monopolización, su concentración y su administración por unos pocos que, al realizar esa monopolización, consagran la existencia misma de los bienes comunes. Ahora bien, no puede existir una dominación impune. Ya que los bienes comunes son creados, permanentemente ampliados y demandados, pero solo existen si son a la vez monopolizados; todo ello no puede suceder como una simple y llana expropiación privada; de hacerlo, entonces el Estado dejaría de ser Estado y devendría en un patrimonio de clase o de casta, perdiendo legitimidad y siendo revocado.

El Estado será Estado, o en otros términos, la «condensación de correlación de fuerzas» poulantziana devendrá en una institución duradera de dominación (en Estado), solamente en la medida en que los monopolizadores de esos bienes comunes sean capaces de gestionar a su favor ese monopolio, haciéndoles creer, entender y aceptar a los demás que esos bienes comunes monopolizados en su gestión, son bienes comunes que favorecen también al resto (a los creadores y partícipes de esos bienes comunes). Allí radica el secreto de la dominación: en la creencia experimentada de una doble comunidad, monopolizada en su administración por unos pocos, dejando por tanto de ser una comunidad real, para convertirse en lo que Marx llamaba una «comunidad ilusoria» [viii] , pero comunidad al fin.

La dominación estatal es la correlación de fuerzas sociales que instala en la vida cotidiana y en el mundo simbólico de las personas, una doble comunidad ilusoria. Por una parte, la comunidad de los bienes comunes que da lugar a los bienes del Estado, a saber, los tributos comunes (es decir, la universalización de la tributación), la educación común (es decir, la universalización de la educación escolar y universitaria), los derechos de ciudadanía (es decir, la universalización de los derechos jurídicos, sociales, políticos), las instituciones y las narrativas comunes (es decir, la universalidad de la comunidad nacional), los esquemas morales y lógicos de la organización del mundo (es decir, la universalización del sentido común y el orden simbólico de la sociedad). Nos referimos a bienes comunes construidos para todos (primera comunidad), pero que son organizados, propuestos y liderizados por unos pocos (primer monopolio); aunque a la vez, estos bienes comunes son repartidos y distribuidos para ser de todos los miembros del Estado (segunda comunidad), no obstante esa distribución es al mismo tiempo gestionada y regulada por unos pocos para que solo ellos puedan usufructuar en mayor cantidad, con mayor facilidad, y con capacidad real de decisión y administración, de ella (segundo monopolio).

Así, el Estado se presenta como un proceso de regulación jerarquizada de los bienes comunes. Únicamente podemos hablar de Estado (comunidad) cuando existen bienes comunes que involucran a toda la sociedad; pero esa comunidad solo puede gestionarse y usufructuarse de manera jerarquizada, y hasta cierto punto solamente si es expropiada por unos pocos (monopolio). De ahí que Marx haga referencia al Estado adecuadamente como una «comunidad ilusoria», pues el Estado es una relación social de fuerzas de construcción de bienes comunes que son monopolizados y usufructuados, en mejores condiciones, por unos pocos. Allí radica no solo la legitimidad del Estado, sino la legitimación o la naturalización de la dominación.

A ello se debe la continua fascinación hacia el Estado por parte de los distintos grupos sociales y especialmente de los proyectos emancipatorios de las clases plebeyas; en el fondo ahí está la búsqueda de la comunidad. Pero también ahí se encuentra la continua frustración de los proyectos, mientras no sean capaces de superar lo ilusorio de esa comunidad, a saber, la monopolización de la gestión y producción de la comunidad.

El proceso social llamado Estado es un proceso de formación de las hegemonías o bloques de clase; es decir, de la capacidad de un bloque histórico de articular en su proyecto de sociedad, a las clases que no son parte dirigente de ese proyecto. Sin embargo, en la lucha por el poder de Estado siempre existe una dimensión emancipadora, un potencial comunitario que deberá develarse al momento de la confrontación con las relaciones de monopolización que anidan en el proyecto o voluntad estatal.

Del fetichismo de la mercancía, al fetichismo del Estado (forma dinero y forma Estado)

Como se ve, el Estado no solo es una relación contradictoria de fuerzas por la misma diversidad de fuerzas e intereses que se confrontan, sino que también una relación contradictoria por la lógica de su mismo funcionamiento; en ese sentido, es materia y es idea, es monopolio y es universalismo. Y en la dialéctica sin fin de esas contradicciones radica también la clave de la conducción de las contradicciones de clase que se anudan en la relación Estado. Esa «comunidad ilusoria» (que es el Estado) es una contradicción en sí misma, pero una contradicción que funciona, y que solo puede realizarse en la misma contradicción como un proceso de construcción de Estado. Y esta magia paradojal solo puede funcionar a través de la acción de toda la sociedad, con la participación de todas las clases sociales, y para la propia acción y, generalmente, inacción, de ellas.

Para existir, el Estado debe representar a todos, pero solo puede constituirse como tal, si lo hace como un monopolio de pocos; y a la vez, si quiere afianzar ese monopolio, no puede menos que ampliar la preservación de las cosas comunes, materiales, ideales o simbólicas, de todos. En ese sentido, el Estado se asemeja en su funcionamiento al dinero. En tanto monopolio, el Estado no puede estar en manos de todos, al igual que el dinero, que siendo distinto a cualquier valor de uso o producto concreto del trabajo humano, no se parece en nada a ninguno de ellos, con los que se mide y se intercambia. Sin embargo, el Estado solo puede ser Estado si garantiza la universalidad, un ser íntimo común a todos, un mínimo de bienes comunes para todos; lo mismo pasa con el dinero, que únicamente puede ser el equivalente general de todos los productos y garantizar la realización social de los valores de uso (de las mercancías), debido a que tiene algo que es común a cada uno de ellos independientemente de su utilidad: el trabajo humano abstracto (la universalidad del trabajo).

El dinero puede cumplir una función social necesaria: ser el medio para el intercambio entre los productores, de sus respectivos productos de su trabajo, porque representa algo común a todos esos productos: el trabajo humano abstracto. Igualmente, el Estado cumple una función social necesaria: reunir y unificar a todos los miembros de una sociedad en torno a una comunidad territorial, porque gestiona los bienes comunes a todos ellos. Sin embargo, el dinero cumple su función únicamente sustituyendo el encuentro directo entre los productores, y apelando a una abstracción común de las cualidades concretas de los productos: el trabajo humano abstracto; al final, los productores que intercambian sus productos para satisfacer sus necesidades, lo hacen a partir de una abstracción y no a partir de sí mismos, ni tampoco por el control común sobre los productos de sus trabajos o por ser partícipes de una producción directamente social. La relación entre las personas está mediada por una abstracción (el trabajo humano abstracto), que a la larga es la que dirige y la que se sobrepone a los propios productores directos, dominándolos. Esto significa que los seres humanos se encuentran dominados por su propia obra, y así, el trabajo humano abstracto (el valor de cambio) se convierte en una entidad «altamente misteriosa» [ix] , que domina la vida de sus propios productores. Esto es lo que es el capitalismo en esencia.

