En un informe titulado Perspectivas económicas de América Latina 2008, dado a conocer de manera previa a la Cumbre Iberoamericana que comienza hoy en Santiago de Chile, la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE) se refirió a los peligros que representa para la democracia y la estabilidad la lacerante desigualdad económica y […]
En un informe titulado Perspectivas económicas de América Latina 2008, dado a conocer de manera previa a la Cumbre Iberoamericana que comienza hoy en Santiago de Chile, la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE) se refirió a los peligros que representa para la democracia y la estabilidad la lacerante desigualdad económica y social que impera en América Latina. Tras reconocer la existencia de 200 millones de pobres en la región y la falta de concordancia entre el persistente crecimiento económico logrado de manera conjunta por la región en años recientes, el organismo que agrupa a las naciones ricas y a una que otra de las pobres, como la nuestra, se escandaliza al descubrir el vasto descontento social que recorre el continente y la generalizada falta de credibilidad de las instituciones gubernamentales: de acuerdo con el documento, ocho de cada diez contribuyentes desconfían del destino de los impuestos que pagan y de la capacidad de las autoridades para administrarlos con eficiencia y probidad. Con base en esas premisas, la organización intergubernamental insta a las autoridades de la región a que redistribuyan la riqueza, inviertan en infraestructura y emprendan, de una buena vez, el combate a la pobreza y la desigualdad.
Así, con dos décadas de retraso, la OCDE, que por norma ha hecho causa común con el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial en la promoción del llamado Consenso de Washington y en su implantación en América Latina, descubre ahora la necesidad de contradecir algunos de los dogmas del modelo económico que aún está vigente en algunas naciones de la región, México entre ellas. Es posible que uno de los factores más importantes de ese inopinado viraje sea el surgimiento en el continente de gobiernos que rechazan en diversos grados el neoliberalismo, que buscan mecanismos de integración regional al margen de los cauces prescritos por las economías posindustriales y que señalan la necesidad de poner los indicadores macroeconómicos al servicio de las poblaciones y no de los capitales.
Con todo, el documento de la OCDE adolece de una imprecisión conceptual y de lagunas precisas en el análisis. La crítica a los gobiernos continentales, por ejemplo, se centra en eufemismos tales como «mala calidad de la política fiscal» o «ineficiencia del gasto público», pero se abstiene de mencionar la corrupción administrativa, que en casos como el nuestro ha sido llevada a niveles escandalosos y exasperantes por los gobernantes del ciclo neoliberal.
Por lo demás, las cifras regionales de pobreza que maneja el organismo son tan confiables como las que entregan los gobiernos; y si de alguna manera son representativas las prácticas estadísticas implantadas en México por los gobiernos panistas, que no fueron diseñadas para reflejar la realidad sino para exaltar logros inexistentes, puede resultar dudosa la afirmación de que en años recientes 40 millones de latinoamericanos han dejado de ser pobres.
Desde otro punto de vista, resta profundidad y contexto al análisis de la OCDE el olvido de las circunstancias precisas que llevaron a abandonar las políticas de desarrollo social y los programas de redistribución de la riqueza: tales circunstancias fueron, en un primer momento (años 80 del siglo pasado), la imposición de pagos astronómicos a las deudas externas, y posteriormente, operativos de «saneamiento» o «rescate» de empresas particulares, especialmente financieras, cuyas deudas fueron asumidas por el sector público y se llevaron la mayor parte de los recursos presupuestales. Posteriormente las corporaciones fueron reprivatizadas a precios irrisorios y en procesos de adjudicación en muchos casos marcados por la sospecha. No está de más, por cierto, recordar que esos procesos de transferencia de los dineros públicos a los acreedores extranjeros y a conglomerados empresariales casi siempre extranjeros, por los cuales hasta la expresión «redistribución de la riqueza» llegó a considerarse una incorrección política, contaron en todo momento con el beneplácito de la OCDE.