Lociones y navajas para los petimetres. para mí pecas y barba hirsuta.Walt Whitman[1]En esta época en la que todo, incluido el ser humano, ha quedado reducido a mercancía producida en serie, la cuestión de la estética humana no es tan banal como a priori pudiera parecerlo, sino que se torna en reflejo de la pérdida […]
Lociones y navajas para los petimetres. para mí pecas y barba hirsuta.
Walt Whitman[1]
En esta época en la que todo, incluido el ser humano, ha quedado reducido a mercancía producida en serie, la cuestión de la estética humana no es tan banal como a priori pudiera parecerlo, sino que se torna en reflejo de la pérdida de identidad de nuestra esencia humana. Nos hemos convertido en maniquíes, en objetos expositores de otros objetos. Y esto es incluso más evidente en aquellos que creen huir de la moda y de los canones estéticos ortodoxos y que ven en su imagen aparentemente contestataria un modo de oposición a lo normativo. Pero esta huída estética de lo normativo es doblemente falsa. En primer lugar, porque hoy todo está normativizado, aún lo supuestamente contestatario, que es adaptado al sistema para que pueda ser acogido en su seno sin causar problemas, más allá del escándalo de alguna anciana. Y en segundo lugar, porque a menudo la búsqueda de la individualidad en lo estético, algo que a pesar de todo es secundario, no esconde mas que la integración -probable mente inconsciente, como casi todo lo que nos ocurre hoy- en el sistema al que pretende enfrentarse, diluyéndose la posible oposición en cómoda rebeldía[2]. Lo importante no es la imagen que podamos mostrar cara al exterior, sin que tampoco haya que restar importancia a ésta, sino las razones últimas de nuestro modo de vida, lo cual se puede reflejar externamente o no. Pero en la Sociedad Espectacular en la que vivimos, la imagen lo es todo y, a menudo, no podemos evitar caer en su trampa.
Si ya de por sí es díficil sobreponerse a la realidad que nos rodea, mucho más difícil es hacerlo en cuanto a lo que nuestro aspecto externo se refiere, aunque pueda parecer todo lo contrario. Ser capaces de controlar algo tan nimio como es nuestro aspecto físico y sustraerlo de las relaciones mercantiles y de las influencias externas de una sociedad que todo lo convierte en mercancía es sumamente complicado, por no decir casi imposible. Esto se debe a dos rasgos básicos de la Sociedad Industrial que tienen su reflejo en nuestra estética, en nuestra forma de vestir y de cuidar nuestro aspecto físico. Estos factores son la estereotipación y la artificialización de la vida.
La estereotipación estética vendría dada por la reducción estética a unos cuantos tipos básicos estandarizados. Estos tipos ofrecen una amplísima variedad -tanta como tribus urbanas puedan existir o se puedan inventar desde los despachos de las multinacionales- pero por ello mismo son reduccionistas, por cuanto vienen predeterminados. Estos tipos lo engloban todo, incluso aquello que aparenta salirse de lo normal. La estética punk, por poner un ejemplo extremo de estética aparentemente antisistema, no se sale realmente de los cauces marcados por la sociedad del consumo compulsivo en la que nos hayamos: da igual lo que compres, pero compra. Al sistema no le preocupa que tu camiseta lleve un eslogan anti-sistema, porque, a su pesar, está dentro de los cauces del mismo y lo que está dentro del sistema no puede suponer un peligro para él. Lo alternativo se convierte en moda, siendo así fagocitado por el sistema que dice combatir, que lo reduce a una imagen de su propia miseria e incapacidad para luchar contra la dictadura de la mercancía.
