
Si uno mira los libros de filosofía más vendidos a comienzos de 2025 podrá apreciar el funesto signo de los tiempos, encabezan El arte de la guerra de Sun Tzu y Las Meditaciones de Marco Aurelio. Luego la mayoría tiene claro que la sociedad es una jungla capitalista de lucha por el poder y que necesita resistencia estoica para soportar golpes y adversidades de ese destino sin inmutarse. El que en inglés aparezca también el libro On Freedom (Sobre la libertad) de Timothy Snyder, nos muestra que, aunque los neoliberales son hoy los dueños de la palabra «libertad», otro aciago hecho, los liberales o socialdemócratas se esfuerzan por recuperarla, tildando de totalitario todo lo que no sean ellos, pero indicando que eso es lo que hacen sus antagonistas.
En otras listas de Best Sellers, aparecen: La sociedad del cansancio de Byung-Chul Han, muestra de que los supuestos autoexplotados están cansados y Sapiens de animales a dioses de Yuval Noah Harari, que indica la paradoja de que quienes se han elevado merced al progreso y la evolución, leyendo a Sun Zu y a Marco Aurelio, desde la animalidad a la divinidad, se encuentren cansados y envidiando la vida de su mascota doméstica, ya sea canina o felina.
Destacan en otras listas los libros que contienen la palabra «estoicismo» y aquellos que indican cómo vivir, lo que refleja que la desorientación es grande y por eso se concibe la filosofía como compendio de recetas para vivir mejor. En tal coyuntura vemos que aparece también el libro de Pierre Hadot La filosofía como forma de vida.
Hay quienes procuran adaptar lo que escriben a los temas de nuestro tiempo y escriben sobre feminismo, ecología o inteligencia artificial, pero el principal tema de nuestro tiempo parece ser otro: nadie sabe cómo vivir, aguanta, quiere cambiar de vida, pero solo consigue resistir estoicamente donde está.
Se vive en un infierno al que, a fuerza de llamarle siempre cielo, o, sociedad del bienestar, Estado del bienestar, aunque de ello resulte todo malestar, ha convertido la existencia del burgués que lee algo en un limbo o purgatorio, en una burbuja desagradable de la que no quieren salir porque lo que hay fuera le da miedo o le han dicho que es mucho peor.
Pero las masas no son tontas, saben en cuanto también son multitud y participan de la inteligencia general, si leen sobre «poder» y «resistencia» es porque anhelan una «libertad» que se les vende, pero se les hurta. Saben que vivimos en la sociedad del espectáculo, en servidumbre voluntaria, que la libertad que se les vende es un simulacro, pero no saben qué hacer ni cómo escapar. A quienes los administradores de la existencia liberales o neoliberales proporcionan algunas ventajas sobre los demás, con ellas se consuelan, mientras que quienes no tienen ventaja alguna, solamente se afanan por conseguirlas y no se rebelan, aunque sean mayoría.
Falta valor, como siempre, para desertar en masa de la forma de vida impuesta. Pero es que para poder efectuar la insurrección y rebeldía general quizá haya que cambiar, entre otras cosas, la orientación de las lecturas.
Para empezar con ello nosotros recomendaríamos otros Best Sellers, el célebre Discurso sobre la servidumbre voluntaria de Etienne de la Boétie, el no menos clásico Estatismo y Anarquía de Bakunin, y también, entre los contemporáneos, el titulado Crítica de la razón cínica de Sloterdijk, al que añadiremos Cultura y simulacro de Jean Baudrillard.

La servidumbre voluntaria es multicausal, está producida por varios fenómenos, pero podría decirse que la causa principal es la estructuración vertical y piramidal de la sociedad de arriba abajo. Sin la colaboración con el soberano, con el tirano convertido en Estado, no podría reducirse la libertad a sumisión y la igualdad a dominación. La fuerza, policía y ejército, podría parecernos que es el medio para sojuzgar, pero no es cierto, ese es el medio para reprimir en caso de que sea necesario, pero se domina subrogando la tiranía, convirtiendo a algunos súbditos colaboradores en grandes tiranos con cada vez más pequeñas parcelas de poder:
“Ni la caballería, ni la infantería constituyen la defensa del tirano. Cuesta creerlo, pero es cierto. Son cuatro o cinco los que sostienen al tirano, cuatro o cinco los que imponen por él la servidumbre en toda la nación. Siempre han sido cinco o seis los confidentes del tirano, los que se acercan a él por su propia voluntad, o son llamados por él, para convertirse en cómplices de sus crueldades, compañeros de sus placeres, rufianes de sus voluptuosidades y los que se reparten el botín de sus pillajes. Ellos son los que manipulan tan bien a su jefe que éste pasa a ser un hombre malo para la sociedad, no sólo debido a sus propias maldades, sino también a las de ellos. Estos seis tienen a seiscientos hombres bajo su poder, a los que manipulan y a quienes corrompen como han corrompido al tirano[1]”.

