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Estados de dominación

Fuentes: Rebelión

La capacidad de dominar a otra persona transflora tras la consecución de sugestionarle temor, tras la transmisión de que es o puede ser, ante ésa que resultará dominada, potencialmente más violenta, más eficaz en crueldad como un posible y no descartado recurso. No es que un hombre casualmente no pueda ser dominado por una mujer, […]

La capacidad de dominar a otra persona transflora tras la consecución de sugestionarle temor, tras la transmisión de que es o puede ser, ante ésa que resultará dominada, potencialmente más violenta, más eficaz en crueldad como un posible y no descartado recurso. No es que un hombre casualmente no pueda ser dominado por una mujer, sino que el hombre ya cuenta con más protección por parte de la sociedad patriarcal y, aun siendo dominado casualmente, no se extiende su individualidad dominada más allá de su esposa o de su madre -si así lo fuera-.

Pretendiendo ser lo más realista, de esos enfrentamientos o de discusiones desquiciadas que se dan en la pareja se evidencia una clara ventaja de violencia extrema a favor del hombre, extrema en cuanto a que la mujer suele ser la que pierde su vida en un último término o consecuencia, su vida nada más ni menos; puesto que la mujer no es más eficaz en fuerza para salir ilesa de ese enfrentamiento o para exterminar al otro si el resultado es una víctima mortal. Pero la mujer no está dominada ahí, en el instante que se desencadena este desagradable hecho, sino que ya se encontró dominada mientras estuvo atemorizada enfrente de un ser más fuerte y decisivo en levantarle la voz o en intimidarla violentamente.

Muchos hombres alardean del «yo no sería capaz» y no, ese no es el problema, porque tan pronto como sea capaz su sangre correrá por el suelo menos que la de su esposa; y eso no es lo único grave, sino que, supuesto que al hombre siempre le agrada una u otra violencia, es más consecuente a ejecutar su fuerza más tarde o más temprano. Es el hombre quien compite con su fuerza, lidera las rivalidades sociales, posee las armas habitualmente, promueve el fanatismo o el atrevimiento para humillar y es, además, el mayor propietario de los bienes materiales que existen en el mundo; y ya se sabe: por poseer irremediablemente se domina. La gravedad del asunto radica en la cultura que ha impuesto, claro, que ha protagonizado.

El hombre ha contado la historia y, por eso, las referencias para la educación de los jóvenes son las que consideran a la mujer como sumisa, resignada y complaciente ante su «macho» que le «inspiró» seguridad: ahí estaba él para protegerla de quien quería violarla, quitarle sus hijos, esclavizarla, etc. Y hoy en día el hombre no puede concebir ese «estar de lado», ser más prescindible, comprobar cómo lo que plenamente dominaba se libera un poco:  busca trabajo, expone sus piernas para que sean vistas por todo el mundo -no sólo por él-, se intelectualiza asimismo y…¡eso es intolerable! para la cultura evidentemente machista.

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En el contexto político-social ocurre igual, que los que formaban la clase alta ostentando todos los privilegios sociales ya «se muerden las entrañas» al darse cuenta que los humildes, los simples obreros, los manipulados con tanta facilidad, pasan de sus cuentos y están a un mismo nivel como personas, más libres o menos dominadas.

Como conclusión, sólo se domina a través de la violencia y de la ignorancia porque precisamente estos dos factores inculcan temor, temor para que no alcancen sus libertades los más débiles: el padre imbuía temor a sus hijos para ser respetado, el autócrata recurría a la represión y a la persecución para garantizar su poder, el señor feudal al aislamiento, a la ignorancia, para que se concibiera siempre un enemigo externo, la religión a la censura, a lo impío o a lo merecidamente castigable en aquellas personas que no le obedecían, etc.