La historia no ha aceptado que se le decretara su finalización. Francis Fukuyama es una anécdota intrascendente, cuya peregrina teoría revela la banalidad de la borrachera neoliberal. La elementalidad del pensamiento depredador. La caída del Muro de Berlín aceleró los tiempos. Se rompió un equilibrio inestable y la unipolaridad le devolvió al capitalismo su verdadero […]
La historia no ha aceptado que se le decretara su finalización. Francis Fukuyama es una anécdota intrascendente, cuya peregrina teoría revela la banalidad de la borrachera neoliberal. La elementalidad del pensamiento depredador. La caída del Muro de Berlín aceleró los tiempos. Se rompió un equilibrio inestable y la unipolaridad le devolvió al capitalismo su verdadero rostro. Sin maquillaje, lifting ni fotoshop, el achicamiento del Estado de Bienestar en el primer mundo, su demolición en el mundo subdesarrollado junto a la apertura indiscriminada fueron esgrimidos como pretextos para «entrar en el mundo». El resultado no podía ser otro que «salir de él».
Las piedras del Muro de Berlín se reconstruyeron en el interior de cada una de las sociedades. El ghetto social es el símbolo, el refugio, el destino inexorable de sociedades crecientemente desiguales. Se vende como éxito un estruendoso fracaso. La televisión primermundista enfoca siempre la brillantez de las ciudades disfrutadas por sectores minoritarios. Los turistas recorren el territorio diseñado por los ganadores. Se transmite al resto del mundo una realidad parcelada, mejorada con la técnica del fotoshop.
La realidad es terca y paciente. Siempre asoma por algún lado, para alterar el cuadro idílico propagandizado. Y aparece por motivos aparentemente intrascendentes que incendia el escenario.
Un terreno cultivado con el esmero de la desaprensión, abonado de injusticias múltiples, donde se amputaron los sueños y el concepto de futuro diferente.
Como dice el escritor uruguayo Eduardo Galeano: «Hasta hace veinte o treinta años, la pobreza era fruto de la injusticia. Lo denunciaba la izquierda, lo admitía el centro, rara vez lo negaba la derecha. Mucho han cambiado los tiempos, en tan poco tiempo: ahora la pobreza es el justo castigo que la ineficiencia merece, o simplemente es un modo de expresión del orden natural de las cosas. La pobreza puede merecer lástima, pero ya no provoca indignación: hay pobres por ley de juego o fatalidad del destino.
Los medios dominantes de comunicación, que muestran la actualidad del mundo como un espectáculo fugaz, ajeno a la realidad y vacío de memoria, bendicen y ayudan a perpetuar la organización de la desigualdad creciente. Nunca el mundo ha sido tan injusto en el reparto de los panes y los peces, pero el sistema que en el mundo rige, y que ahora se llama, pudorosamente, economía de mercado, se sumerge cada día en un baño de impunidad.»
El peregrinaje de los derrotados
Los países del primer mundo después de arrasar a las colonias, permitieron la inmigración de los habitantes de sus ex colonias para realizar las tareas que los ciudadanos del primer mundo se mostraban reticentes a realizar. Posteriormente las políticas neoliberales propulsadas por el Consenso de Washington, los organismos internacionales y los países desarrollados, arrasaron con muchos de los países del antiguo tercer mundo. Entrar a los países europeos fue el salvoconducto para cambiar el hambre por un mendrugo.
Hace unos lustros, el cantautor Joan Manuel Serrat, describió poéticamente este drama universal en: Disculpe el señor/si le interrumpo, pero en el recibidor/hay un par de pobres que preguntan insistentemente por usted./ No piden limosnas, no…/Ni venden alfombras de lana, / tampoco elefantes de ébano.
Son pobres que no tienen nada de nada/ No entendí muy bien sin nada que vender o nada que perder,/ pero por lo que parece/tiene usted alguna cosa que les pertenece.