Este mismo proceso de mistificación se presenta con el Estado. Existe la necesidad de la universalidad de las relaciones entre las personas, de la interdependencia y asociatividad en el terreno de la vida cotidiana, de los derechos, de la producción, de la cultura entre los miembros de la sociedad; mas, hasta el presente, esa asociatividad y esa comunidad no se ha materializado, de manera directa, como una «libre asociación de los propios productores» (Marx), sino mediante la producción monopolizada o la administración monopólica de los bienes comunes (materiales e inmateriales), de los derechos sociales de las identidades y coerciones, por parte de un bloque de la sociedad que deviene en bloque dirigente y dominante. En el fondo, las hegemonías duraderas también son formas de estatalidad de la sociedad.

La universalidad y la comunidad son una necesidad social, humana. Pero esa comunidad, desde la disolución de la comunidad agraria ancestral, hasta nuestros días, solo se ha presentado bajo la forma de su administración monopólica; es decir, bajo la forma de un bloque dirigente institucionalizado como Estado. Y al igual que la abstracción del dinero, esta relación de universalización monopolizada, de bienes comunes monopolizados por pocos, llamada Estado, también ha devenido en una relación-institución superpuesta a la propia sociedad, que adquiere vida propia, no solo en la vida cotidiana de las personas, sino en la propia vida intelectual y política. En el fondo, el «Estado-instrumento» de las izquierdas del siglo XX es un efecto de esta fetichización de la relación social concebida como cosa con vida propia.

Pero, ¿por qué las personas no pueden intercambiar directamente los productos de sus trabajos a partir de las cualidades concretas de éstos, teniendo que apelar a la forma dinero que a la larga se autonomiza y domina a los propios productores? Esa es en el fondo la gran pregunta cuya respuesta atraviesa los tres tomos de El capital de Marx. Y esa pregunta es completamente isomorfa a la siguiente: ¿por qué las personas no pueden construir una comunidad en sus quehaceres diarios, educativos, culturales, económicos y convivenciales, tienen que hallarla en el proceso de monopolización de los bienes comunes, es decir, en el Estado?

La forma dinero tiene pues la misma lógica constitutiva que la forma Estado, e históricamente ambas corren paralelas alimentándose mutuamente. Tanto el dinero como el Estado, recrean ámbitos de universalidad o espacios de socialidad humanas. En el caso del dinero, permite el intercambio de productos a escala universal, y con ello facilita la realización del valor de uso de los productos concretos del trabajo humano, que se plasma en el consumo (satisfacción de necesidades) de otros seres humanos. No cabe duda que ésta es una función de socialidad, de comunidad. Sin embargo, se la cumple a partir de una abstracción de la acción concreta de los productores, validando y consagrando la separación entre ellos, que concurren a sus actividades como productores privados. La función del dinero emerge de esta fragmentación material de los productores-poseedores, la reafirma, se sobrepone a ellos y, a la larga, los domina en su propia atomización/separación como productores-poseedores privados; aunque únicamente puede hacer todo ello, puede reproducir este fetichismo, porque simultáneamente recrea socialidad, sedimenta comunidad, aun cuando se trata de una socialidad abstracta, de una «comunidad ilusoria» fallida, pero que funciona en la acción material y mental de cada miembro de la sociedad. De la misma forma, el Estado cohesiona a los miembros de una sociedad, reafirma una pertenencia y unas tenencias comunes a todos ellos, pero lo hace a partir de una monopolización-privatización del uso, gestión y usufructo de esos bienes comunes.

En el caso del dinero este proceso acontece porque los productores no son partícipes de una producción directamente social, que les permitiría acceder a los productos del trabajo social sin la mediación del dinero, sino como simpe satisfacción de las necesidades humanas. En el caso del Estado este proceso acontece porque los ciudadanos no son miembros de una comunidad real de productores, que producen sus medios de existencia y de convivencia de manera asociada, y que se vinculan entre sí de manera directa, sino que lo hacen mediados por el Estado. Por ello, podemos afirmar que la lógica de las formas del valor y del fetichismo de la mercancía, descrita magistralmente por Marx en el primer tomo de El capital [x] , es sin duda la profunda lógica que también da lugar a la forma Estado, y a su fetichización [xi] .

En esta conversión continua del Estado como condensación de los bienes, de los derechos, de las instituciones universales que atraviesan a toda sociedad, que simultáneamente es monopolizada y concentrada por unos pocos −pues si no, no sería Estado−, radica la clave del misterio del «fetichismo de la dominación».

Al final, el Estado, sus aparatos y sus centros de emisión discursiva, de educación, persuasión y coerción, están bajo el mando de un conglomerado reducido de la sociedad (por eso, es un monopolio), cuyo monopolio solo puede actuar si a la vez interactúa como adhesión, fusión y colaboración con los poseedores de otros monopolios del dinero, de los medios de producción y, ante todo, con la inmensa mayoría de la población que no posee monopolio alguno, pero que debe sentirse beneficiada, protegida y guiada por esos detentadores del monopolio estatal.

La subversión intersticial

Cuando Poulantzas nos dice que el Estado es una relación entre las clases poseedoras y una relación con las clases populares, no solo está criticando la lectura del Estado como cosa, como aparato externo a la sociedad, que fue la que dio origen a las fallidas estrategias elitistas o reformistas de destrucción o de ocupación del Estado que supusieron, en ambos casos, la consagración de nuevas élites dominantes, ya sea por la vía armada o la vía electoral.

Pero además, Poulantzas también nos está invitando a reflexionar sobre el Estado como una relación que busca la dominación, y no como el punto de partida para explicar las cosas y establecer estrategias revolucionarias; más bien como el punto de llegada de complejos procesos y luchas sociales que dan lugar, precisamente, a la dominación. Entonces, la dominación no es el punto de partida para explicar la sociedad, sino por el contrario, el proceso, el devenir, el continuo artificio social lleno de posibilidades, a veces, de incertidumbres tácticas, de espacios huecos de la dominación, que son precisamente los espacios que habilitan la posibilidad de la emancipación o la resistencia.

