TRES TESIS REFORMISTAS SOBRE EL ESTADO «TENEMOS QUE TOMAR EL PODER PARA QUE NOS DEJEN DE JODER» EL ESTADO, CENTRALIZADOR ESTRATÉGICO DE LAS DOMINACIONES CENTRALIZACIÓN ESTATAL Y DOMINACIÓN POR EL FETICHISMO EL ESTADO ESPAÑOL COMO EJEMPLO NOTA: Esta ponencia fue escrita en la primera semana de enero de 2011 para someterla a debate en […]
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TRES TESIS REFORMISTAS SOBRE EL ESTADO
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«TENEMOS QUE TOMAR EL PODER PARA QUE NOS DEJEN DE JODER»
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EL ESTADO, CENTRALIZADOR ESTRATÉGICO DE LAS DOMINACIONES
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CENTRALIZACIÓN ESTATAL Y DOMINACIÓN POR EL FETICHISMO
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EL ESTADO ESPAÑOL COMO EJEMPLO
NOTA: Esta ponencia fue escrita en la primera semana de enero de 2011 para someterla a debate en una asamblea, a cuyos miembros se les había entregado con anterioridad. La ponencia se ofrece ahora tal cual fue escrita en su origen, sin cambio ni añadido alguno. Sin embargo, en tan sólo un mes, han acaecido muchas cosas que demuestran lo acertado del grupo organizador al plantear el debate sobre el Estado en la actualidad, por lo que pienso que es conveniente recordar al menos tres de ellas para ubicar el debate. En realidad, como veremos, los tres asuntos que vamos a enumerar son expresiones actuales de largos procesos subterráneos que llevan tiempo actuando. Todos responden a profundas contradicciones que van agudizándose y que
La primera es la desmoralizada pasividad de gran parte de la clase trabajadora española ante los terribles golpes que está sufriendo. Desde hace años pero aceleradamente en los últimos meses, la burguesía española está desmantelando de arriba abajo el mal llamado «Estado del Bienestar» con el apoyo de la industria político-mediática, de burocracias político-sindicales reformistas y de la represión. Los cálculos más optimistas indican que las clases trabajadoras perderán aproximadamente el 20% de su pensión de jubilación, y que las mujeres y la juventud serán los sectores sociales más golpeados por esta medida. A pesar de protestas y manifestaciones puntuales, domina la pasividad social excepto en las naciones oprimidas. La aceptación de la ideología individualista burguesa, en su forma más egoísta, es muy fuerte en el Estado español, como lo indica el hecho de que sólo el 18% de la población estatal participe en alguna forma de voluntariado social y popular, cultural, etc., mientras que la media de la UE es del 34%. La alta indiferencia individualista se plasma también en la muy reducida afiliación sindical, y en la despreocupación ante abrumadora dependencia económica y política del sindicalismo oficial, que viven de las subvenciones estatales, patronales y financieras. La vista gorda, y hasta la envidia, ante la densa y pegajosa corrupción que mina la vida política, económica y mediática, es otro ejemplo.
¿Qué papel juega el Estado en el mantenimiento de estas y otras burocracias y prácticas sociales, que alienan y encadenan a buena parte de las clases trabajadoras? Tenemos el ejemplo de la economía sumergida, que aporta el 23% del PIB. Recientemente, técnicos de Hacienda han reconocido que esta enorme economía sumergida impide un estallido social porque de algún modo alivia el empobrecimiento creciente. Pero a la vez, encadena y sobreexplota a los trabajadores, atemorizándolos y obligándoles a la obediencia sumisa. Otro ejemplo es el de la altísima precarización del trabajo, alrededor del 33%, sobre todo en la juventud, el sector social potencialmente más combativo y rebelde, acogotado por el miedo al despido fulminante si reivindica sus derechos. El Estado español podría, si quisiera, reducir mucho la economía sumergida y avanzar en los derechos laborales, pero no lo hace. Incuestionablemente, hay más razones que explican el por qué de esa mansedumbre social. Todas estas razones nos permiten comprender el por qué del «pacto social» entre CCOO-UGT y la clase explotadora; el por qué de las pocas movilizaciones el pasado 27 de enero mientras que las naciones oprimidas sí iban a la huelga general, etc.
La segunda es la claudicación del Estado español a las exigencias del imperialismo, claudicación que muestra, por un lado, cómo la burguesía española mide su patriotismo según los altibajos de su tasa de beneficio; y por lado, cómo los Estados son instrumentos maleables que se adaptan a las exigencias de la acumulación del capital, siempre bajo las presiones de las luchas de clases internas y/o de las exigencias externas. La prensa especializada advierte de que aumentarán las exigencias externas de más medidas antipopulares, reducciones salariales y de gastos sociales y públicos, de aumentos de los impuestos indirectos, etc., y todo indica que el Estado español obedecerá y cumplirá los mandatos imperialistas. El orgulloso nacionalismo español, se come su historia oficial y acepta que otras potencias entren hasta la cocina de sus negocios inspeccionando y descubriendo todas sus miserias. Mientras que dentro de sus fronteras endurece el nacionalismo imperialista y ataca los derechos laborales y sociales, demostrando qué es un Estado y por qué y para qué interviene en la lucha de clases, mientras esto hace en su interior, en el exterior se humilla ante otros Estados más poderosos, ante el imperialismo. La reactivación del nacionalismo español busca, entre otras cosas, preparar las condiciones para un recorte del «Estado de las Autonomías», es decir, para aumentar el saqueo de los pueblos oprimidos en beneficio de la burguesía española.