Lo que a los de izquierdas parece lo menos malo, el Estado representativo democrático socioliberal, está formado por centenares de parlamentarios y senadores que tienen bajo su mando a miles, conforme se derrama su poder desde arriba hacia abajo, igual que antaño pasaba con el soberano:
“Estos seiscientos tienen bajo su poder a seis mil, a quienes sitúan en cargos de cierta importancia, a quienes otorgan el gobierno de las provincias, o la administración del tesoro público, con el fin de favorecer su avaricia y su crueldad, de ponerla en práctica cuando convenga y de causar tantos males por todas partes que no puedan mover un dedo sin consultarlos, ni eludir las leyes y sus consecuencias sin recurrir a ellos. Extensa es la serie de aquéllos que siguen a éstos. El que quiera entretenerse devanando esta red, verá que no son seis mil, sino cien mil, millones los que tienen sujeto al tirano y los que conforman entre ellos una cadena ininterrumpida que se remonta hasta él[2]”.

Lo que ocurre es que se nos ha convencido de que, dentro de las organizaciones posibles, todas ellas consideradas estatistas, la forma de Estado menos mala sería la del Estado republicano, lo cual, puede que sea cierto, pero tener que elegir entre males es lo que nos impide poder escoger un bien y descartar todo mal. El autogobierno democrático entre libres e iguales está vedado y si se pretende que se puede realizar a través del Estado socialdemócrata, con ello, solamente, se enmascara la dominación descarada del Estado neoliberal. Bakunin lo expresó claramente en el mejor libro de geopolítica de su tiempo:
“Por consiguiente, ningún Estado, por democráticas que sean sus formas, incluso la república política más roja, popular sólo en el sentido mentiroso conocido con el nombre de representación del pueblo, no tendrá fuerza para dar al pueblo lo que desea, es decir la organización libre de sus propios intereses de abajo a arriba, sin ninguna injerencia, tutela o violencia de arriba, porque todo Estado, aunque sea el más republicano y el más democrático, incluso el Estado pseudopopular, inventado por el señor Marx, no representa, en su esencia, nada más que el gobierno de las masas de arriba a abajo por intermedio de la minoría intelectual, es decir de la más privilegiada, de quien se pretende que comprende y percibe mejor los intereses reales del pueblo que el pueblo mismo. Así pues, dar satisfacción a la pasión popular y a las exigencias del pueblo es cosa absolutamente imposible para las clases propietarias y para las gobernantes, la violencia de Estado, el Estado simplemente, porque Estado significa precisamente violencia, la dominación por la violencia, enmascarada, si es posible y, si es preciso, franca y descarada[3]”.

