Las estrategias de los movimientos sociales emancipadores se pueden agrupar en tres grandes bloques: frenar la degradación socioambiental, crear marcos culturales ecosociales y construir satisfactores de las necesidades universalizables (justos) y resilientes. En este artículo lanzo propuestas de cómo abordar estas tres grandes líneas estratégicas con una mirada decrecentista en el actual contexto de crisis civilizatoria.
Apuntes de contexto
Empiezo señalando tres aspectos del contexto con fuertes implicaciones en las estrategias a llevar a cabo. La primera idea es que el colapso de la civilización industrial y del capitalismo global es inevitable. El ineludible decrecimiento global en el consumo de materia y energía conlleva la imposibilidad de sostener nuestro sistema socioeconómico. Un corolario estratégico de este hecho es que las iniciativas decrecentistas, aunque puedan parecer política, sociológica y económicamente alejadas del sentido común, en realidad pueden terminar estándolo mucho más de lo que, con una mentalidad del siglo XX, parece. Nadan a favor de la corriente. Es más, tenemos más posibilidades de que sean mayoritarias que en el siglo XX, pues cuando un orden social se resquebraja, de sus ruinas surgirán inevitablemente otras articulaciones. Este proceso es totalmente indeterminado y está muy abierto. Quienes tengan la capacidad de organizarse, la lucidez de leer bien el contexto y la voluntad de construir satisfactores resilientes, escalables y/o replicables, tendrán muchas posibilidades de influir con fuerza en los cambios sociales para que, del colapso del capitalismo global, surjan órdenes ecosociales.
La segunda idea es que el colapso está sucediendo ya, al menos en sus primeras fases. Para muestra, podemos recorrer la retahíla de hechos absolutamente excepcionales de los últimos meses en todo el globo, todos ellos relacionados con la crisis ecosistémica (pandemia, fenómenos meteorológicos extremos, crisis económica, plagas, incendios, etc.). Y aunque el colapso no hubiera empezado, esto no implicaría que tengamos tiempo para realizar una transición tranquila, porque si queremos tener alguna posibilidad de no superar los umbrales que disparen procesos de degradación climática y ecosistémica, hay que actuar ya y con mucha velocidad. Esta ausencia de tiempo (unida a la aceptación de la incapacidad humana para controlar la complejidad) impone que la transición no podrá ser ordenada y no podemos hacerla en dos fases, que es lo que nos proponen quienes plantean propuestas de Green New Deal bienintencionadas (hay otras que no lo son). No podemos planificar hacer primero lo fácil (un nuevo desarrollo industrial, esta vez basado en las renovables) y luego lo difícil (un decrecimiento en el consumo material y energético).
Surgen dos prioridades básicas: preservación ambiental y preservación del tejido social para poder satisfacer las necesidades humanas
De la inevitabilidad del colapso y la falta de tiempo surge que nuestras opciones estratégicas van a tener que escoger en muchos casos el mal menor. Llevar hasta sus últimas implicaciones el hecho de que somos ecodependientes supone que la prioridad tiene que ser el sostenimiento de los equilibrios ecosistémicos. Eso quiere decir que, aunque nos parezca horrible un colapso rápido del capitalismo global, es la opción menos mala, pues es la que minimiza la quiebra del funcionamiento de la trama de la vida. Y eso desde una mirada antropocéntrica, pues con una ecocéntrica el desmoronamiento rápido de un sistema tan ecocida como el capitalismo global es una excelente noticia. Pero no solo somos ecodependientes, también somos interdependientes. Por ello, una pésima opción es la degradación de los lazos sociales. De ahí surgen dos prioridades básicas: preservación ambiental y preservación del tejido social para poder satisfacer las necesidades humanas. Todo lo demás (y, ojo, hay muchas cosas en ese “todo lo demás”) sería secundario. Esto nos lleva al primero de los bloques estratégicos.
Resistencia frente a la degradación socioambiental
En nuestras luchas de este tipo seguimos actuando como si los únicos agentes de destrucción socioambiental fuesen el Estado y/o las empresas. Pero si lo que tenemos por delante es un desmoronamiento (o al menos debilitamiento) generalizado de las instituciones sociales y, sobre todo, un cambio considerable de las condiciones ecosistémicas es probable que el principal agente destructor pase a ser el conjunto del sistema planetario. Dicho con un ejemplo, que la preservación de una zona verde no dependa ya solo de la política urbanística del ayuntamiento, sino del grado que alcance la distorsión climática.