La tercera y última es la oleada de protestas en el Norte de África, especialmente en Túnez y Egipto, y las lecciones teóricas que debemos extraer en lo relacionado a la efectividad del Estado en el mantenimiento de la dominación. Las burguesías que lograron la victoria política sobre el feudalismo y el desarrollo de un sistema socioeconómico autolegitimado por la ideología burguesa dominante, sobre todo por el fetichismo de la mercancía y la trampa del «ciudadano», tienen más recursos de control social, cooptación e integración del malestar colectivo incluso cuando éste pasa de su fase difusa e invertebrada a contenidos sociopolíticos más concretos y radicales. La dialéctica entre la zanahoria y el palo, la alienación y la represión –«consenso y coacción», dicho en los melifluos términos de la derrotada «izquierda» de los ’70–, es más ágil y eficaz para la clase dominante en estos Estados «democráticos» que en los que no han desarrollado las complejas mediaciones entre la explotación asalariada y la pasividad del explotado, casi invisibles al análisis superficial. Las burguesías que no vencieron políticamente al feudalismo o al sistema precapitalista existente en su país, y que no pudieron desarrollar una autolegitimación social no basada directamente en el terror físico y en el terror simbólico, en la religión, han creado Estados basados más en el palo, la represión y la coacción que en la zanahoria, la alienación fetichista y el «consenso ciudadano».
Naturalmente, entre estos dos extremos se intercalan niveles diferentes que reflejan las sucesivas fases del ascenso de la burguesía al poder estatal, sea mediante violentísimas revoluciones democrático-burguesas que cortaron cuellos reales y bañaron en sangre países enteros, realidad histórica objetiva ocultada bajo la palabrería de la Ilustración, hasta derrotas no menos violentas de burguesías débiles a manos de poderosas fuerzas reaccionarias, pasando por pactos entre clases explotadoras para destrozar a los pueblos, o «revoluciones desde arriba» que creaban Estados con escasa legitimidad y mucha represión. La experiencia de Túnez y Egipto, dicho muy rápidamente, pertenece a estas últimas fases, lo que explica que la debilidad de las sistemas de mediación, absorción y canalización del malestar colectivo aunque hayan pervivido un tercio de siglo. De cualquier modo, estas y otras luchas de masas que se quedan a las puertas del salto cualitativo que supone la revolución socialista, confirman una vez más un componente decisivo de la teoría marxista del Estado: los gobiernos pasan y la policía permanece, se cambian los políticos pero la patronal se refuerza.
Proponemos que el texto que sigue sea leído y criticado a la luz de estos y otros acontecimientos de masas, sociales, que movilizan a millones de personas pertenecientes a clases antagónicas y a naciones oprimidas y opresoras, así como a sexo-géneros explotados y explotadores. La izquierda revolucionaria debe priorizar los debates e investigaciones concretas sobre las grandes luchas y movimientos, preocupación que perdió en buena medida hace muchos años, cuando por razones que superan esta Nota se impuso la divagación academicista.
1.- TRES TESIS REFORMISTAS SOBRE EL ESTADO:
El debate sobre las relaciones entre el Estado y la dominación es vital y esencialmente práctico, y no puede ni debe dejar de serlo. Cierto es que tiene un contenido teórico imprescindible, pero sobre todo prima la necesidad de una práctica revolucionaria contra ambos componentes de una unidad superior: la explotación de la fuerza de trabajo humana por una minoría propietaria de las fuerzas productivas. Hasta hace poco tiempo, se han mantenido artificialmente y en contra de toda evidencia tres grandes tesis que rompían de cuajo la dialéctica entre dominación y Estado: Una, que éste último, el Estado, ya había dejado de ser necesario para la burguesía y para el proletariado porque, se decía, la famosa «globalización» y el no menos famoso «Imperio» así lo habían confirmado. En cierta forma, esta idea tenía una parte de razón porque reflejaba dos dinámicas ciertas: una, que los Estados cambian y se adecuan a las nuevas necesidades del capital, y lo hacen con lentitud en los períodos de «normalidad» y con rapidez en los momentos de crisis. Todas las burguesías poderosas vigilan con cierta atención que sus Estados no se rezaguen, pero otras burguesías no pueden o no quieren hacerlo, y degeneran a la misma velocidad de la atrofia de sus Estados, algunos de los cuales se convierten en los denominados «Estados fallidos». Y la otra dinámica, es que esta adaptación lenta o rápida ha coincidido con una internacionalización del capital financiero, con una serie de alianzas económicas, políticas y militares entre Estados, con la mundialización de la ley del valor, con la mundialización de los medios de comunicación, etc., de modo que, en esta vorágine, algunos intelectuales han invertido los niveles de la realidad creyendo que los efectos son las causas y viceversa.
Dos, a la vez, habían surgido un sin número de «micropoderes» que «operando descentralizadamente» y «en red», no necesitaban ya la intervención del Estado como centralizador estratégico para asegurar la continuidad de la dominación, concepto éste que no era considerado como parte de la realidad capitalista sino sólo como una especie de materialización indefinible de los micropoderes; más recientemente, una rama de esta tesis de los micropoderes ha tomado la forma de «biopoder», en la que, sin embargo, se aprecia tenuemente la sombra lejana del Estado. Una vez más, estas tesis tienen parte de razón porque reflejan la complejidad de los mecanismos de explotación, de las formas de dominación que trascienden a la mera explotación asalariada y que se expanden cada vez más el interior de la sociedad burguesa. Esto es cierto, y los micropoderes reflejan la multiplicación de explotaciones e injusticias pequeñas, «capilares e invisibles» que funcionan con mucha autonomía práctica con respecto al poder centralizador del Estado. Además, la necesidad de garantizar la acumulación ampliada y de abrir nuevos mercados, exige al capitalismo industrializar no ya sólo la naturaleza sino la vida misma, la física y la psíquica, la afectiva, sexual y amorosa. El «biopoder» expresa esta tendencia ciega del capital. Ahora bien, siendo esto cierto, lo fundamental es que el Estado no sólo no desaparece sino que se adapta a estas novedades, asume su teledirección y guía a distancia, o incluso su control cercano.