Dentro de la burguesía e incluso el proletariado se capta a los más industriosos, los más dóciles, quienes destacan en seguir las normas y aplicados a estudios y trabajos, mayormente muestran predisposición a servir al Estado burgués y al estado de cosas existente. Adoctrinados en las virtudes del contrato social, la razón y el progreso, con buenas intenciones, los socialdemócratas creen realmente al principio que su labor es mejorar la vida del pueblo, pero una vez elevados sobre los demás, pronto degeneran y desaparecen esos nobles motivos, que ya solamente persiguen simulando que actúan en favor del pueblo cuando ya saben que su labor solamente aprovecha a los de arriba:
“Las exigencias de una cierta posición se vuelven más fuertes que los sentimientos, las intenciones y los mejores motivos. Al volver a su hogar los jóvenes (…), después de haber recibido su educación en el extranjero, se sienten obligados, gracias a la educación recibida y sobre todo a sus deberes ante el gobierno por cuenta del cual han vivido la mayor parte en el extranjero, así como a causa de la imposibilidad absoluta de encontrar otros medios de subsistencia, a convertirse en funcionarios del Estado y hacerse otros tantos miembros de la única aristocracia que existe en el país, la de la clase burocrática. Una vez entrados en esa clase, se convierten a pesar de ellos en enemigos del pueblo. Habrían querido quizá, y sobre todo al comienzo, libertar a su pueblo o, al menos, mejorar su vida, pero deben sofocarlo y robarle. Basta continuar ese trabajo durante dos o tres años para habituarse y reconciliarse con él al fin de cuentas, con ayuda de una mentira liberal cualquiera o incluso democrática y doctrinaria; y nuestra era abunda en esas mentiras. Una vez reconciliados con la necesidad férrea contra la cual no son capaces de luchar, se convierten en pillos rematados y son tanto más peligrosos para el pueblo cuanto más liberales o democráticas son sus declaraciones públicas[4]”.
Nuestro mejor Estado y no hablemos ya de los peores, no puede ser sino el sucedáneo del Soberano, el Estado absolutista o el Estado estalinista, el Estado neoliberal o el socialdemócrata, no difieren en estructura, son como todo Estado jerárquicos y organizados de arriba abajo, como la base de la pirámide siempre estará más poblada que las sucesivas cúspides, el Estado siempre supondrá la dominación de la mayoría por una minoría, siendo siempre falso que la vida de los de arriba pueda universalizarse y generalizarse igualándose a la de los de abajo:
“Los rusos, hasta el último de nosotros, sabemos lo que es, desde el punto de vista de su vida interior, ese gentil imperio panruso. Para un pequeño número, para algunos millares de individuos tal vez, a la cabeza de los cuales se encuentra el emperador con toda su familia augusta y con toda la servidumbre ilustre, ese imperio es una fuente inagotable de todas las riquezas, exceptuadas las de la inteligencia y de la ética humanas; para un círculo más grande –aunque aún minoría restringida–, compuesto de varias decenas de millares de individuos, de militares superiores y de funcionarios civiles y eclesiásticos, de ricos propietarios, de comerciantes, de capitalistas y de parásitos, es un protector generoso, benevolente e indulgente con el robo legal y bastante lucrativo; para la gran masa de los pequeños empleados –siempre insignificante en comparación con la gran masa del pueblo–, una nodriza avara; y para los millones innumerables del pueblo trabajador, es una madrastra siniestra, un opresor despiadado y un tirano homicida[5]”.

La historia de la modernidad y de la Ilustración es el relato de un engaño, del proceso de consumación de la encriptación del poder que ha permitido el simulacro de democracia globalizada, la historia de un capitalismo triunfante que a medida que aumenta su dominio sobre el mundo se siente capaz de quitarse algunas máscaras, como la de Estado de derecho, para volver a gobernar despóticamente. Una nueva Ilustración no sería entonces sino la nueva faz de un renovado engaño, otro simulacro de democracia para gobernar a las masas haciéndolas creer que en su servidumbre reside su libertad.
Los ilustrados, empresarios y funcionarios, son unos cínicos elitistas que saben que su vida buena no se puede generalizar y sin embargo mantienen para las masas la ilusión de la universalidad y el progreso, del avance de la razón y el Estado del bienestar, postura que sostienen, ambiguamente, tanto con entusiasmo como con discreción.
Desde el momento en que se pasa a ganar unos 4.000 euros al mes, y todos los gobernantes ganan más que eso, el ilustrado pasa a mantener sus principios de emancipación de la humanidad cínicamente, al igual que el sacerdote hipócrita desencantado con el descubrimiento de la muerte de Dios, hiciese antes que él, con los principios de la religión:
“Con 2.000 marcos netos al mes empieza calladamente la contra-ilustración, proponiendo que todo aquel que tenga algo que perder se las entienda en privado con su conciencia infeliz o la supraestructura con engagements[6]”.
Eso es algo que los ilustrados ocasionalmente muestran, porque, aunque su discreción los lleva a esconder tal secreto a voces, no pueden en todo momento contener arrebatos de sinceridad:
“Toda prepotencia, una vez que se ha puesto a hablar, no puede por menos que irse de la lengua, pero tan pronto ha asegurado la discreción, entonces puede ser increíblemente sincera. (…) el despierto saber de las cabezas dominantes pretende ponerse unos límites discretos; pues prevé un caos social si de la noche a la mañana las ideologías, los temores religiosos y acomodaciones desaparecieran de las cabezas de muchos. Estando él mismo desilusionado reconoce la absoluta necesidad funcional de la ilusión para el statu quo social. De este modo trabaja la Ilustración en las cabezas que han reconocido el surgimiento del poder. Su precaución y discreción es perfectamente realista, pues encierra una sobriedad impresionante, una sobriedad en la que reconoce que «los frutos dorados del placer» prosperan sólo en el statu quo que pone en el regazo de unos pocos las oportunidades de individualidad, sexualidad y lujo. No sin referencia a tales secretos de un poder podrido, era como Talleyrand decía que la dulzura de la vida sólo la había conocido aquel que había vivido antes de la Revolución[7]”. (Peter Sloterdijk Crítica de la razón cínica. Siruela, Madrid, 2003, p.77).