La artificialización tiene su característica estética más evidente en la huída de todo aquello que nos recuerde lo que somos -¡pese a todo aún seres humanos!- y el gusto por lo que de falso hay en nuestras vidas, buscando desesperadamente la asimilación con la época. Asimilación producida por la adopción de todos aquellos requisitos que se nos exigen para estar siempre a la última, el no quedarse atrás y gozar de los desenfrenos de una sociedad que necesita vendernos que ocurre algo nuevo a cada instante y que todo lo que ocurre, por supuesto, nos beneficia; pero lo cierto es que lo único que ocurre es que cada vez perdemos un poco más nuestra identidad y como seres humanos. Hay una necesidad de añadir extras a nuestro cuerpo, de exhibirnos como si fuésemos un muestrario de la abundancia de productos de que podemos disfrutar. Gafas de sol, cuanto más llamativas mejor; teléfonos móviles colgando del cuello a modo de cencerro para que nos recuerden lo que somos: un rebaño que d ebe seguir la senda marcada; zapatillas deportivas de última generación; los cascos en los oídos para escuchar la última novedad que, curiosamente, es igual a la de la semana pasada y ésta igual a la de la anterior. Debemos estar siempre a la última y no quedarnos rezagados; el sistema exige que no perdamos comba del ritmo que nos marca.
Con respecto a lo que llamo «huída de lo humano» quiero llamar la atención sobre un aspecto al que no se da importancia y que, a primera vista, parece carecer de ella, pero que creo que define bien la esencia del sistema en el que vivimos. Hablo del aborrecimiento que muestra nuestra época hacia el vello. Nunca ha habido un período histórico tan preocupado estéticamente por eliminar el pelo del cuerpo humano[3]. Esta fobia al vello se puede tomar como un símbolo de una de las características más importantes -y desastrosas- de nuestra época, el desprecio a la Historia. La presencia de pelo en nuestro cuerpo nos recuerda nuestro origen animal, es un recuerdo de nuestro devenir histórico que nos llevo desde nuestra primitiva condición de animales hasta la de seres racionales. Querer eliminar el vello de nuestro cuerpo es negar que formamos parte de la naturaleza, como el resto de seres que habitan la Tierra y es negar la Historia de la Humanidad, que se ha construído a lo largo de millones de años, pero que nunca como hasta ahora se sintió tan distante de su Historia social y natural como hasta ahora. El ser humano actual niega la Historia, se cree fuera de ella y piensa que todo ha sido siempre igual[4], no puede concebir que la Humanidad se ha desarrollado a lo largo de un proceso histórico que nos ha llevado a lo largo de los siglos hasta la actualidad. Negar la Historia o, peor aún, su aparente contrario, creer que somos la culminación de la misma. Esa es la otra cara de la moneda, pensar que la Historia tiene un fin y que ese fin somos nosotros. Pero esta visión está igualmente fuera de la Historia. Pensar que la Historia tiene un fin supone negarla, por cuanto si todo está determinado no hay devenir posible. Despreciar el vello en el cuerpo humano es despreciarnos a nosotros mismos, por cuanto es una parte de lo que somos, es lo que nos recuerda nuestro origen animal, precisamente lo que más molesta a los que piensan que somos la culminación de la Historia y a los que creen todo ha sido siempre igual, puesto que les obliga a enfrentarse de cara a la Historia.
Antaño la barba era un símbolo de sabiduría, era la imagen del respeto hacia los mayores, era el recordatorio de que el paso de los años permitía la acumulación de experiencia y que, gracias a esa experiencia, el ser humano tenía algo a lo que aferrarse, algo que le sujetaba a su propia Historia. Pero hoy, cuando no cabe mayor desprecio por la vejez, cuando las personas maduras huyen de su propia madurez e imitan a los jóvenes para que no se les pueda acusar de estar pasados de moda[5], cuando nadie quiere envejecer, cuando todos quieren ser eternamente jóvenes… ¿qué sentido le puede quedar? Cortemos las barbas de Sócrates, condenemos al ostracismo a todos los filósofos barbudos, puesto que ya nada podemos aprovechar de ellos, ningún aprendizaje queda por sacar de sus canas y de sus luengas barbas. Lo importante hoy día es parecer juvenil y despreocupado tal y como mandan los tiempos, no mirar al pasado ni preocuparse del futuro[6], vivir en un eterno presente en el que nad a importa más allá de lo que pase delante de nuestras narices.
En este «mundo feliz» en el que vivimos no ha lugar para seres humanos tal y como se han entendido estas palabras a lo largo de la Historia. Una nueva Humanidad se está forjando, pero debemos recordar que no todo lo nuevo es mejor que lo pasado, auqnue así nos quieran hacer creer y ese nuevo ser humano recuerda demasiado al que nos han pintado las diferentes distopías, especialmente a los de la película La fuga de Logan, que reflejaba un mundo que había olvidado su Historia, que vivía recluido en sí mismo y que deshechaba a los individuos «viejos» -y los viejos en ese mundo no pasan de los treinta años- como inservibles. En nuestras manos está evitar que lleguemos a esos extremos, estamos a tiempo de volver la vista atrás y al contemplar en nuestro pasado el horror del presente ponerle solución antes de que sea demasiado tarde.