Y tres, para rematar y cerrar desde una perspectiva reformista esta serie de tesis, se sostuvo que la humanidad trabajadora podía y debía hacer la revolución y avanzar al socialismo pero sin tomar el poder, sin reproducir los «vicios y errores» del estatismo de las corrientes revolucionarias anteriores. Según esta tesis, el poder es siempre un freno, un obstáculo para la emancipación verdadera porque rápidamente degenera en burocracia, y ésta sustituye al pueblo, lo suplanta y pronto lo domina y oprime. Una vez más, tiene parte de razón si analizamos cómo la burocracia surge de la dinámica capitalista y también, aunque de forma diferente, en la lucha revolucionaria, convirtiéndose en un lastre. Pero el error de fondo consiste en definir el poder de forma abstracta, absoluta. A partir de aquí, da igual que sea el «poder» financiero o policial, o el «contrapoder» de una asamblea de obreros en huelga, el «poder» de un Estado ocupante o el «poder de autodefensa» del pueblo ocupado. Esta tesis también tiene razón en que hay que multiplicar las luchas cotidianas, las movilizaciones de todo tipo, la democracia directa y la liberación de espacios sociales, pero yerra y retrocede al reformismo cuando se niega a responder a la pregunta decisiva: ¿hay que prepararse para el momento en el que intervenga violentamente el poder opresor, y cómo hacerlo?
Tomadas en aislado y en luchas parciales, de corta duración y que no cuestionen directamente la propiedad privada de las fuerzas productivas, estas tesis reflejan un reformismo duro, democraticista e incluso progresista durante un corto período de resistencia muy localizada. Pero vistas en su unidad y en perspectiva histórica, analizadas desde las contradicciones irreconciliables del capitalismo y desde la teoría marxista de la explotación y del Estado de clase, ya en este nivel de debate, el que siempre tenemos que tener en mente y desarrollar en la práctica, estas tesis y sus variantes son reformistas, llevan a las luchas a un callejón sin salida, no refuerzan la crítica teórica y política del capitalismo y abren las puertas de par en par a la ideología pacifista e interclasista. Pero el capitalismo se caracteriza por funcionar en base a sus propias contradicciones internas, y no según las ideas de algunos cuantos intelectuales. Durante los años de auge y expansión del sistema, cuando en apariencia han desaparecido dichas contradicciones, cualquiera puede parlotear sobre las cosas más increíbles y peregrinas porque todo parece factible, incluso que el imperialismo se ha transformado en otra cosa. Sin embargo, tarde o temprano la realidad se impone y el Estado burgués, al que muchos habían enterrado de forma harto irreflexiva, renace con espantosa fuerza.
2.- «TENEMOS QUE TOMAR EL PODER PARA QUE NOS DEJEN DE JODER»
Antes de centrarnos en el Estado español, veamos rápidamente la experiencia de las Américas. Sabemos ahora que los EEUU se encuentran en una crisis nunca antes conocida, y no sólo por su retroceso económico y el empobrecimiento acelerado de sus clases trabajadoras, sino porque además, habiendo sido junto a Gran Bretaña, la cuna del neoliberalismo y de la supuesta «desaparición del Estado» bajo el auge de las gigantescas corporaciones financiero-especulativas, corruptas hasta la médula, desde la llegada de la Administración Obama se están dando pasos muy reveladores sobre las tareas del Estado burgués en momentos de crisis.
Una es la gigantesca transferencia de dinero público a la banca privada, al capital financiero en quiebra, y luego al capital industrial clásico, como la industria automovilística, etc., recordando los viejos esquemas keynesianos pero aplicados exclusivamente a la clase dominante. Dos, un rearme masivo, que está superando todas las cotas alcanzadas en el pasado y que hace del complejo industrial-militar y de alta tecnología uno de los tres pilares del imperialismo yanqui, siendo los otros dos el capital financiero y las transnacionales de la energía y de los recursos estratégicos. Tres, un retroceso sostenido en las condiciones de vida de las clases trabajadoras, disfrazado con algunas ridículas concesiones propagandísticas y un fracasado proyecto de sanidad pública, boicoteado por la industria sanitaria. Cuatro, un esfuerzo por relegitimar a nivel mundial la imagen externa del imperialismo yanqui, llegando al bochornoso e inmoral espectáculo de la concesión del Premio Nóbel de la Paz al Obama. Y cinco, un relanzamiento de la reconquista imperialista yanqui en las regiones del planeta que pueden asegurar la independencia energética de los EEUU en el futuro, con un endurecimiento criminal de sus agresiones a los pueblos de las Américas. Envolviendo esta recomposición y recuperación del papel del Estado de clase, la sociedad burguesa yanqui involuciona rápidamente hacia el neofascismo encubierto o público, endurece su fundamentalismo cristiano y su rechazo frontal a los derechos humanos en el planeta.
La recuperación descarada y fulgurante -en realidad nunca las había abandonando– de las funciones clásicas del Estado burgués yanqui, en sus tareas internas y externas, es la razón que explica en última instancia las muy recientes declaraciones clásicamente marxistas de un dirigente campesino hondureño, Rafael Alegría, diciendo que «Tenemos que tomar el poder para que nos dejen de joder». Como sabemos, Honduras sufrió un golpe militar que está aplastando las libertades democráticas y que está entregando el país a la voracidad norteamericana. El golpe de Estado se realizó bajo el control de los EEUU y, por tanto, de la Administración Obama. El golpe de Estado contra el pueblo hondureño es parte de la recuperación pública del papel del Estado como centralizador estratégico del poder del capital, por encima de las tensiones entre las diferentes fracciones burguesas, como aparato que cuida de los intereses generales del capitalismo disponiendo de una autonomía suficiente como para negociar con todas sus fracciones pero siempre escorándose algo o mucho en beneficio de la más poderosa.