Si como sostienen el reformismo y el ultraizquierdismo, el Estado es una máquina monolítica al servicio de una clase y, encima, el garante de la dominación ya consagrada, entonces, no existe un espacio para la posible liberación a partir de los propios dominados. Y de ser así, la emancipación solo puede venir pues de la mano de una «vanguardia» consciente e inmunizada contra las ilusiones de la dominación; es decir, de ciertos iluminados y especialistas que se encontrarían al margen de la dominación que aplasta los cerebros de las clases populares. Pero ¿cómo es que estos iluminados se pueden mantener al margen de la dominación?, ¿cómo es que no forman parte de la sociedad, ya que solo así se explica que no sean parte de la trama de la dominación? He ahí el gran misterio que los denominados artífices de las vanguardias nunca han podido responder para darle un mínimo de seriedad lógica a sus postulados.

Siguiendo ese razonamiento, la sustitución de clases y la emancipación de las clases populares solo podría venir desde «afuera» y no por obra de las propias clases populares; peor aún, solamente surgiría desde afuera de la sociedad, desde una especie de meta-sociedad que anidaría en los cerebros impolutos de una vanguardia. Ese fue justamente el discurso metafísico y el fallido camino del marxismo dominante del siglo XX y de las llamadas revoluciones socialistas, el horizonte derrotado por la victoria neoliberal mundial de fines del siglo XX. En ese sentido, repensar el marxismo vivo para el siglo XXI, el socialismo en nuestros tiempos, requiere superar esa trampa instrumentalista del Estado; y precisamente ahí se encuentra el aporte de Nicos Poulantzas.

En ese sentido, si la dominación no es el punto de partida para explicar el mundo, sino un proceso que se está creando a diario, que tiene que actualizarse y verificarse a diario, eso significa que ella no es un destino fatal o ineluctable. Justamente, es en los huecos de la dominación, en los intersticios del Estado y en su cotidiana incertidumbre de realización, que se encuentra, anida y surge la posibilidad de la emancipación. Tal como lo muestra la historia de las verdaderas revoluciones, en medio de la pasividad, de la tolerancia consuetudinaria de las clases menesterosas, de las complicidades morales entre gobernantes y gobernados, es que de pronto algo salta, una memoria de organización se gatilla, las tolerancias morales hacia los gobernantes estallan, los viejos discursos de orden ya no convocan, y nuevos idearios e ideas (anteriormente marginales) comienzan a seducir y convocar cada vez a más personas. La dominación se quiebra desde el interior mismo del proceso de dominación.

El Estado como monopolio de decisiones universalizantes, se ve interpelado desde adentro. Es como si su fundamento escondido de comunidad deseada emergiera en las expectativas de la población, dando lugar a la irrupción de voluntades colectivas que se reapropian de las capacidades de deliberación, imaginación y decisión; surgen esperanzas prácticas de maneras distintas de gestionar lo común. Ciertamente, a veces esas acciones prácticas se proyectan a otros representantes que simplemente reactualizan el funcionamiento de los viejos monopolios estatales con nuevos rostros. Pero si a pesar de ello, en el horizonte comienzan a despuntar nuevas creencias movilizadoras que alimentan el entusiasmo social (al principio, en pequeños sectores, luego, en regiones, y tal vez más tarde, a nivel nacional). Y cuando este despertar social no solo se condensa en nuevas personalidades elegidas, sino que revoca a las viejas élites representantes y desborda la representación electoral con nuevas formas de participación, de movilización extraparlamentaria, plebeya y, encima, busca sustituir los profundos esquemas mentales con los que la gente organiza moral y lógicamente su vida cotidiana. Cuando todo ello sucede, estamos ante procesos revolucionarios que afectan la estructura misma de las jerarquías sociales en la toma de decisiones, que diluye las viejas certidumbres sobre el destino, y lanza a la gente a participar y a creer en otras maneras de gestionar los asuntos comunes. En otras palabras, estamos ante una crisis general de Estado, cuya resolución solo puede transitar por dos vías: por una restauración de las viejas creencias o relaciones de fuerzas, o por unas nuevas relaciones de fuerza, creencias movilizadoras y modos de participación, es decir, por una nueva forma estatal, cuyo grado de democratización social dependerá de la propia capacidad con la que los subalternos sean capaces de sostener, en las calles y en las instituciones, la participación en la gestión de lo común.

La lectura relacional del Estado propuesta por Poulantzas nos permite esa reflexión, pero también una crítica a lo que podríamos denominar «la propuesta abdicante respecto al poder de Estado», que aunque se mostraba débil en los tiempos del sociólogo griego, hoy en día está muy de moda en ciertos sectores de la izquierda desesperanzada.

Aquellos que proponen «cambiar el mundo sin tomar el poder» [xii] , suponen que las luchas populares, los saberes colectivos, los esquemas de organización del mundo, y las propias identidades sociales (nacionales o comunitarias), están al margen del Estado; cuando en realidad se trata de organizaciones de saberes e identidades, en unos casos, constituidos frente al Estado, pero reafirmados y legitimados precisamente por su eficacia ante y en el Estado, cuyos logros están inscritos como derechos de ciudadanía en el propio armazón material estatal. Y, en otros casos, promovidos desde el Estado, pero cuya eficacia radica en su capacidad de articular expectativas y necesidades colectivas, y que al hacerlo se convierten en hábito o memoria práctica de los propios sectores populares.

Esta lectura abdicante del poder, en realidad constituye la contraparte de la lectura instrumental del Estado, pues al igual que esta última supone que la sociedad y las clases subalternas construyen su historia al margen del Estado, y que éste existe al margen y por encima de las clases subalternas. Olvidan que en realidad el Estado no solo condensa la propia subalternidad de las clases, sino que es la subalternidad misma en estado institucional y simbólico; pero adicionalmente, el Estado también es la comunidad social, los logros comunes, los bienes colectivos conquistados, aunque bajo una forma fetichizada.