Esto no implica que tengamos que retirar el foco de actuación de las Administraciones públicas y privadas, lo que sería una insensatez porque son determinantes y lo seguirán siendo, aunque se vayan debilitando. Lo que supone es que tenemos que aumentar nuestra mirada frente a qué hay que resistir. Aterrizando esto en campañas concretas, probablemente necesitemos unir la resistencia a las alternativas. No solo plantarle cara al ayuntamiento y a la promotora urbanística que quieren cementar el espacio verde, sino hacerlo poniendo en marcha un proyecto permacultural en la zona que sea resiliente frente a la emergencia climática y fije las mayores cantidades posibles de CO2.
Pero hay otro agente más contra el que tendremos que resistir: los movimientos sociales fascistas, que en el contexto de descomposición tendrán fuerza. Esto pasará en gran parte por desactivarlos construyendo marcos culturales y satisfactores de necesidades ecosociales (ver más adelante), pero también por poner cortafuegos en las calles y las instituciones.
Muchas veces, los procesos de resistencia están ligados a los insurreccionales. Simplificando mucho, podríamos decir que hay dos tipos de insurrecciones, aquellas que tienen objetivos políticos que articulan con claridad la insurrección y aquellas que son respuestas poco organizadas frente a agresiones. Las segundas pueden ser el caldo de cultivo perfecto para, en tiempos turbulentos como los que tenemos, justificar socialmente la necesidad de medidas autoritarias de corte reaccionario. De este modo, deberíamos intentar que la resistencia se enmarque en la insurrección con fines políticos ecosociales claros.
Por otro lado, como el proceso de colapso es inevitable, muchas de las políticas contra las que resistimos actualmente irán dejando de tener sentido. Por ejemplo, los tratados de libre comercio e inversión son políticas del siglo XX, no del siglo XXI. Conforme la disponibilidad de combustibles fósiles empiece a menguar ostensiblemente, caerán. Mientras en el siglo pasado las luchas largas tenían más posibilidades de terminar en derrota, en el siglo XXI alargar luchas del siglo XX puede ser una buena estrategia, pues nadaríamos a favor de corriente.
Una cuarta idea parte de analizar lo que implica preservar el tejido social hoy. Durante el siglo XX, la economía global estuvo creciendo. Aunque el reparto de beneficios fue muy desigual, como la tarta aumentaba se produjo un efecto goteo que hizo que los ingresos de amplias capas sociales creciesen. Ese no es el escenario del vigente siglo. Ahora la tarta va a disminuir fruto de un descenso en la disponibilidad energética y material (el PIB tiene una correlación casi lineal con el consumo material y energético). Eso hace mucho más importante la redistribución de la riqueza, pues en caso contrario amplias capas sociales no tendrán la base material para poder tejer socialmente nada. Dicho más en concreto, las expropiaciones, ocupaciones, rentas básicas de las iguales, políticas fiscales fuertemente redistributivas y compañía son más importantes que nunca. Hacer posible esta redistribución pasa por vidas muy austeras en el consumo material y energético del conjunto de la población. Por poner un ejemplo de lo que esto supondría a nivel energético, no solo sería un menor consumo (por ejemplo, menos movilidad o climatización), sino también un consumo distinto (con cortes en los momentos de menor producción de las renovables). Para analizar cómo sería la construcción de estos imaginarios sociales de austeridad, entro en el siguiente bloque de acción.
Marcos culturales ecosociales
Abordar un cambio cultural requiere transformar el sistema educativo, entendiéndolo en un sentido amplio. En este ámbito, cualquier transformación de calado, si solo cuenta con la dinámica y la fuerza interna, es lento y abarca varias generaciones. Sin embargo, no solo contamos con las fuerzas internas (que además son limitadas). Toda la labor de sensibilización que hemos intentado realizar distintos movimientos sociales se está produciendo de golpe y es probable que ese proceso vaya en aumento. Tenemos que ser capaces de nadar con la corriente para aprovechar los shocksque van a producirse como consecuencia del colapso sistémico. Es lo que nos va a permitir dar saltos cualitativos en poco tiempo contando con la tremenda plasticidad del ser humano. Concebir colectivamente que vivimos ante una emergencia civilizatoria es determinante para focalizar todas las capacidades humanas hacia la expansión de la vida y no hacia la reproducción del capital. Esta concepción es determinante, pues cuando sucede permite a las sociedades asumir caminos difíciles y trabajosos.
Por ponerlo con un ejemplo, durante el confinamiento se alcanzó con relativa facilidad y rapidez un amplio consenso social sobre varias ideas fuerza muy relacionadas con el imaginario decrecentista que solo un par de meses atrás parecían totalmente inconcebibles: 1) Se puede poner la salud de las personas por encima de la reproducción del capital. 2) Los servicios que entendimos como fundamentales, quitando militares y policiales, se parecen mucho a los que planteamos desde posiciones decrecentistas. 3) Experimentamos cómo nuestra felicidad no depende del consumo, sino más bien de tender relaciones de calidad con nuestros seres queridos. Sin embargo, esta estrategia tiene múltiples dificultades.