En este sentido elemental y decisorio en todos los aspectos, porque es el que siempre se mantiene operativo aunque en determinadas fases transitorias lo haga casi en secreto, u oculto debajo de una impresionante propaganda sobre el «debilitamiento» o la «desaparición del Estado», el golpe de Honduras expresa lo que nadie puede negar: que cuando fallan todos los anteriores métodos de dominación, no tan brutales e incluso democrático-burgueses, cuando a la alianza entre la burguesía autóctona y el imperialismo no le quedan ya otros medios de dominación que el terror porque todos los anteriores van siendo superados por el avance del pueblo, cuando así sucede, la civilización burguesa representada por esa alianza no duda en recurrir al golpe de Estado, a la sublevación militar, a la guerra sucia interna apoyada por las agresiones externas, o a lo que haga falta.
El pueblo hondureño necesita recuperar el poder del Estado cuanto antes para, en primer lugar, acabar con la violencia terrorista que ahora padece, acabar con las torturas, con las desapariciones, con los asesinatos; para detener los ataques sociales de la burguesía contra las clases trabajadoras; para parar las expropiaciones de pequeñas fincas de campesino empobrecidos que pasan a manos de grandes terratenientes y transnacionales yanquis; para reinstaurar la democracia elemental, los derechos aplastados, las libertades, etc. O sea, y dicho en el directo y explícito lenguaje popular: «para que nos dejen de joder». El poder de clase sirve para eso, que lo es todo. El pueblo hondureño, como cualquier otro pueblo sometido a la dictadura, no puede permitirse el lujo de divagar sobre si necesita o no tomar el poder, sobre si necesita o no de un Estado propio, en vez del Estado criminal y dictatorial que le aplasta. Disquisiciones de este tipo y en estas condiciones sólo benefician al torturador, al financiero, al obispo y al militar.
3.- EL ESTADO, CENTRALIZADOR ESTRATÉGICO DE LAS DOMINACIONES
Los sectores más reaccionarios de la burguesía hondureña, para seguir con este ejemplo, estaban perdiendo poco a poco su control del Estado y, lo que es peor, sabían que se acercaba una nueva fase en la que la política exterior e interior del país se podía inclinar hacia el lado progresista en las Américas, hacia el Alba, hacia un bolivarianismo ciertamente tibio pero inaceptable para esa burguesa especialmente reaccionaria y salvaje, y para una Iglesia católica añorante del pasado inquisitorial español. Sobre todo, los EEUU no podían permitir que nuevos países se acercaran a la corriente liberadora que, mal que bien, pretende emanciparse de la dominación yanqui externa y de la burguesía interna. Para estas fuerzas, el Estado iba perdiendo efectividad porque, lentamente, las masas iban ganando poder y derechos sociales, lentamente pero lo hacían. El Estado, como instrumento que garantiza la reproducción del capital, no funcionaba al máximo de su potencialidad y estas fuerzas reaccionarias no estaban dispuestas a seguir ganando menos de lo que podrían ganar si se recuperaban plenamente el control del Estado. Aquí radica el secreto.
Si hemos citado a la Iglesia hondureña, y haremos lo mismo con la española, es porque no se puede entender la teoría marxista del Estado sin tener en cuenta a las burocracias reaccionarias paraestatales que actúan como fuerzas de dominación y alienación de masas, y que mantienen vínculos directos más o menos ocultos con los aparatos de poder estatal. Lo mismo hay que decir de las asociaciones privadas de la burguesía, de sus clubes y fundaciones que actúan fuera de los partidos políticos oficiales. Las asociaciones empresariales, por ejemplo la CEOE en el Estado español, son de este tipo y tienen más influencia real que cualquier partido político. En Honduras, como en el Estado español o en el norteamericano, estas asociaciones privadas, oficialmente «apolíticas» son la encarnación de la política burguesa, su esencia, porque actúan fuera de cualquier control parlamentario, y desde luego totalmente al margen de los resultados electorales que se producen cada cuatro o cinco años. El poder efectivo de estas y otras asociaciones se ejercita día a día, y muy frecuentemente en cuestión de minutos, cuando las grandes oscilaciones bursátiles, financieras y especuladoras obligan a los gobiernos a obedecer los «consejos» de estas minúsculas organizaciones «apolíticas».
Es muy conocida la expresión según la cual los «ciudadanos» votan cada cuatro años, pero la banca lo hace cada minuto. Las oscilaciones en la bolsa, en las finanzas internacionales, etc., determinan con mayor o menor rapidez que los Estados débiles tomen medidas que siempre redundan sobre las condiciones de vida y de trabajo de las clases explotadas. No es que la democracia formal sea «lenta» –cuatri o quinquenal– para reaccionar a estas oscilaciones, sino que estructuralmente está ideada para que no pueda reaccionar nunca a tiempo. La complejidad creciente de la economía, las dificultades en aumento para la realización del beneficio, la mundialización de la competencia, estos y otros factores inherentes a la tendencia a la aceleración del ciclo productivo entero, exigen que los Estados vayan concentrando poder ejecutivo arrancado del Parlamento, de la democracia formal, en una especie de transfusión del poder real del Parlamento al Estado burgués y a otras instituciones paraestatales y extraestatales.