«Cambiar el mundo sin tomar el poder» es pensar que el poder es una propiedad y no una relación, que es una cosa externa a lo social y no un vínculo social que nos atraviesa a todos. En ese tipo de razonamiento y visión se deja inerme a las clases subalternas ante la realidad de su propia historia, de sus propias luchas por construir bienes comunes, de sus propias complicidades inertes con la estatalidad constituida. Es así entonces que «cambiar el mundo» deviene en una tarea de los «puros», de los «no contaminados», de los que no usan dinero, de los que no compran en los mercados, de los que no estudian en las instituciones estatales, de los que no cumplen las leyes; en otros términos, de los que están más allá de la sociedad, que se les presenta como «impura», «contaminada» o «falseada». De ahí que lo que intentan hacer es una revolución social sin sociedad, o construir otro mundo sin los habitantes reales del mundo. No entienden que la sociedad real, que el mundo social real, ha construido la estatalidad con sus logros y sus desdichas, ha labrado los bienes comunes y ha asistido a la expropiación silenciosa de esos bienes comunes suyos. Y que, si en algún momento ha de haber una revolución, ésta ha de ser hecha por esas personas «contaminadas» y estatalizadas que en un momento de su vida colectiva se sienten asfixiadas con esos monopolios de lo suyo, se sienten estafadas por los monopolizadores de sus bienes comunes, y se lanzan a la insumisión justamente porque viven el monopolio de su trabajo social y deciden romperlo desde la experiencia misma del monopolio, desde los intersticios del mismo Estado y desde su propia experiencia de la estatalidad.

«Cambiar el mundo sin tomar el poder» es la plegaria de una nueva vanguardia espiritual de «puros», que por serlo demasiado no tienen nada que ver con las clases subalternas, que en sí mismas son la condensación de luchas y de relaciones de poder; y que para dejar de ser clases subalternas, lejos de apartarse del «mundo contaminado del poder», trastocarán precisamente la estructura de esas relaciones de poder, es decir, se transformarán a sí mismas y, a través ello, al propio Estado que no expresa simplemente lo que ellas son en su subalternidad, sino que también hace de ellas lo que ahora son.

Por último, no deja de ser curioso el hecho de que esta posición abdicacionista hacia el Estado, en su aparente radicalismo de mantenerse al margen de cualquier contagio con el poder, lo hace dejando libres las manos de los sectores dominantes para que continúen administrando, discrecionalmente, las condiciones materiales de la dominación estatal. Eso significa que «no tomar el poder» se convierte en una elegante forma de dejar que quienes tienen el poder de Estado, lo sigan teniendo por todo el tiempo más que lo deseen; y lo peor, desarma a las mismas clases subalternas de sus propios logros en las estructuras institucionales del Estado y de su propia historia de luchas, que a la larga atraviesan el mismo Estado. Se pretende cambiar el mundo dejando de lado la historia y la experiencia de las luchas de clases de las personas que hacen el mundo. Y así, la historia recae nuevamente en manos de un puñado de personas «descontaminadas» de la malicia del poder en el mundo.

A la vanguardia ilustrada de la izquierda instrumental, le sustituye hoy la vanguardia espiritual de la izquierda abdicacionista. En ambos casos, el motor de la revolución no está constituido por las clases subalternas, ya sea por «ignorancia» o por «impureza», sino por unos pocos que habrán de restaurar un «mundo puro»: el monopolio de los elegidos; ¡o sea, curiosamente un nuevo Estado!, solo que ahora sin las «ilusiones» y las «impurezas» de la plebe.

El repliegue a la autonomía local olvida que los sectores subalternos no son autónomos respecto al Estado: pagan impuestos, usan dinero, consumen servicios, van a la escuela, usan los tribunales, etc. Pero, además, al proclamar la lucha por fuera del Estado, dejan a los que lo controlan el monopolio absoluto de él y de las relaciones de dominación. Ciertamente, se trata de una posición elitista y, a la larga, conservadora, que se margina de las propias luchas sociales populares que inevitablemente pasan por el Estado y son Estado.

Ahora, permítanme mirar con estos ojos relacionales algo de los últimos acontecimientos acaecidos en Francia [xiii] . El orden estatal es, también, un orden de educación, de saberes funcionales, de territorialización de los ciudadanos y de producción de expectativas lógicas y morales sobre el propio orden del mundo, de la familia, de los individuos. Sin embargo, no se trata de una producción cerrada automática. Ya mencionamos que tiene vacíos e incertidumbres; y es ahí, en esos espacios de incertidumbre, que entran en juego otras propuestas de producción de sentido, otros horizontes posibles, otras expectativas movilizadoras, individuales, grupales o sociales, que pueden ser de carácter político revolucionario, conservador, religioso, identitario, comunitario, entre otros.

Está claro que el Estado es el monopolio de las ideas-fuerza que orientan una sociedad. Sin embargo, si las expectativas estatales no se corresponden con la realidad experimentada por los grupos sociales, se forma una masa crítica de disponibilidad hacia nuevas creencias portadoras de esperanza y de certidumbre. Y esas disponibilidades a nuevas creencias pueden crecer más a medida que el Estado separa el orden real de las cosas respecto al orden esperado. Cuando esta separación entre lo real y lo ideal se agranda y abarca a más sectores (jóvenes, obreros, migrantes, estudiantes, etc.), se abre el espacio de una amplia predisposición a la revocatoria de las viejas creencias.

Dependiendo de la correlación de fuerzas entre los otros emisores discursivos alternativos, asistiremos a un crecimiento de identidades políticas de derecha, de izquierda, locales, comunitarias o religiosas. Y justamente eso es lo que está sucediendo en varios países de Europa, y en particular en Francia.

Por otro lado, el poder de Estado igualmente puede ser constructor de identidades sociales, de fracciones de clase movilizada, y de movilizaciones ciudadanas en torno a miedos o defensas colectivas. Es más, en ciertos momentos puede tener un papel altamente influyente en la promoción de identidades, pero nunca lo hace sobre la nada; es decir, ninguna identidad social puede ser inventada por el Estado. Más bien lo que hace el Estado es reforzar, promocionar, visibilizar, empoderar agregaciones latentes, expectativas potenciales, y esconder, devaluar, invisibilizar otras tantas identidades anteriormente existentes; aunque está claro que el Estado no hará nada que, de una manera u otra y a la larga, reafirme su propia reproducción y sus propios monopolios. El miedo puede ser un factor aglutinante, pero no es un factor de construcción de un nuevo orden ni de autodeterminación. Y tarde o temprano, la sociedad deberá peguntarse acerca de las condiciones históricas de la producción del miedo, y las acciones arbitrarias del Estado que hayan llevado a que la sociedad se sintiera como en un castillo asediado. El asedio al castillo nunca será una acción descabellada; siempre resultará ser una acción defensiva en contra de algún agravio histórico. Y esta no es la excepción.

La vía democrática al socialismo

Finalmente, quisiera revisar rápidamente un segundo concepto clave en el último libro de Nicos Poulantzas; más específicamente en el último capítulo de ese libro, al que titula: «Hacia un socialismo democrático».

