Stevenson imaginó ese instante en que el bondadoso Jekyll, ese príncipe de la paz y del buen talante, aún no duerme mientras que su opuesto, el terrible Hyde, ya lleva un rato trajinando, ocupado en traicionar a cuantos ha abrazado por el día. Digo que en ese instante, cuando aún Jekyll no ha cogido el […]
Stevenson imaginó ese instante en que el bondadoso Jekyll, ese príncipe de la paz y del buen talante, aún no duerme mientras que su opuesto, el terrible Hyde, ya lleva un rato trajinando, ocupado en traicionar a cuantos ha abrazado por el día.
Digo que en ese instante, cuando aún Jekyll no ha cogido el sueño y oye que Hayde le está sacando brillo a los misiles y a los tanques; cuando, asustado, sólo puede dedicarse a vigilar los movimientos del perverso; cuando no sabe qué hacer ni qué decir y la sonrisa pánica se le clava en la cara como si fuera una máscara de trapo, es cuando repara, de pronto, en que ya sabía todo lo que en ese instante estalla y es cuando comienza a sospechar que uno de los dos tiene que morir. Eso le aterra tanto que prefiere hacer que no ha visto nada.
Pero ha visto y lo sabe, es más sabe lo ha sabido desde siempre: que las aguas que atraviesa cada noche precisan sales a puñados de hipocresía; anchas espaldas para bailar por ese río que tiene en una orilla lo legal y en la otra la justicia. Lo sabe, pero aún se siente a salvo, porque cree ser el único que ve el sarcasmo y que aún puede seguir escupiendo huesos sin parar: Estas guerras humanitarias para salvaguardar la paz del pueblo, bla, bla, bla…
Digo que Stevenson imaginó ese instante en el que la transtornada criatura sabe, como en los duelos, que una de sus dos mitades tiene que morir; porque alguien que no duerme está golpeando con los nudillos en la puerta y tarde o temprano el cuarto oscuro se abre. Tarde o temprano los bifrontes perros desalmados, los que pueden cruzar el río de la vida y convertirlo en sangre sin que les tiemble el pulso, saben que pueden ahogarse en esas ciénagas que no permiten la unión de lo justo y lo legal.
Ellos, los que hacen un abismo entre las dos orillas, los bifrontes perros de Jano, los que creadores del hambre, los hacedores de desempleados y mendigos, los que ya han mordido y destrozado casi todo, ellos, los perros del bifronte Jano, han sido sorprendidos en su juerga de mentiras. Y Hayde lo sabe. Sabe que Jekiyll lo sabe y que todos lo sabemos.
Digo que Stevenson imaginó ese instante en el que el bifronte Jano, ese dios romano del que los griegos nunca quisieron saber nada, sabe que va a ser sorprendido con sus perros en colmillos de faena y deja que su demediada criatura tome partido: Que Jekyll se levante y golpee la puerta, dispuesto a entrar a patadas en el cuarto oscuro, dispuesto a encararse con el otro, a cogerle como a un monstruo de madera por los hombros… Sólo dispuesto para el salto, ya sabemos que es un cuento. Pero esa valerosa decisión tiene premio. Sólo tras ella, el otro, el siniestro mudo, toma la suya por su cuenta y definitivamente se hace el muerto.
Sólo es literatura de terror, la que responde a la pregunta: ¿Qué sucede cuándo lo legal va por un lado y lo justo va por otro?
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso de la autora mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.