La primera dificultad es que esos aprendizajes culturales son todavía débiles. Necesitamos afianzarlos mucho más. De este modo, una línea de trabajo sería reforzar los aprendizajes sociales emancipadores que se vayan produciendo durante los distintos shocks fruto del colapso. No sería tanto una labor de sensibilización previa, que es lo que solemos hacer, sino más bien posterior.
El segundo desafío es que las derechas también están usando los shocks para proyectar e imponer su orden social. Para ello, utilizan su control de las instituciones y de la economía, pero el vector cultural también resulta central. En el plano cultural, una de sus ideas fuerza es la de la libertad liberal, que implica que el individualismo competitivo es el único orden social posible y deseable. Pero no hablan de libertad liberal, sino solo de libertad en general, y ganar la bandera de la libertad no es cualquier cosa, pues es una necesidad básica de las personas. No es algo que nos podamos permitir perder.
Los seres humanos (incluidos los neoliberales) somos seres sociales y, por ello, tenemos interiorizado que la libertad individual tiene que estar limitada para poder convivir. Es más, la libertad (incrementar nuestras posibilidades de acción) realmente se maximiza precisamente por esa coordinación social que limita parcialmente nuestra libertad individual. Así que, la cuestión no está en si hay que restringir libertades individuales, que es de sentido común, sino cuáles hay que limitar y a quién. Ahí está la disputa social. Nuestro mensaje podría ser que solo podemos ser libres si restringimos la libertad de imponer sus deseos a las clases sociales altas. Es decir, que la libertad pasa por la redistribución y la austeridad formando un trío interrelacionado.
El principal problema es que, a nivel global, las clases medias europeas en realidad formamos parte de esas clases altas, lo que hace que nos atraiga el discurso de mantenimiento de privilegios que tiene detrás la libertad liberal (las restricciones al coche son un buen ejemplo). Ante esto, dos ideas. Una es nadar nuevamente a favor de corriente. Conforme las clases medias nos vayamos empobreciendo fruto de la crisis, podrá haber una masa crítica más fuerte que pueda abrazar la triada libertad-reparto-austeridad. La segunda es comunicar con fuerza la libertad que otorga vivir ligero y con congéneres que no te miran con envidia por tus privilegios.
Retomando el hilo, una tercera dificultad de usar los shocks para la transformación emancipatoria es que cuando son repentinos suelen catalizar procesos sociales de apoyo mutuo. Sin embargo, el colapso que estamos viviendo no es un gran desmoronamiento, sino un proceso lento desde el punto de vista vital (durará décadas), en el que viviremos muchos shocks y, al tiempo, procesos de degradación del orden vigente paulatinos y de fondo. En un escenario así, el crecimiento espontáneo del apoyo mutuo lo tiene más complicado y, en contraposición, el sálvese quien pueda insolidario gana enteros. Ante esto, la estrategia de aprovechar los shocks para reforzar el apoyo mutuo e intentar preservarlo durante los procesos de degradación del orden actual más paulatino puede ser una estrategia interesante.
Finalmente, no es suficiente con los aprendizajes que nos generen los shocks. También necesitamos toda una serie de competencias que nos permitan encarar con resiliencia y justicia los escenarios que se están abriendo. Estos pasan por asumir nuestra ecodependencia, nuestra interdependencia y concebirnos como agentes de cambio con posibilidades reales, y para nada nimias, de determinar los cambios sociales. Estos aprendizajes se hacen significativos cuando quien los recibe los concibe como importantes y esto a su vez depende en gran parte de que su comunidad cercana los considere importantes. La construcción de sentido es colectiva. Esta construcción es muy compleja, pero en ella la percepción de la utilidad y de la factibilidad son determinantes. Ahí hay dos líneas de trabajo a desarrollar que tienen mucho que ver con la construcción de alternativas.
Profundizando un poco en cómo construir esa autoconcepción personal como agente del cambio, esto pasa por permitirnos tener sueños ambiciosos, pues los desafíos que tenemos por delante son muy grandes. Si queremos construir sociedades realmente justas, democráticas y sostenibles, tenemos que poder imaginar que es posible satisfacer nuestras necesidades al margen del mercado y del Estado. La imaginación humana, en realidad, no vuela libre, sino que se construye a partir de las experiencias vividas. Por eso, poder desarrollar sueños ambiciosos requiere materializar previamente pequeñas maquetas de ellos. Construir otras formas de tener una vivienda, acceder a los alimentos o educar a nuestras criaturas.
La clave no es solo aprovechar los shocks, sino también otros mimbres sociales que ya existen. Una parte de nuestra sociedad se ha ido permeando de un deseo de buen vivir que pasa, por ejemplo, por dedicar menos horas al empleo, una de las herramientas de transición que se plantean desde el decrecimiento. Traducir a campañas que extiendan estos deseos y los sitúen junto a otros de más difícil digestión, como es la austeridad, podría ser una buena fórmula.