Si el Estado capitalista moderno es una relación social que atraviesa a toda la sociedad y a todos sus componentes: las clases sociales, las identidades colectivas, sus ideas, su historia y sus esperanzas; entonces, el socialismo, entendido como la transformación estructural de las relaciones de fuerzas entre las clases sociales, necesariamente tiene que atravesar al propio Estado, que por otra parte no es más que la institucionalización material e ideal, económica y cultural, de esa correlación de fuerzas sociales. Y lo atraviesa justamente como la democratización sustancial de las decisiones colectivas, de la gestión de lo común, como desmonopolización creciente de la producción de los universales cohesionadores; es decir, como irrupción de la democracia en las condiciones materiales y simbólicas de la existencia social.

De acuerdo a Poulantzas, siete son las características de esta vía democrática al socialismo:

1) Es un largo proceso, en el que (…)

2) Las luchas populares despliegan su intensidad en las propias contradicciones del Estado, modificando las relaciones de fuerza en su seno mismo (…)

3) Las luchas transforman la materialidad del Estado (…)

4) Las luchas reivindican y profundizan el pluralismo político ideológico (…)

5) Las luchas profundizan las libertades políticas, el sufragio universal de la democracia representativa.

6) Se desarrollan nuevas formas de democracia directa y de focos autogestionarios.

7) Todo eso acontece en la perspectiva de la extinción del Estado [xiv] .

Cuando Poulantzas menciona que la vía democrática al socialismo es un «largo proceso», se refiere a que no se trata de un golpe de mano, un asalto al Estado, una victoria electoral o armada, ni mucho menos un decreto. Desde la lógica relacional, el socialismo consiste en la transformación radical de la correlación de fuerzas entre las clases anteriormente subalternas, que ha de materializarse en distintos nodos institucionales del Estado que condensan precisamente esa correlación de fuerzas. Pero también −añadiríamos nosotros− significa, en esta misma lógica, continuas transformaciones en las formas organizativas de las clases laboriosas, en su capacidad asociativa y de participación directa, y, por sobre todo, en lo que denominamos como la dimensión ideal del Estado, es decir, en las ideas-fuerza de la sociedad, en el conjunto de esquemas morales y lógicos con los que la gente organiza su vida cotidiana.

De hecho, esta dimensión ideal del Estado −a veces soslayada por Poulantzas− quizás es la más importante a transformar, pues, incluso lo más material del Estado (los aparatos de coerción) son eficaces solamente si preservan la legitimidad de su monopolio; es decir, si existe una creencia socialmente compartida acerca de su pertinencia y necesidad práctica.

Entonces, la idea de proceso hace referencia a un despliegue de muchas transformaciones en las correlaciones de fuerzas, en la totalidad de los espacios dentro de la estructura estatal y también por fuera de ella; aunque sus resultados difieran en el tiempo. Pero, ciertamente, no se trata de una acumulación de cambios graduales al interior del Estado, tal como propugnaba el viejo reformismo.

Interpretando esto desde la experiencia boliviana, ese proceso significa un despliegue simultáneo de intensas luchas sociales en cada uno de los espacios de las estructuras estatales, donde se dan profundas transformaciones en las correlaciones de fuerza entre los sectores sociales con capacidad de decisión y en la propia composición material de esas estructuras estatales; esto es válido tanto para los sistemas de representación electoral (victorias electorales), para la administración de los bienes comunes (políticas económicas), y para la hegemonía política (orden simbólico del mundo).

La hegemonía es la creciente irradiación de una esperanza movilizadora en torno a una manera social de administrar los bienes comunes de todos los connacionales, pero también es la modificación de los esquemas morales y lógicos con los que las personas organizan su presencia en el mundo. Gramsci tiene razón cuando dice que las clases trabajadoras deben dirigir y convencer a la mayor parte de las clases sociales en torno a un proyecto revolucionario de Estado, economía y sociedad. Aunque Lenin también tiene razón, cuando afirma que el proyecto dominante debe ser derrotado.

Se dice que existen dos versiones respecto a la hegemonía política: la de convencer, gramsciana; y la de derrotar, leninista.

Nuestra experiencia en Bolivia nos enseña que la hegemonía es en realidad la combinación de ambas. Primero está el irradiar y convencer en torno a un principio de esperanza movilizadora (tal como lo demandaba Gramsci). Hablamos de un largo trabajo cultural, discursivo, organizativo y simbólico, que va estableciendo nodos de irradiación territorial en el espacio social, y cuya eficacia se pone a prueba al momento del vaciamiento y resquebrajamiento de las tolerancias morales entre los gobernantes y los gobernados, o momentos de disponibilidad social para revocar los esquemas morales y lógicos del orden social dominante.

Uno nunca puede saber con precisión cuándo emergerá ese momento de revocación de las antiguas fidelidades políticas y, de hecho, hay generaciones sociales, revolucionarios, académicos y líderes sociales, que trabajan décadas y mueren antes de ver algún resultado. Sin embargo, esos momentos de la sociedad en las que ella se abre a una revocatoria de creencias sustanciales sí existen; y entonces es ahí cuando la larga y paciente labor de construcción cultural, simbólica y organizativa pone a prueba su capacidad irradiadora para articular esperanzas movilizadoras, a partir de las potencias latentes dentro del propio tramado de las clases subalternas. La constitución de un «empate catastrófico» [xv] , de dos proyectos sociales confrontados con capacidad de movilización, convencimiento moral e irradiación territorial propia de los procesos revolucionarios, surgirá de esta estrategia de «guerra de posiciones» [xvi] .

Sin embargo, después llega un momento, que podemos llamar el «momento robesperiano», en el que se debe derrotar la estructura discursiva y organizativa de los sectores dominantes −y ahí quien tiene razón es Lenin. Ningún poder se retira del campo de fuerzas por mera constatación o deterioro; no, al contrario, hace todo lo posible, incluso busca recurrir a la violencia para preservar su mando estatal. Entonces, en medio de una insurgencia social por fuera del Estado, y por dentro de las propias estructuras institucionales del Estado, se tiene que derrotar el viejo poder decadente, atravesando lo que se podría llamar un «punto de bifurcación» [xvii] , en el que las fuerzas, acumuladas en todos los terrenos de la vida social a lo largo de décadas, se confrontan de manera desnuda, dando lugar a una nueva correlación y una nueva condensación de ellas. Y es que una correlación de fuerzas no deviene en otra sin una modificación de la fuerza en sentido estricto; por eso el cambio de dirección y de posición de la correlación de fuerzas requiere un «punto de bifurcación» o un cambio en las propias fuerzas que se confrontan. Por eso, la inclinación leninista por una «guerra de movimientos» (como la definía Gramsci), no es una particularidad de las revoluciones en «oriente» con una débil sociedad civil, sino una necesidad común frente a cualquier Estado del mundo, que en el fondo no es más que una condensación de correlación de fuerzas entre las clases sociales. La estrategia revolucionaria radica en saber en qué momento del proceso se aplica la «guerra de movimientos» y en qué otro la «guerra de posiciones»; el punto es que una no puede existir sin la otra.