Sebastiao Salgado Photo, del libro “Gold”
La Revolución francesa encaramó a los burgueses al poder, pero éstos nunca dejaron de añorar el poder aristocrático que habían derrocado y cuyo lugar no podían reconocer que habían ocupado. Así, secretamente, han laborado en sin cesar en elaborar una pantalla total, una melaza de gerontoplasma con la cual aparentar ser los adalides de la razón y de la libertad, los abanderados de la luz frente a las tinieblas, mientras se encaramaban a las cimas de ese gobierno piramidal que el dinero y el poder les proporcionaba. En Cultura y simulacro, obra de 1977, Jean Baudrillard nos dice que en la simulación:
“no se trata ya de imitación ni de reiteración, incluso ni de parodia, sino de una suplantación de lo real por los signos de lo real, es decir, de una operación de disuasión de todo proceso real por su doble operativo, (…) que ofrece todos los signos de lo real (…). Disimular es fingir no tener lo que se tiene. Simular es fingir tener lo que no se tiene. Lo uno remite a una presencia, lo otro a una ausencia. Pero la cuestión es más complicada, puesto que simular no es fingir: Aquel que finge una enfermedad puede sencillamente meterse en cama y hacer creer que está enfermo. Aquel que simula una enfermedad aparenta tener algunos síntomas de ella. Así, pues, fingir, o disimular, dejan intacto el principio de realidad: hay una realidad clara, sólo que enmascarada. Por su parte la simulación vuelve a cuestionar la diferencia de lo verdadero y de lo falso, de lo real y de lo imaginario[8]”.
El resultado es la generalización de la corrupción, que sustituye el poder constituyente por un poder constituido, el cual, gobierna desde arriba a través de una pirámide clientelar de favores que se derraman desde la cúspide hasta abajo sin llegar nunca a la amplia base que la sustenta. La anarquía queda excluida y soterrada, cuando no pretendidamente absorbida por un liberalismo que entiende todo lo existente debe quedar bajo su totalitaria administración de la existencia.
En el juego de la posverdad se encuentran la izquierda y la derecha, los socialdemócratas y los neoliberales, ambos ya cínicos e hipócritas. Cuando ya no se necesita la simulación, el simulacro de democracia, dejan entonces de ser necesarias las fake news, pues esas son las que utiliza sobre todo el poder estatista aliado con el de los más grandes capitalistas para hacer caer a su rival. En ese momento se muestra visible y en toda su crudeza que el Estado contemporáneo, sin máscaras, como el de Donald Trump con Elon Musk, es tan absolutista como el del zar Nicolás II, tan nazi como el de Hitler y tan social como el de Stalin.

[1] Etienne de La Boétie El discurso de la servidumbre voluntaria. La Plata: Terramar, Buenos Aires, 2008, p.67.
[2] Etienne de La Boétie El discurso de la servidumbre voluntaria. Op.cit., p.68.
[3] Bakunin Estatismo y anarquía. Editorial Anarres. Buenos Aires 2006, p.31.
[4] Bakunin Estatismo y anarquía. Op. Cit., p.64.
[5] Bakunin Estatismo y anarquía. Op. Cit., p.74.
[6] Peter Sloterdijk Crítica de la razón cínica. Siruela, Madrid, 2003, p.43.
[7] Peter Sloterdijk Crítica de la razón cínica. Op. Cit., p.77.
[8] Jean Baudrillard Cultura y simulacro. Editorial Kairós, Barcelona, 1978, p.7-8.
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