Retomando la cuestión, hoy todo el mundo quiere deshacerse del vello, de ese rasgo arcaizante del ser humano, pero que en el fondo nos define como lo que somos: humanos, unos guapos, otros feos, con más pelo con menos pelo, blancos, negros, rubios, morenos. seres humanos, imperfectos, por tanto, pero hermosos en esa imperfección, no somos máquinas producidas en serie. Por eso es triste que sea cada vez más frecuente encontrar personas que se depilan completa y definitivamente para no tener un sólo pelo, ni en la cabeza, ni en la cara, ni en el resto del cuerpo y mucho menos en los lugares más íntimos y más hermosos del cuerpo humano[7]. Y los apologistas del fin de la Humanidad, los defensores del progreso a ultranza, aunque ese progreso acabe con lo que entendemos por ser humano, lo celebran encantados. Se elimina así un rasgo más de humanidad; una molestia menos, ya no hará falta afeitarse; un elemento diferenciador menos, ya podremos ser todos iguales, imberbes. Todos rapados, sin vello y con músculos artificiales formados a ritmo de gimnasio. Y, dentro de poco, la biotecnología nos permitirá elegir: ya no habrá feos, todos seremos sanos, guapos, iguales, perfectos. ¿Qué vendrá después, el código de barras tatuado en la frente que asegure que cumplimos todos los requistos de calidad? Espero que no lleguemos a eso, porque habremos dejado de ser humanos y, aunque todo esto suene a ciencia ficción, a discurso apocalíptico, lo ciero es que cada día se avanza un paso en la pérdida de identidad del ser humano, en su alejamiento de lo que nos hace humanos y en la artificialización de la vida. Espero que sepamos pararlo a tiempo, sino, a mí que me dejen con mi hermosa y humana fealdad, con mi barba, mis pelos y mi cuerpo, yo quiero seguir siendo humano, no quiero ser un bonito maniquí artificial.
NOTAS:
[1] Walt Whitman: «Canto a mí mismo», Hojas de hierba, Espasa, Madrid, 1999, p. 143
[2] Un buen ejemplo se encuentra en el mundo hippie, que acabó convirtiéndose en pura imagen y representación, en una parte más del Espectáculo. La contra-cultura hippie se convirtió en un fenómeno de la cultura que pretendía superar, Ken Knabb: «Sobre la miseria de la vida hippie», Secretos a voces, Literatura gris, Madrid, 2001, pp. 5-17.
[3] Es cierto que en otras épocas también ha existido un cierto desprecio por el vello, especialmente por el de la cara, pero nunca tan exacerbado. Además, es curioso que ese desprecio se haya dado fundamentalmente en períodos en los que se abre paso un régimen tiránico y se produce una pérdida de identidad y decadencia de los antiguos valores, como fue el tránsito de la República romana al Imperio.
[4] Ese desprecio moderno por la Historia, ya lo definió hace ¡75 años! José Ortega y Gasset y desde entonces no ha hecho sino acrecentarse: La rebelión de las masas, Espasa-Calpe, Madrid, 1972, pp. 54-5
[5] Vivimos en una sociedad de adolescentes, en la que lo único que cuenta es no quedar desfasado, Jaime Semprún: El abismo se repuebla, Precipité, Madrid, 2002, pp. 21 y ss.
[6] Ibídem. pp.78 y ss.
[7] El vello nos recuerda también el sexo, lo hermosamente salvaje de la sexualidad humana, lo que llevó a Arthur Schopenhauer a pedir la prohición de la barba: «La barba debía estar prohibida gubernativamente, por ser media máscara. Además, es obscena, como signo del sexo en medio de la cara; por eso le gusta a las mujeres», en: «Metafísica de lo bello y estética», La lectura, los libros y otros ensayos, Edaf, Madrid, 1996, p. 88, nota 7.