Una vez atravesado el punto de bifurcación que reestructura radicalmente la correlación de fuerzas entre las clases sociales, dando lugar a un nuevo bloque de poder dirigente de la sociedad, nuevamente se tiene que volver a articular y convencer al resto de la sociedad, incluso a los opositores (que no desaparecen), aunque su articulación ya no será como clases dominantes, sino como clases derrotadas, es decir, desorganizadas y sin proyecto propio. Y aquí entonces entra nuevamente en escena Gramsci, con la lógica del convencimiento y la reforma moral e intelectual. En este caso, la fórmula es: convencer e instaurar, en palabras de Bloch, el «principio esperanza» [xviii] ; en otros términos, derrotar el proyecto dominante e integrar en torno a los nuevos esquemas morales y lógicos dominantes al resto de la sociedad. He ahí la fórmula de la hegemonía política, del proceso de construcción de la nueva forma estatal.

A riesgo de esquematizar la idea del socialismo como proceso, podríamos distinguir entre los nudos principales, los nudos decisivos y los nudos estructurales que requiere una revolucionarización de forma y contenido social para un tránsito democrático hacia el socialismo.

Los nudos principales de revolucionarización de la correlación de fuerzas serían:

a) El gobierno

b) El parlamento

c) Y los medios de comunicación

Los nudos decisivos:

d) La experiencia organizativa autónoma de los sectores subalternos

e) La participación social en la gestión de los bienes comunes

f) El uso y función redistributiva de los recursos públicos

g) Y las ideas fuerza u horizontes de época con las que las personas se movilizan.

Y los nudos estructurales:

h) Las formas de propiedad y gestión sobre las principales fuentes de generación de riqueza, en la perspectiva de su socialización o comunitarizacion;

i) Los esquemas morales y lógicos con los que las personas conocen y actúan en el mundo, capaces de ir desmontando procesualmente los monopolios de la gestión de los bienes comunes de la sociedad.

Tenemos, entonces, nudos principales, decisivos y estructurales; pero no se trata de condensaciones de fuerzas graduales y en ascenso, sino de componentes concéntricos de las luchas de clases que revelan la composición social, económica, política y simbólica del campo social, de la trama social y del proceso estatal en marcha.

Cuando solo se dan cambios en los nudos principales, estamos ante renovaciones regulares en los sistemas políticos dentro del mismo orden estatal. Si los cambios se presentan en los nudos principales y en los nudos decisivos, estamos ante revoluciones democráticas y políticas que renuevan el orden estatal capitalista dominante bajo formas de ampliación democratizada de sus instituciones y derechos. Y cuando se dan cambios simultáneamente en los tres nudos (principales, decisivos y estructurales), nos encontramos ante revoluciones sociales que inician un largo proceso de transformación estatal, un nuevo bloque de clases dirigente, una democratización creciente de la política y de la economía, y −lo que es decisivo− un proceso de desmonopolización de la gestión de los bienes comunes de la sociedad (impuestos, derechos colectivos, servicios básicos, recursos naturales, sistema financiero, identidades colectivas, cultura, símbolos cohesionadores, redes económicas, etc.).

Retomando la propuesta de la vía democrática al socialismo poulantziana, ésta supone dos cosas más. En primer lugar, la defensa y ampliación del pluralismo político, de la democracia representativa. En la actualidad esto es una obviedad; sin embargo, hace 30 años, en la izquierda y en el marxismo, esa afirmación era una completa herejía porque la democracia representativa estaba asociada a la democracia burguesa. Y seguramente el mismo Poulantzas debió haber recibido, por esa afirmación, innumerables críticas de la izquierda radical «oficial» y las consiguientes excomuniones políticas.

En segundo lugar, Poulantzas también plantea la ampliación de los espacios de democracia directa. Derrumbadas las fidelidades oscurantistas que obligaban al pensamiento marxista a mutilarse y silenciarse en el altar de la obsecuente defensa de unos regímenes que a la larga se mostraron como formas anómalas de capitalismo de Estado, ahora comprendemos que las libertades políticas y la democracia representativa son, en gran medida, resultado de las propias luchas populares; son su derecho de ciudadanía y forman parte de su acervo, de la memoria colectiva y de su experiencia política. Es cierto que la democracia representativa ayuda a reproducir el régimen estatal capitalista, pero también consagra los derechos sociales, unifica colectividades de clase y, lo que es más importante, es un terreno fértil para despertar posibilidades democráticas que van más allá de ella. Si bien la democracia representativa puede devenir en una democracia fósil que expropia la voluntad social en rituales individualizados que reproducen pasivamente la dominación, también expresa parte de la fuerza organizativa alcanzada de las clases subalternas, de sus límites temporales, y, ante todo, es el escenario natural en el que pueden desplegarse y despertarse formas democráticas y capacidades asociativas que van más allá de ella y del propio Estado.

Ciertamente, lo popular se constituye como sujeto político en las elecciones y en las libertades políticas, pero también está claro que lo popular rebasa lo meramente representativo; la irradiación democrática de la sociedad crea o hereda espacios de participación directa, de democracia comunitaria, de experiencia sindical y asambleística territorial, que también forman parte del pluralismo democrático de la sociedad. Esta dualidad democrática representativa y participativa-directa-comunitaria es la clave para el entendimiento de la vía democrática al socialismo.

De hecho, desde esta perspectiva, el socialismo no está asociado a la estatización de los medios de producción −que ayuda a redistribuir riqueza, pero que no es un tipo de propiedad social ni el inicio de un nuevo modo de producción− o a un partido único (que en el caso de Lenin, fue una excepcionalidad temporal ante la guerra y la invasión de siete potencias mundiales). El socialismo no puede ser nada menos que la ampliación irrestricta de los espacios deliberativos y ejecutivos de la sociedad en la gestión de los asuntos públicos y, a la larga, en la producción y gestión de la riqueza social.

Al interior de la audaz reflexión poulantziana, la cuestión de las formas de propiedad de los recursos económicos en el socialismo, y de la complejidad y dificultad en la construcción de experiencias organizativas para implementar formas de propiedad social, de producción social de riqueza y de gestión social de la producción que vayan más allá de la propiedad estatal y privada capitalista, constituyen un tema central pendiente en sus escritos [xix] .