¿Quiere que les diga que el señor salió…?/ ¿Que vuelvan mañana, en horas de visita…?/ ¿O mejor les digo como el señor dice:/ «Santa Rita, Rita, Rita, lo que se da, no se quita…?» Disculpe el señor,/ se nos llenó de pobres el recibidor/ y no paran de llegar,/ desde la retaguardia, por tierra y por mar. Y como el señor dice que salió/ y tratándose de una urgencia,/ me han pedido que les indique yo/ por dónde se va a la despensa,/ y que Dios, se lo pagará. ¿Me da las llaves o los echo? Usted verá/ que mientras estamos hablando/ llegan más y más pobres y siguen llegando. ¿Quiere usted que llame a un guardia y que revise/ si tienen en regla sus papeles de pobre…?/ ¿O mejor les digo como el señor dice: «Bien me quieres, bien te quiero,/ no me toques el dinero…?» Disculpe el señor/ pero este asunto va de mal en peor. Vienen a millones y/ curiosamente, vienen todos hacia aquí. Traté de contenerles pero ya ve,/ han dado con su paradero. Estos son los pobres de los que le hablé…/ Le dejo con los caballeros/ y entiéndase usted…/ Si no manda otra cosa, me retiraré./ Si me necesita, llame…/ Que Dios le inspire o que Dios le ampare,/ que esos no se han enterado/ que Carlos Marx está muerto y enterrado.
La chispa
El fuego francés posterior al «fin de la historia», se prendió como ocurre muchas veces en forma accidental. Dos jóvenes sin futuro, de esos que Eduardo Galeano denomina «Los Nadies», «Los que no son aunque sean, que no son seres humanos, sino recursos humanos, que no tienen cara sino brazos»volvían de jugar un partido de fútbol. La policía intento determinar su identidad por «portación de cara». Se dieron a la fuga, para evitar interrogatorios y puteadas, y se refugiaron en una casilla de alta tensión donde murieron electrocutados. Sus vidas anónimas, sin posibilidades de ir a la Universidad, destinadas en el mejor de los casos a tener trabajos ocasionales o a desembocar en las drogas duras o en la delincuencia. El fuego francés que desencadenaron iluminan sus nombres: Zyed Benna de diecisiete años, Bouna Traore de quince.
El fuego francés posterior al fin de la historia arrasó con más de siete mil autos incendiados, edificios públicos, gimnasios, escuelas. La protesta es desideologizada y arremete incluso contra instrumentos que mejoran su condición de vida. En su ira arrasa con los autos de sus propios vecinos. Es apolítica en su concepción y exterioriza como en otros lugares del planeta el descrédito de la política como instrumento de cambio de las sociedades. Rehén de los grupos concentrados de la economía, la política se ha alejado como nunca de la posibilidad de mejorar la vida de los excluidos.
Los que quedan fuera del sistema en Francia, serían desocupados privilegiados en la Argentina. El Estado es propietario de las viviendas que alquila en forma subsidiada a los inquilinos. Tienen seguro de desempleo. Lo que no tienen es futuro. En los barrios de una ciudad de una belleza desbordante como París, la desocupación oscila entre el 20 y el 40 %. La discriminación es feroz. Tener apellido árabe y vivir en algunos de estos barrios asegura, aunque se posea título universitario, un NO FUTURO. Mientras sólo un 5% de los franceses egresados de las Universidades están desocupados, el 25% de los profesionales inmigrantes, hijos o nietos de inmigrantes carecen de trabajo por su apellido, el color de la piel o el barrio en que habitan. Bondy uno de estos conglomerados es descripto por la periodista María Laura Avignolo: «Tiene 40.000 habitantes y es una de las Cités más caliente de los suburbios parisinos. Por su proximidad a París, todos podrían creer que sus habitantes trabajan en la capital francesa, pero no saben que muchos no conocen París. No tienen dinero para llegar ni para visitarla, y cuando llegan los discriminan en los cafés, con sólo verlo o escucharles su acento. Estos jóvenes se están vengando de las humillaciones que sus padres sufrieron. Nosotros las resistimos en silencio porque éramos extranjeros. Teníamos una familia que mantener en Francia y en Argelia y había trabajo. Ahora nuestros hijos son franceses y están peleando por su lugar en esta sociedad, que los descalifica».
Algunos de estos jóvenes han expresado su ausencia de horizonte en una frase lapidaria: «Todo mi futuro llega a lo que voy a hacer ésta noche»
La falta de acceso al crédito les impide abandonar sus residencias que estigmatizan.