La democracia burguesa formal sigue representada oficialmente en el Parlamento pero la democracia práctica, la empresarial, vive y actúa fuera de este edificio vaciado de contenido. Las decisiones estratégicas y buena parte de las tácticas se toman siempre fuera de los circos parlamentarios. Una demostración muy reciente, de finales de noviembre de 2010, sobre cómo funciona la democracia empresarial la tenemos en la reunión del presidente Zapatero con un selecto grupo de 37 miembros de la alta burguesía española para llegar a acuerdos sobre las líneas maestras para descargar sobre las clases trabajadoras y las naciones oprimidas los costos de la crisis. Pero tampoco tenemos que olvidarnos de la otra parte de la noticia: la protesta de otros empresarios igualmente poderosos al no ser llamados a la reunión. Casi al mismo tiempo, mediante una nota de prensa, la patronal en su conjunto y hablando en nombre de la clase burguesa en cuanto tal, animaba y exigía a Zapatero para que «no le temblase el pulso» a la hora de aplicar duras medidas contra la crisis.
Además de esto, para entender cómo funciona la verdadera política, y el papel del Estado en ella, debemos comprender que las dominaciones surgen en todas las áreas sociales porque en todas ellas se explota con diversas intensidades y formas al pueblo trabajador. Aquí debemos recurrir a lo que de verdad y positivo tiene la tesis sobre los micropoderes, sobre la biopolítica, sobre la multiplicación de las formas de dominación, pero sin olvidar el papel del Estado. Hay que tener en cuenta que el modo de producción capitalista ha integrado en su funcionamiento, ha subsumido, otras opresiones precapitalistas, feudales, esclavistas, patriarcales, etc., pero dentro de su estructura explotadora. Por ejemplo, la explotación de la mujer es muy anterior al capitalismo, pero éste la ha integrado en su reproducción y el trabajo sexo-económico de la mujer en sus dos formas, no retribuido y asalariado, en básico para la tasa de ganancia; y es por esto que el Estado impone medidas para hacer que esa explotación dure en el tiempo, no se agote en poco tiempo. Otro tanto tenemos que decir sobre formas serviles de trabajo, sobre el poder de la Iglesia, etc., que vienen del feudalismo pero han sido integradas en el capitalismo; y tampoco olvidemos la reaparición de formas de esclavismo puro y duro, etc.
Una mirada superficial a esta densa red de explotaciones diferentes corre el riego de no ver lo que internamente une a todas ellas, las conecta y las hace funcionales a la dictadura del capital. Vistas desde la distancia reformista, estas dominaciones y sus micropoderes respectivos parecen estar totalmente al margen de la «política» entendida en su sentido oficial y parlamentario. Sin embargo, en la realidad cotidiana, a pie de calle, en los domicilios, fábricas y talleres, escuelas y universidades, iglesias y templos, prostíbulos, estadios deportivos e hipermercados, etc., estos micropoderes refuerzan la verdadera política burguesa, la diversifican, la adaptan a los sutiles espacios de explotación y sufrimiento humano. Una de las ayudas más efectivas al «gran poder» es la de crear «microexplotadores», pequeños tiranos y dictadores que actúan en lo más íntimo de la vida personal, en lo afectivo y en lo cotidiano, en lo «privado». Muchas personas, hombres generalmente, son microexplotadores y asumen conscientemente los beneficios que obtienen con ello, identificándose en mayor o menor grado con el poder burgués en general, con el poder patriarco-burgués, con el poder racista, con el poder religioso, con el cultural y en especial con el nacionalismo imperialista de su Estado, sobre todo cuando se presenta disfrazado de victorias deportivas.
Pero la densa y diversificada malla de microexplotaciones se sujeta en última instancia en la efectividad centralizadora del Estado burgués. La autonomía real de los micropoderes, de las dominaciones cotidianas, algunas de las cuales que pueden incluso actuar al margen de la ley o contra ella, esta autonomía no niega la superioridad última del Estado. Por ejemplo el terrorismo machista en cualquiera de sus formas, o el terrorismo empresarial que no cumple con las leyes de seguridad en el trabajo, o la explotación racista que se excede de las laxas y tolerantes leyes que regulan la explotación laboral de la fuerza de trabajo emigrante, o el incumplimiento deliberado de las normas sobre sanidad alimentaria, de seguridad en el transporte, etc., estas y otras prácticas ejercidas al margen de la ley estatal o contra ella, realizadas por empresarios, padres y novios, tenderos, puede ser y a veces es objeto de multa, pero casi siempre refuerza la sensación de impunidad y omnipotencia de esas personas, y las identifica y une aún más con el poder material y simbólica de la burguesía, con su ideal.
Aunque estas personas puedan sufrir algún castigo, en realidad se mueven dentro de los límites marcados por el poder. La delimitación de lo tolerado se realiza formalmente mediante la ley y la justicia dominantes, pero en la práctica viene definido por las grandes decisiones estratégicas que toma la burguesía y que el Estado asume y concreta en sus prosupuestos generales, en sus gastos e inversiones a largo plazo, en su política fiscal y recaudatoria, en su política de endeudamiento público, de préstamos exteriores y a entidades privadas, en su política de infraestructuras y de potenciación de regiones económicas en detrimento de otras, en su política demográfica y de abandono o ayuda a las familias y a la reproducción de la fuerza de trabajo, en su política educativa, sanitaria, de gasto social y público o de privatizaciones y ayudas al sector privado, y un largo etcétera. Esta y no esta es la verdadera política burguesa, la que se aplica, se adapta y se readapta durante largos períodos, y que por ello determina la vida de las clases explotadas durante lustros o decenios aunque, en su decurso, se decreten pequeñas reformas para paliar tal o cual abuso manifiesto, o al contrario, cuando viendo la pasividad obrera y popular, el Estado anule o reduzca derechos conquistados.
