«La privatización de lo íntimo concierne más al registro de la confusión que al de la desviación moral: se sustituye una utopía concreta por la fantasía de una afectividad dispensada de los equívocos del mundo vivido. Esta denegación de la fragilidad y este ideal del control tienen consecuencias políticas.» Michaël Foessel, La privación de lo […]
«La privatización de lo íntimo concierne más al registro de la confusión que al de la desviación moral: se sustituye una utopía concreta por la fantasía de una afectividad dispensada de los equívocos del mundo vivido. Esta denegación de la fragilidad y este ideal del control tienen consecuencias políticas.»
Michaël Foessel, La privación de lo íntimo (2010)
Cuando empezó la primera ofensiva, años ochenta, las repercusiones psicológicas de la aceleración del capitalismo sobre las personas parecían efectos secundarios: casos aislados. Encerrados en torres de marfil, rodeados de amigos que compartían el rechazo, conscientes de la deriva del sistema hacia el territorio de la conciencia, hacia la dominación interior (hasta hacerla voluntaria y deseada), nos creíamos, a salvo. Parecía que consumir hasta la extenuación (emociones, coches, sexo, viajes, hijos, objetos high tech o lo que fuera) sólo afectaba al universo del dinero y, por tanto, a la necesidad (lógica) de aceptar la moderna esclavitud a cambio de permanecer en el escaparate placentero del consumo. La búsqueda de la satisfacción inmediata era el objetivo. El Capitalismo 3.0 premiaba la sumisión de sus cuadros y dirigentes -provenientes, en su mayoría, de la clase media- con mayor poder adquisitivo. El paso de la potencia al acto se consumaba cada día. Todo era nuevo, deslumbrante. En la condición de único, hecho a medida de tu vida, descansaba el principio del placer, del éxito social y afectivo. Parecía que todo se limitaba a lo económico: la sumisión laboral a cambio de un salario que facilitara el consumo sofisticado.
Las sociedades postsocialdemócratas vivían felices. El régimen democrático caminaba hacia lo virtual, es decir, la política (y el conflicto) ya no era cosa de ciudadanos. Para qué se iban a molestar si el mundo liquido era capaz de proporcionar -con independencia de la política partidista concreta- lo anhelado. La mayoría, en el Occidente democrático de mercado, había alcanzado un grado satisfactorio de bienestar y veía en la globalización un escenario positivo. Las guerras justas preventivas (doctrina consolidada por Obama) eran entendidas -pese a las manifestaciones mundiales y algunos cambios de gobierno sin importancia- como algo natural: una necesidad, un mal menor. Vivíamos felices, la subjetividad que proporciona Internet nos devolvía nuestra identidad perdida en las diferentes etapas de despersonalización del fordismo-taylorismo y ninguna nube se cernía sobre el horizonte. De repente, sonó el despertador. Era la crisis financiera. Nos despertamos en un escenario que no reconocimos, un mal sueño que creíamos olvidado. Cerramos y abrimos los ojos queriendo despejar de nuestra mente la pesadilla que estábamos viendo. El desempleo y la precariedad aumentaron y volvimos, de golpe, a las crisis económicas del siglo XX.
La aceleración provocada desde la década del 90 (turbocapitalismo o hipercapitalismo), un misil a velocidad de la luz contra nuestras defensas sociales y psicológicas, produjo una ruptura radical con la realidad y la creación, al tiempo, de un mundo virtual: se había consumado el secuestro de la voluntad ciudadana, de la condición humana. Cuando quisimos darnos cuenta -un síntoma de la crisis social- el consumo de psicofármacos se había disparado, las consultas de los psicólogos y demás terapeutas estaban abarrotadas, los psiquiatras no tenían horas para recibir a nuevos y anonadados clientes y las relaciones sociales, laborales, familiares o amorosas habían saltado por los aires. Vivíamos felices en el Capitalismo 3.0 y llegó el caos. Los bancos, causantes, en parte, de la crisis financiera (con la complicidad de los gobiernos), fueron rescatados con dinero público, de la comunidad (ver Capitalismo, una historia de amor de Michael Moore). Se habló de brotes verdes, amarillos, azules, rosas, brotes de soja transgénica: eran brotes de locura colectiva. A merced de una fuerte corriente, sin asideros, desesperados, nos agarramos a la virtualidad. Tejimos, con mayor empeño, las redes sociales, amistades recuperadas, amores sin corporalidad, televisión basura como espejo deformante: los mil rostros de la desinformación. El Capitalismo 3.0 estaba ganando su última batalla y, con esta definitiva victoria, la guerra mundial.
Con independencia de que la crisis sea sistémica o coyuntural, el Capitalismo 3.0 se ha instalado para siempre. Avanzarán los programas, como en la informática, pero el marco de actuación, el paradigma, no cambiará. El control sobre la incertidumbre, premisa del modelo neoliberal, será nuestra única razón de ser. Nuestra experiencia mutará en mercancía intercambiable ya que, como sostiene Rifkin en La era del acceso (Paidós, 2000), en el capitalismo sin producción la mano de obra -tal cual la conocemos- será residual en unas décadas. Esta evolución del capitalismo ha generado una evolución psicológica. Ni seres-para-la-muerte (según el modelo heideggeriano), ni seres-para-el-consumo, sino seres-para-la-incertidumbre, preparados para asumir los riesgos (controlados) de la virtualidad. El giro emocional de la población, en marcha desde hace más una década, esta dando sus frutos. La realidad ha desaparecido y su lugar lo ocupa un mapa de sensaciones por donde surfean (expresión de Christian Salmon) las empresas con sus valores, los políticos con sus valores, los amores con sus valores y la mercadotecnia con sus flamantes storytellings. Se ha impuesto la ficción en forma de virtualidad ya que lo único que daba sentido a la realidad era la lucha, el combate contra cualquier forma, material o inmaterial, de opresión.
La tendencia apunta un cambio en la sustancia de la condición humana, obligada a una existencia mermada que se aferrada a redes cibernéticas laborales y emocionales. El modelo Capitalismo 3.0 se está conformando ante nuestros ojos. Su evolución, debido a la tecnología, es imprevisible. La soledad cibernética, nuevo mal du siècle, se aproxima. Destrozado el tejido social y político, el desierto avanza.
Rebelión ha publicado este artículo a petición expresa de la autora, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.