Con otras características y problemáticas, pero con un denominador común que es la falta de trabajo, este problema fue planteado, allá por abril de 1997, en el programa del sofista griego y macaneador consuetudinario en castellano Mariano Grondona. Refiriéndose a los piqueteros, el dirigente democristiano Carlos Auyero, que moriría unos minutos después, le dijo al funcionario menemista Eduardo Amadeo, secretario de Desarrollo Social: «No te confundas. Esta gente no quiere cambiar el mundo. Sólo quiere entrar en él».
Los fuegos franceses
Han pasado treinta siete años del Mayo Francés de 1968, que estaba inserto en un mundo contradictorio pero con el convencimiento generalizado que la historia avanzaba hacia una sociedad más justa. Mundo bipolar, estado de bienestar, la competencia del socialismo real con sus profundas taras, que ese mismo año aplastaría la Primavera de Praga, época de pleno empleo, protección laboral amparada por una profusa legislación. En mayo de 1968, los estudiantes pedían la modernización de los planes de estudios y los obreros, participación en las utilidades de las empresas. Durante más de un mes, los estudiantes y obreros pararon Francia. Los graffitis reflejaban un mundo de ilusiones, donde la esperanza y el voluntarismo se confundían con la viabilidad histórica. «La imaginación al poder», «Sea realista, pida lo imposible», «La barricada cierra la calle, pero abre el camino», «Prohibido prohibir», «Debajo de los adoquines está la playa», «Nuestra esperanza no puede venir más que de los sin esperanza», «El derecho a vivir no se mendiga, se toma», «La política pasa en la calle», «No habrá nunca demasiados sepultureros para el capitalismo», «La acción no debe ser una reacción, sino una creación», «Si tienes el corazón a la izquierda, no tengas la billetera a la derecha», «La economía está herida, que reviente», «Sean realistas, pidan lo imposible», «Desabróchense el cerebro tan a menudo como la bragueta», «No cambiemos de empleadores, cambiemos el empleo de la vida», «Las paredes tienen orejas, sus orejas tienen paredes», «No tomen más el ascensor, tomen el poder», «El deber de todo revolucionario es hacer la revolución».
El 22 de marzo de aquél año, al comenzar la primavera europea, 142 estudiantes de la Facultad de Nanterre ocuparon las oficinas administrativas de la Facultad de Humanidades para reclamar la liberación de uno de ellos, detenido al peticionar por las penurias de la superpoblación en las aulas y los bajos salarios de los profesores jóvenes, llamados asistentes. La represión dio lugar a nuevas ocupaciones, a una generalización de las protestas, hasta que el 13 de mayo, las grandes centrales sindicales decidieron por primera vez en la historia, llamar a una huelga nacional de solidaridad con los estudiantes y en contra de la brutalidad policial. La explosiva alianza obrero-estudiantil con el apoyo de la intelectualidad, llevó a la toma de la fábrica Renault, de los ferrocarriles y de los subterráneos. Francia paralizada, seis millones de trabajadores en huelga. La calle de París en poder de los manifestantes.
Pasaron treinta y siete años. El mundo cambió a contramano de aquellas expectativas.
Un solo dato puede dar idea del cambio. La desocupación por un lado, la informalidad del trabajo por el otro. Elmar Altaver, politólogo alemán, catedrático de Ciencias Políticas de la Universidad de Berlín afirma: «La noción de informalidad surge en 1972 a partir de un estudio de la Organización Internacional del Trabajo en Kenia, África. Es decir que el término en si existe desde hace poco más de treinta años. Si bien en ese entonces tal categoría resultaba impensable en Occidente, estudios de investigación realizados en la Unión Europea arrojan hoy otros resultados: en Europa, por lo menos el 20% de la población activa corresponde al sector informal, en Latinoamérica la cifra asciende al 60% y en África, al 90%. Según datos de la OIT, existen en el mundo 800 millones de personas con empleo precario. Si se piensa que cada uno de estos hombres tienen una familia y se lo multiplica por cuatro, esto da como resultado tres mil doscientos millones de habitantes. Es decir que la m itad de la población pertenece al sector informal». Si bien el cálculo peca de un exagerado reduccionismo, no puede menos que impactar la cifra, aun sujeta a correcciones. A esto se suma las elevadas tasas de desocupación que asolan a países de distinto grado de desarrollo.