Volviendo a la trágica paradoja con la que caracterizamos el tiempo en que se desarrolla la obra de Poulantzas, quizás también en ella radique la virtud de su pensamiento. Él supo mirar más allá de la derrota temporal que se avecinaba para proponer los puntos nodales del resurgimiento de un pensamiento socialista; solo que para eso tuvieron que pasar más de 30 años. Es así que los socialistas y marxistas de hoy, tenemos mucho aún que aprender de este intelectual para entender el presente y para poder transformarlo.

 



[ii] «Precisando algunas de mis formulaciones anteriores, diré que el Estado, capitalista en este caso, no debe ser considerado como una entidad intrínseca, sino -al igual que sucede, por lo demás, con el ʻ que el − como una relación, más exactamente como la condensación material de una relación de fuerzas entre clases y fracciones de clase, tal como se expresa, siempre de forma específica, en el seno del Estado (…) el Estado, como sucede con todo dispositivo de poder, es la condensación material de una relación«. Poulantzas, N., Estado, poder y socialismo , Siglo XXI Editores, México, 2005, pp. 154 y 175.

[iii] Ver Gödel, K., Sobre sentencias formalmente indecidibles de Principia Mathematica y sistemas afines, en Obras completas, Alianza Editorial, Madrid, 2006. «Como es bien sabido, el progreso de la matemática hacia una exactitud cada vez mayor ha llevado a la formalización de amplias partes de ella, de tal modo que las deducciones pueden llevarse a cabo según unas pocas reglas mecánicas. (…) Resulta por tanto natural de que estos axiomas y reglas basten para decidir todas las cuestiones matemáticas que pueden ser formuladas en dichos sistemas. En lo que sigue se muestra que esto no es así, sino que, por el contrario, en ambos sistemas hay problemas relativamente simples de la teoría de los números naturales que no pueden ser decididos con sus axiomas (y reglas)»; pag.54.

De manera más simple, explica Hehner, » El punto importante del resultado de Gödel no es la existencia de enunciados verdaderos, pero indemostrables; lo importante es que es fácil diseñar una teoría incompleta en la que algunas de las sentencias imposibles de demostrar pretendan representar verdades. El resultado de Gödel dice que no hay un formalismo que describe completamente todos los formalismos (incluido el mismo). Pero es igualmente cierto que cada formalismo es completamente descriptible por otro formalismo (…). El Primer Teorema de Incompletitud de Gödel dice que una teoría particular, si es consistente, es incompleta… Cuando se descubre que una sentencia no es ni un teorema ni antiteorema, puede ser uno o el otro, a nuestra elección, mediante la adición de un axioma. El Segundo Teorema de Incompletitud de Gödel dice que este proceso de adición de axiomas no puede hacer a la teoría completa (y seguir siendo consistente). Cuando se añade un axioma a una teoría, se obtiene una teoría diferente». Hehner, E., «Embelleciendo a Gödel», Universidad de Toronto, 1990, pp. 8 y 10.

[iv] » Una asociación de dominación debe llamarse asociación política cuando y en la medida en que su existencia y la validez de sus ordenaciones, dentro de un ámbito geográfico determinado, estén garantizados de un modo continuo por la amenaza y aplicación de la fuerza física por parte de su cuadro administrativo. Por estado debe entenderse un instituto político de actividad continuada, cuando y en la medida en que su cuadro administrativo mantenga con éxito la pretensión al monopolio legítimo de la coacción física para el mantenimiento del orden vigente». Weber, M., Economía y Sociedad. Esbozo de la sociología comprensiva, Fondo de Cultura Económica, España, 2002, pp. 43-44.

[v] » Nadie ha inventado los impuestos o el monopolio fiscal. Ningún individuo concreto, o una serie de ellos, ha trabajado con un plan fijo con este objetivo a lo largo de los siglos en los cuales se fue constituyendo lentamente esta institución. Los impuestos, como cualquier otra institución social, son un producto de la interacción social. Como si se tratara de un paralelogramo de fuerzas, los impuestos nacen de la lucha de los diversos grupos e intereses sociales, hasta que, por último, tarde o temprano aquel instrumento que se había desarrollado en un forcejeo continuo de las relaciones sociales de fuerza, se van convirtiendo en una organización o institución consolidada, admitida por los interesados de modo consciente y hasta, si se quiere, planificado. De este modo, y en relación con una transformación paulatina de la sociedad y con una traslación de las relaciones de fuerza, va cambiando también los suplementos ocasionales que recaudan los señores territoriales para una determinada campaña, o como dinero de rescate de los prisioneros o para la dote de los hijos convirtiéndose en tributos monetarios permanentes. A medida que va aumentando lentamente el sector monetario y mercantil en la sociedad de economía natural, al paso que, de una casa concreta de señores feudales surge lentamente una casa real que domina sobre un territorio más amplio, la aide aux quatre cas feudal va convirtiéndose también en impuestos». Elias, N., El proceso de la civilización. Investigaciones sociogenéticas y psicogenéticas, Fondo de Cultura Económica, Madrid, 1987, p. 431.

[vi] » La institución del Estado como detentador del monopolio de la violencia simbólica legítima pone, por su propia existencia, un límite a la lucha simbólica de todos contra todos por ese monopolio (es decir, por el derecho a imponer el propio principio de visión), y arrebata así cierto número de divisiones y principios de división a esa lucha. Pero, al mismo tiempo, convierte al propio Estado en una de las mayores apuestas en la lucha por el poder simbólico. En efecto, el Estado es, por antonomasia, el espacio de la imposición del nómos, como principio oficial y eficiente de elaboración del mundo, por ejemplo, mediante los actos de consagración y homologación que ratifican, legalizan, legitiman, ʻomo principi situaciones o actos de unión (matrimonio, contratos varios, etcétera) o de separación (divorcio, ruptura de contrato), elevados de este modo del estado de mero hecho contingente, oficioso, incluso oculto (un ʻsit amorosoʼ), al status de hecho oficial, conocido y reconocido por todos, publicado y público. La forma por antonomasia del poder simbólico de elaboración socialmente instituido y oficialmente reconocido es la autoridad jurídica, pues el derecho es la objetivación de la visión dominante reconocida como legítima o, si lo prefieren, de la visión del mundo legítima, de la ortodoxia, avalada por el Estado». Bourdieu, P., Meditaciones pascalianas, Editorial Anagrama, Barcelona, 1999, pp. 244-245.