4.- CENTRALIZACIÓN ESTATAL Y DOMINACION POR EL FETICHISMO:
La centralización estratégica de las dominaciones que realiza el Estado llega a su máxima operatividad para el capital en cuatro grandes áreas vitales, que interactúan entre sí pero que cuando funcionan con mucha descoordinación muestran las debilidades históricas de ese Estado: Una, los mecanismos internos al poder burgués e incontrolables por el parlamentarismo que resuelven «en privado», «en familia», las tensiones y disputas interburguesas, las diferencias entre sus fracciones, entre las que ascienden y las que descienden, etc., de modo que el Estado, siendo un instrumento de toda la clase en su conjunto, tiende a favorecer los intereses de la fracción burguesa más poderosa, aunque sin olvidar del todo el interés esencial de esta clase, la continuidad de la propiedad privada. Incluso llega a ocurrir que Cuando es la propiedad privada la que está en peligro, cuando es la amenaza comunista la que avanza, entonces el Estado burgués actúa abiertamente, sin caretas ni envoltorios propagandísticos sobre el supuesto «bien común», y lo hace ahogando en sangre a la clase trabajadora si fuera necesario.
Dos, la política económica centrada no sólo en garantizar el máximo beneficio a corto plazo de una fracción de la burguesía, la dominante, sino también en asegurar la continuación del poder social del bloque de clases dominante. El Estado tiene su propia autonomía, y la burocracia estatal puede chocar en momentos precisos con el grupo burgués más poderoso porque buscar, en ese problema concreto, salvaguardar los intereses comunes de toda la clase, o de su mayoría. Depende de la lucha interna a la burguesía, de la lucha de clases con el proletariado y del contexto internacional, que la autonomía del Estado sea más o menos amplia. Según estas circunstancias, no es raro que en momentos de crisis surjan, por un lado, burguesías reformistas que se enfrenten a las más reaccionarias para desarrollar estrategias de salida que también integren con algunas concesiones a sectores amplios de las clases explotadas; o bien, por el lado opuesto, que se impongan regímenes dictatoriales, caudillistas, bonapartistas, presidencialismos fuertes y fascismos y militarismos, o incluso monarquías, que asumen poderes políticos extraordinarios ante la incapacidad de la burguesía para encontrar unidad interna, para controlar la lucha de clases y para responder a las presiones externas. La tendencia de los Estados capitalistas actuales va en dirección a poderes burocratizados fuertes, cada vez más separados de la vida parlamentaria formal, con estrechas conexiones internas con las organizaciones burguesas privadas, y crecientemente coordinados con y/o supeditados a otros Estados más poderosos y a los grandes gigantes financieros transnacionales, que también están unidos a corporaciones industriales.
Tres, la política cultural amplia y estratégicamente planificada, dirigida a la reproducción del nacionalismo burgués cohesionador interno del Estado y del interclasismo, y, cuando existe, de su componente imperialista de opresión nacional de otros pueblos y/o de explotación económica mediante el saqueo imperialista o subimperialista. Este tercer componente ha sido clave en la formación de los Estado-nación burgueses, y va adquiriendo cada vez más importancia conforme la mundialización de la ley del valor obliga a los Estados a ceder parte de sus poderes económicos ya superados, y a ceder cotas de «independencia nacional» a otros Estados más poderosos o a alianzas interestatales como la UE, etc. Si el ascenso de la lucha de clases interna empieza a plasmarse en un modelo nacional no burgués, proletario, opuesto al dominante, y si las luchas de liberación de los pueblos oprimidos, minan el nacionalismo imperialista, entonces el Estado acelera la reproducción de su nacionalismo con los componentes más autoritarios y reaccionarios posibles. Según el contexto internacional, estos cambios también se dan en otros Estados de modo que aparecen grandes bloques reaccionarios y revolucionarios supra, trans e intraestatales en los que la lucha cultural, teórica, filosófica y ética entre el capital y el trabajo, entre la opresión nacional y la liberación de los pueblos, etc., es inseparable de la agudización de la crisis a escala mundial.
Y cuatro, la estrategia político militar, que no sólo «defensiva», destinada históricamente a proteger el espacio material y simbólico de acumulación propia de esa burguesía, el espacio en el que se materializa y se guarda todavía la mayor parte de su capital acumulado. Este espacio también es denominado «patria», «nación burguesa» o «mercado nacional». En las fases anteriores del capitalismo, la «defensa nacional» podía hacerse contra otras burguesías atacantes, pero sin olvidar el componente esencial de «defensa de la propiedad privada», que justificaba grandes cesiones de las burguesías más débiles antes las más fuertes, aceptando inclusoi la ocupación militar de la «nación burguesa» para aplastar la revolución socialista interna. Actualmente, la «defensa nacional» de muchos Estados integrados en alianzas regionales imperialistas y subimperialistas, se ha especializado en la doble tarea de reprimir la lucha revolucionaria interna y las luchas de liberación de los pueblos ocupados dentro de las fronteras, y en conquistar y dominar pueblos con recursos estratégicos vitales para el imperialismo.
Pues bien, la interacción de esta cuádruple tarea centralizadora del Estado facilita que en todo momento se recree y se adapte a las nuevas exigencias del sistema en su conjunto el proceso de alienación social generalizada, y más en concreto, la fetichización de la existencia, el fetichismo de la mercancía. Aquí radica una de las diferencias cualitativas que separan y definen al Estado burgués de cualquiera otra forma-Estado precapitalista y, sobre todo, del Estado obrero en una sociedad en transición al socialismo. El poder de la burguesía no descansa exclusivamente en la violencia física y moral, sancionada por el terror simbólico de las religiones, como ocurría en las clases dominantes precapitalistas; tampoco descansa en la propiedad colectiva, pública y/o estatal de las fuerzas productivas y en la democracia socialista asegurada por el pueblo en armas, como en el Estado obrero en transición al socialismo. En el capitalismo, el poder burgués descansa sobre la predominancia de la alienación interclasista producida por el fetichismo de la mercancía, y, después, en las violencias centralizadas por el Estado, que actúan progresivamente cuando empieza a fallar el poder alienante e integrador del fetichismo social generalizado.