A la hora de ver cómo construimos nuestros parámetros culturales, las prácticas resultan determinantes. Normalmente, adaptamos nuestros valores a los que gratifican las prácticas que llevamos a cabo en nuestro día a día para no vivir fuertes disonancias cognitivas. Es decir, que si en nuestro empleo se gratifica la competitividad y el individualismo (y se gratifica, porque es la forma de preservar dicho empleo), la mayoría de la población adoptamos estos valores en mayor o menor medida. De este modo, en gran parte, la disputa en el plano cultural es una disputa en el plano de las prácticas sociales. Tiene mucho que ver con los satisfactores que construyamos y con su capacidad de ser adoptados por mayorías sociales. Sobre esto entro en el siguiente apartado.
Construcción de satisfactores justos y resilientes
En los apartados anteriores ya he ido desgranando argumentos que muestran la importancia determinante de la construcción de alternativas al capitalismo, pero al menos hay una razón más: algunos de los posibles escenarios futuros son pavorosos y es necesario que los temamos, pues nos pueden dañar hasta el extremo. Sin embargo, a la vez que es importante el miedo, tenemos que ser capaces de sacudírnoslo para poder rendir al máximo como sociedades y no abrazar falsas tablas de salvación, como podrían ser los fascismos. De este modo, el desarrollo de una política decrecentista pasa por generar seguridad. Hay distintos elementos que pueden ayudar en esta tarea, pero el central es construir satisfactores de nuestras necesidades resilientes.
Dicho de otra manera: tenemos que construir colchonetas sociales emancipadoras. Esto puede hacerse no solo a partir de proyectos que tengan este objetivo en su ADN, lo que es obvio, sino también a partir de proyectos con un foco asistencialista (como podría ser un comedor social). Algunas potencialidades de estos proyectos son: 1) Parten de necesidades percibidas por la población. No hay que motivar ni buscar el sentido. 2) Muestran la limitación del Estado y del mercado para satisfacer necesidades y, en contraposición, visibilizan las articulaciones sociales y su importancia. 3) Parten de la práctica, que es más potente como agente educativo que la reflexión. 4) Muestran el poder de lo colectivo. El sí se puede. 5) Focalizan en las necesidades y no en el empleo, desplazando así la centralidad social de este último.
En todo caso, para que este tipo de iniciativas sean realmente emancipadoras son necesarios al menos dos elementos. El primero es que las personas usuarias se conviertan en actrices. Es decir, que sean proyectos que evolucionen hacia la autogestión. El segundo, que transiten desde la redistribución (de alimentos, por ejemplo) a la producción real (de alimentos en este caso).
¿Cómo tienen que ser esos nuevos satisfactores? Una primera idea es que deben ser alegres. Los procesos de cambio son largos y enfrentan múltiples desafíos y sinsabores. Un ingrediente determinante para poder sostener en el tiempo los procesos largos es la alegría. Es lo que nos permite aguantar. También buenas dosis de esperanza activa.
Además, tienen que ser satisfactores no capitalistas. Esto, entre otras cosas, significa que permitan cubrir las necesidades fuera del mercado y sin tener que recurrir a la venta de la fuerza de trabajo. Es decir, que sean satisfactores con mercado (no de mercado) y desalarizados. Serían satisfactores en los que las comunidades, a través de mecanismos de articulación colectiva, construyan autonomía. Por ejemplo, un huerto comunitario productivo destinado al autoconsumo tendría estas características.
En un contexto de emergencia y falta de tiempo es central articular los saltos de escala y la replicabilidad imprescindibles con presteza. Es algo que los procesos de autoorganización colectiva son capaces de realizar, que se puede hacer más rápido si se cuenta con el efecto catalizador (financiación, normativa, políticas) de las instituciones, pero sin confiar en que el Estado como institución que sostiene las jerarquías sociales se vaya a disolver por iniciativa propia.
Aunque la construcción de esos satisfactores ecosociales tiene que tener ambición totalizadora, todavía estamos lejos de que esto sea posible y, sobre todo, el proceso no es un blanco o negro, sino una gradación en la que se puede ir avanzando en grados de autonomía social. Un cambio más realista puede ser aquel que va recuperando espacios de la vida. Primero, los más sencillos, como podría ser la alimentación, y después, otros más complejos, como podría ser la vivienda, pero siempre permitiendo itinerarios distintos para cada persona. Se pueden vislumbrar como iniciativas sectoriales con puntos de intersección.
Como se desprende de todo el texto, de los tres bloques de estrategias (resistir, culturas ecosociales y construir) es el tercero el que considero ahora más importante, pues cataliza al resto.
Luis González Reyes es miembro de Ecologistas en Acción