[vii] «Pues si, en cualquier coyuntura, los hombres no se entendieran sobre estas ideas esenciales, si no tuvieran una concepción homogénea del tiempo, del espacio, de la cantidad, de la cualidad, etc., todo acuerdo entre las inteligencias se volvería imposible y, con ello toda visa común. Además las sociedades no pueden abandonar al arbitrio de los particulares sin abandonarse a sí misma. Para poder vivir, no solo tienen necesidad de un conformismo moral suficiente; hay un mínimo de conformismo lógico del que tampoco puede prescindir. Por esta razón ejerce el peso de toda su autoridad sobre sus miembros para prevenir las disidencias». Durkheim, E., Las formas elementales de la vida religiosa, AKAL Editor, Madrid, 1982, pp. 15-16.

[viii] «( …) por virtud de esta contradicción entre el interés particular y el interés común, cobra este último, en cuanto Estado una forma propia e independiente, separada de los reales intereses particulares y colectivos y, al mismo tiempo, una forma de comunidad ilusoria, pero siempre sobre la base real de los vínculos existentes, dentro de cada conglomerado familiar y tribal, tales como la carne y la sangre, la lengua, la división del trabajo en mayor escala y otros intereses y, sobre todo, como más tarde habremos de desarrollar, a base de los intereses de las clases (…)». Marx, C. y F. Engels, «Feuerbach. Oposición entre las concepciones materialistas e idealistas» (I capítulo de La ideología alemana), en Marx, C. y F. Engels, Obras escogidas, Tomo I, Editorial Progreso, Moscú (URSS) , 1974, p. 31

[ix] » A primera vista, una mercancía parece ser una cosa trivial, de comprensión inmediata. Su análisis demuestra que es un objeto endemoniado, rico en sutilezas metafísicas y referencias teológicas. En cuanto valor de uso , nada de misterioso se oculta en ella, ya la consideremos desde el punto de vista de que merced a sus propiedades satisface necesidades humanas, o de que no adquiere esas propiedades sino en cuanto producto del trabajo humano (…) ¿De dónde brota, entonces, el carácter enigmático que distingue al producto del trabajo no bien asume la forma de mercancía ? Ob viamente, de esa forma misma… Lo misterioso de la forma mercantil consiste sencillamente, pues, en que la misma refleja ante los hombres el carácter social de su propio trabajo como caracteres objetivos inherentes a los productos del trabajo, como propiedades sociales naturales de dichas cosas, y, por ende, en que también refleja la relación social que media entre los productores y el trabajo global, como una relación social que media entre los objetos, existente al margen de los productores». Marx, K., El capital , Tomo I, Vol. 1, Siglo XXI Editores, México, 1987, pp. 87-88.

[x] Ver Capítulo I. La mercancía, en Marx, K., El capital , Tomo I, Vol. 1, Siglo XXI Editores, México, 1987, pp. 43-102.

[xi] Por eso se puede afirmar, de manera categórica, que el núcleo de la teoría marxista sobre el Estado y el poder, es la teoría de las formas del valor tratada en el capítulo primero de El capital.

[xii] Holloway, J., Cambiar el mundo sin tomar el poder. El significado de la revolución hoy. Revista Herramienta, Buenos Aires, 2002.

[xiii] Hace referencia al ataque reciente sufrido por el semanario satírico francés Charlie Hebdo, en el que mueren asesinadas a quemarropa 12 personas, la mayoría miembros de la redacción de ese medio de comunicación, incluido su director, Stéphane Charbonnier , conocido como Charb .

[xiv] Poulantzas, N., Estado, poder y socialismo , Siglo XXI Editores, México, 2005, pp. 307-326.

[xv] «Se puede decir que el cesarismo expresa una situación en la cual las fuerzas en lucha se equilibran de una manera catastrófica, o sea de una manera tal que la continuación de la lucha no puede menos que concluir con la destrucción recíproca. Cuando la fuerza progresiva A lucha con la fuerza regresiva B, no sólo puede ocurrir que A venza a B o viceversa; puede ocurrir también que no venza ninguna de las dos, que se debiliten recíprocamente y que una tercera fuerza C intervenga desde el exterior dominando a lo que resta de A y de B (…) En el mundo moderno, con sus grandes coaliciones de carácter económico-sindical y político de partido, el mecanismo del fenómeno cesarista es muy diferente del que existió en la época de Napoleón III (…) En el mundo moderno el equilibrio de perspectivas catastróficas no se verifica entre fuerzas que en última instancia pudiesen fundirse y unificarse, aunque fuera luego de un proceso fatigoso y sangriento, sino entre fuerzas cuyo contraste es incurable desde un punto de vista histórico, y que se profundiza especialmente con el advenimiento de formas cesaristas». Gramsci, A., Notas sobre Maquiavelo, sobre la política y sobre el Estado moderno, Ediciones Nueva Visión, Madrid, 1980, pp. 71-72 y 74.

[xvi] » La guerra de posición, en efecto, no está constituida sólo por las trincheras propiamente dichas, sino por todo el sistema organizativo e industrial del territorio que está ubicado a espaldas del ejército: y ella es impuesta sobre todo por el tiro rápido de los cañones, por las ametralladoras, los fusiles, la concentración de las armas en un determinado punto y además por la abundancia del reabastecimiento que permite sustituir en forma rápida el material perdido luego de un avance o de un retroceso. Otro elemento es la gran masa de hombres que constituyen las fuerzas desplegadas, de valor muy desigual y que justamente sólo pueden operar como masa». Gramsci, A., Notas sobre Maquiavelo, sobre la política y sobre el Estado moderno, Ediciones Nueva Visión, Madrid, 1980, p. 80.

[xvii] Ver García, Á., «Estado y revolución: empate catastrófico y punto de bifurcación«, en Compendio. Discursos oficiales del 22 de enero y 6 de agosto (2006-2012), Vicepresidencia del Estado Plurinacional, La Paz, 2012, pp. 35-44. También Las tensiones creativas de la revolución. La quinta fase del Proceso de Cambio, Vicepresidencia del Estado, La Paz, 2011.

[xviii] El principio esperanza, Bloch, E., Ediciones Trotta, 3 tomos, Madrid, 2004.

[xix] Sobre el socialismo como puente entre el capitalismo y el comunismo, ver García Linera, A., » El Socialismo Comunitario Democrático del Vivir Bien» ( discurso en la Solemne Sesión de Honor de la Asamblea Legislativa Plurinacional para el acto de posesión presidencial en la ciudad de La Paz, el 22 de enero de 2015 ).

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