La predominancia estructural del fetichismo no anula la efectividad puntual pero siempre dependiente y relativa, de otras formas de dominación precapitalistas subsumidas en la compleja, multifacética y ágil dinámica del orden del capital. Las formas más duras de la violencia burguesa, como el terrorismo aplicado masiva y planificadamente mediante dictaduras y golpes militares, tampoco anulan la continuidad de fetichismo como sostén esencial del orden de explotación, sino que pretenden recomponer mediante la brutalidad las condiciones de explotación para que, de nuevo, se reinicie la «normalidad social» de la explotación. El fetichismo de la mercancía hace que la clase obrera adore a la mercancía que ella misma produce como una fuerza humana independiente y omnipotente, que no surge de su trabajo explotado sino que está siempre ahí, dominándolo todo. A la vez e inversamente, el proceso de explotación de clase desaparece y las clases sociales se esfuman, para quedar sólo los individuos frente al y dentro del mercado, el lugar donde reina la normalidad, la mercancía. El individualismo burgués tiene aquí su argumento: todos somos iguales ante la mercancía y dentro del mercado, en donde no existen explotación, opresión ni dominación, sino mala suerte, incapacidad, vagancia, fracaso, etc. ¿Para qué manifestarse, sindicalizarse e ir a la huelga por un salario mejor si sólo el individualismo egoísta extremo puede introducirnos en el club de los ricachones?
5.- EL ESTADO ESPAÑOL COMO EJEMPLO
La monarquía impuesta por el dictador Franco, aceptada en su tiempo hasta por el Partido Comunista de España, es el punto de bóveda que neutraliza las diferencias interburguesas, las contradicciones clasistas y las luchas de liberación nacional que arrastra el Estado español desde su formación histórica. Las distintas formas de exploración y dominio, de opresión, que realiza la burguesía española tienen su legitimidad formal última, en la monarquía. Por esto, las fuerzas económicas y políticas de orden menos estúpidas defienden la monarquía, saben que una III República significaría bien un presidencialismo dictatorial deseado por los sectores neonazis que a la larga empeoraría todos los problemas, o bien la rápida agudización de los conflictos hasta su estallido social por la debilidad congénita la raquítica burguesía democrática española. Ante este panorama, la mayoría de las «fuerzas vivas» optan por un claro endurecimiento autoritario que, por ahora, tiene cuatro expresiones directas: una, la masiva represión practicada contra Euskal Herria; dos, el «Estado de alarma» legalizado en todo el territorio; tres, el brutal ataque a los derechos y libertades sociales, a la calidad de vida y de trabajo, endurecido en los últimos tiempos pero especialmente en 2010; y cuatro, la cobarde pasividad institucional ante el envalentonamiento reaccionario del fundamentalismo nacional-católico españolista, tridentino e inquisitorial.
Por debajo del punto de bóveda monárquico, y ya más en relación con la práctica cotidiana de las dominaciones, otras estructuras institucionales, económicas, políticas, culturales, etc., cumplen sus tareas de defensa del sistema capitalista, pero siempre bajo el control próximo o distante del Estado. Dejando por obvia la función de las fuerzas represivas, de los aparatos judiciales y penales, ahora vamos a centrarnos muy brevemente en cinco estructuras o realidades sociales que refuerzan la efectividad de lo que define superficialmente como sistema de consenso y coerción, y que en realidad nos remite a los efectos paralizantes del fetichismo y al miedo a la represión.
Uno es el sistema de partidos políticos tal cual quedó definido tras la traición de los Pactos de la Moncloa, de la capitulación sin condiciones ante la monarquía y de la aceptación de la unidad nacional-burguesa española. El sistema de partidos, desde el PP al PCE, pasando por la socialdemocracia, es un sostén básico del orden material y simbólico del capital. Aunque el PCE haga muy recientemente alguna crítica a la monarquía y una defensa tibia y timorata de una III República descafeinada, en realidad no ataca radicalmente el orden establecido, y menos aún IU. Durante un tercio de siglo, la «izquierda» ha destrozado su militancia crítica, ha destruido las agrupaciones que podrían desobedecer a la burocracia, ha purgado los movimientos sindicales y de masas una y otra vez, ha desertizado orgánicamente el Estado. A la vez, ha desprestigiado la acción política revolucionaria, y ha vivido del arribismo, el nepotismo y la corrupción municipal e institucional. La tarea del PCE ha sido especialmente reaccionaria en tres áreas decisivas para la lucha revolucionaria organizada: impidió la recuperación de la memoria histórica a la vez que legitimó la represión con la tesis sobre «los trabajadores del orden», sobre todo contra el Pueblo Vasco. Aplastó tanto a la izquierda combativa en CCOO que al final su burocracia reformista abandonó por la derecha hasta el propio PCE; y desvirtuó el marxismo hasta reducirlo a un verborrea infame que justifica todas las claudicaciones.
Otro es el sistema de prensa y propaganda, la industria político-mediática abrumadoramente en manos de la derecha más cerril, y que juega un papel decisivo en la manipulación de masas, y en la creación de miedos y temores paralizantes. La prensa de centro-derecha, minoritaria, no se caracteriza por la defensa de las libertades sino por el ataque permanente a cualquier cosa que pueda significar lucha obrera y popular y teoría revolucionaria. Una idea clara del fracaso estratégico irrecuperable de la «izquierda» estatal, es su incapacidad y su desdén para crear un periódico reformista alternativo. Las muy honrosas excepciones de medios escritos y radiofónicos libes que se mantienen gracias a la digna militancia de las pequeñas izquierdas revolucionarias son gotas perdidas en un desierto de mentira y censura, y eso sin hablar de las televisiones.
El sindicalismo integrado en el sistema oficial de compra-venta de la fuerza de trabajo es un aparato burocratizado y esclerotizado que vive de las subvenciones del capital. De la misma forma en que, para las izquierdas, toda deuda económica con un banco es a la vez una deuda política con el sistema del capital, para el sindicalismo toda subvención es una dependencia económica y una deuda política con la patronal. Miles de burócratas sindicales sienten pavor a la lucha obrera porque, a su edad, dependen vitalmente de las concesiones patronales y de las claudicaciones obreras. Miles de burócratas sindicales llevan años sin pisar su puesto de trabajo y viviendo por encima de las condiciones económicas de sus ex compañeros de trabajo. Son conscientes de sus privilegios, y de su origen, y, al igual que sucede con la burocracia de la «izquierda» usan sus influencias para obtener puestos de trabajo para sus familiares y amigos, clientelismo que garantiza algunos votos de estómagos agradecidos. Pero este sindicalismo de su majestad, corporativo, amarillo, españolista y racista sufre las molestas presiones de las clases trabajadoras y de los muy contados sindicalistas revolucionarios que resisten estoicamente en su interior, no teniendo más remedio que apoyar algunas luchas y, de muy mala gana, alguna huelga general.
Además del sistema de partidos, de la prensa y del sindicalismo, las dominaciones y la efectividad del Estado se refuerzan gracias a ese mundo cotidiano reaccionario y conservador hasta la médula creado durante la dictadura, no combatido sino aceptado por la «izquierda» desde la «transición» y que se moviliza al son de las llamadas a la reconquista de la Iglesia española y de otras fuerzas extraestatales, algunas de ellas secretas. A la decena de millones de fieles y fanáticos votos del PP, hay que sumarle buena parte de los votos social, cultural y políticamente atrofiados del PSOE y de UPyD, así como de las derechas regionalistas y autonomistas, que también defienden el sistema capitalista en lo básico. Este amplio bloque social es ferozmente misógino y patriarcal, racista e imperialista español, y en su seno viven fuerzas neonazis que todavía no son dirigidas a la acción callejera masiva y organizada porque el PP ya cumple ese cometido, y porque aún va muy lenta la autogénesis del nuevo movimiento obrero, revolucionario e internacionalista que tarde o temprano surgirá de las cenizas del antiguo, derrotado estratégicamente entre finales de los ’70 y todos los ’80 del siglo XX.
Por último, el Estado español permite que una alta parte de la economía real escape del control de Hacienda, sea economía sumergida. Según datos de instituciones privadas en 2009 la economía sumergida representaba el 20% del PIB, pero otros datos sugieren que rondó el 23%, llegando en verano de 2009 al 30%. Lo que nos interesa de estos porcentajes es su efecto paralizante sobre la conciencia y la lucha obrera porque en esta economía no hay apenas derechos sindicales ni laborales, dominando el empresario. Los sueldos en negro, precarios e inciertos, mejoran en algo las duras condiciones de vida pero anulan casi toda capacidad de lucha. A estos sistemas de dominio subterráneo debemos unir otras dos formas de sujeción: una, que el alto componente de pequeñas y medianas empresas es un freno para la unidad de lucha de la clases obrera; y otra, que una parte considerable de la obtención de un puesto de trabajo asalariado se realiza mediante contactos familiares, personas conocidas, con lo que se crean lazos de dependencia, favores que hay que devolver so pena de enfrentarse a amenazas y chantajes.
A estas cinco formas de dominación debemos añadir una larga lista de medidas tácticas y coyunturales pero que tienen efectos paralizantes de largo recorrido. De entre ellas destacamos tres: una, común a todo el capitalismo que es la del impulso a las denominadas «clases medias» que sirvan de colchón amortiguador de los conflictos, y que en el Estado español fue empleada por el franquismo entre finales de los ’60 y mediados de los ’70, y luego por el PP. Otra, la política de bajo precio del dinero para facilitar el endeudamiento masivo de las clases trabajadoras y de las «clases medias», atándolas con las «cadenas de oro» del consumismo y que, al final, endeudan a una familia por decenas de años obligándole a la más sumisa pasividad. Por último, la tolerancia del Estado hacia el terrorismo empresarial, el terrorismo machista, el masivo consumo de drogas ilegales y legales, la circulación de «dinero criminal» que pudre conciencias y sojuzga por el egoísmo y el miedo, etc., prácticas estas muy frecuentes, estructurales, en el capitalismo español.
Concluyendo, el Estado español centraliza y dirige de forma flexible las dominaciones hacia los conflictos presentes y previsibles en el futuro, según una escala de prioridades revisada cada determinado tiempo por los aparatos burocráticos especializados. Esta es una de las razones que explican las enormes dificultades que encuentra el movimiento obrero y revolucionario para impulsar las luchas y coordinarlas, superando a la vez las fuerzas reformistas y reaccionarias que, en última instancia, siempre miran al Estado para saber cómo enfrentarse a las clases y naciones oprimidas. La izquierda revolucionaria nueva que despunta en el Estado español ha de estudiar a fondo el terrible poder del Estado y de las dominaciones que diferentes que éste centraliza; y a la vez, debe estudiar el superior poder alienante que surge de la lógica del fetichismo capitalista. Pero su futuro se decidirá no únicamente en el estudio teoricista de estas dominaciones sino, sobre todo, en la lucha práctica contra ellas, en la praxis revolucionaria.
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