Es en este contexto se elevan las llamas de los actuales fuegos franceses, cuyas chispas se propalaron a Berlín y Bruselas. El escritor José Pablo Feinmann lo caracteriza así: » Estos, los de hoy, no creen en la poesía. Para ellos debajo de los adoquines están los adoquines No quieren tomar el poder. Quieren afirmar su presencia en una sociedad que los niega. Francia es el espejo en el que el capitalismo debe mirarse. Es su inevitable futuro. Los monstruosos, los negados, los escondidos salen a la luz. Sus modales no son buenos porque nadie les enseñó modales. Nadie les enseñó nada. Los buenos modales son los de los imperios que los han explotado. Las buenas costumbres. Las buenas vestimentas. La cultura del hombre occidental. África, Oriente (América Latina) han vivido humillados por esa cultura. El capitalismo crea exclusión y no puede sino crearla. Si no la creara no sería el capitalismo de mercado. El mundo de las corporaciones es de las corporaciones. Y las corporaciones se devoran todo. Devastan la tierra y abandonan a los hombres al hambre y a la exclusión. Europa no puede asimilar porque el capitalismo nuevo milenio impide toda asimilación. Saquea la periferia. ¿Que hace la periferia, que hacen sus sobrevivientes? Emigran al centro para sobrevivir. Aceptan cualquier cosa. La humillación. El racismo. Solo se trata de subsistir. Hasta que un día todo estalla. Se hartan. Dicen: no. Un no que no tiene ideología. No saben como superar lo que hay. No sueñan con un mundo mejor. Querrían vivir y trabajar en éste. Pero este mundo (el del capital, el de mercado) no da trabajo. Impide vivir. Entonces sólo resta destruirlo…Todo incluido es un enemigo porque ocupa un lugar que podría ser de ellos.Ya no hay nada inviolable para ellos porque, antes, han sido violados, vejados.»
Francis Fukuyama un politólogo cuyos vaticinios tienen la infalibilidad para el error que caracteriza a los gurúes económicos argentinos, afirmaba en «El fin de la historia»: «El fin de la historia será un tiempo muy triste. En la era poshistórica no existirá ni el arte ni la filosofía, nos limitaremos a cuidar eternamente los museos de la historia de la humanidad».
El primer fuego francés fue neutralizado con la sagacidad de Charles de Gaulle, que aceptó los reclamos, incluso la participación de los obreros en las utilidades de las empresas, y convocó a un referendum aprovechando el cansancio que ocasionó el desorden en la sociedad francesa, obteniendo un amplísimo triunfo, con lo cual pudo archivar sus promesas. Un año después, las chispas del Mayo Francés lo jubilaron anticipadamente cuando pidió una confirmación electoral que no obtuvo.
El actual fuego francés fue incentivado por el Ministro del Interior Nicolás Sarkozy que llamó a los jóvenes basura a la cual había que limpiar con soda cáustica. La derecha, el establishment, como aquí Macri, López Murphy o Menem, creen que los problemas sociales se resuelven con la policía. Después de la lluvia de críticas que recibió el deslenguado funcionario, la sociedad francesa, como hace 37 años parece darle el apoyo a quien está dispuesto a restablecer el orden.
El rabino y Carlos Marx
Sería bueno pensar que habrían dicho en la Argentina, el establishment, sus representantes políticos y voceros económicos, sectores de la sociedad, si se hubieran quemado en nuestro país más de siete mil autos, escuelas, edificios públicos. Los que condenaron a más del 50% de la población a vivir por debajo de la línea de pobreza, se quejan que el problema más grave que los afecta, son ocasionales problemas de tránsito.
A los poderosos les pasa ante los problemas sociales, lo que se analiza en esta parábola del rabino: «…Una vez un hombre muy rico fue a pedirle consejo a un rabino. El religioso lo tomó de la mano lo acercó a la ventana y le dijo: «Mira». El rico miró por la ventana a la calle. El rabino le preguntó ¿Qué ves? El hombre le respondió: «Veo gente». El rabino volvió a tomarlo de la mano y lo llevó ante un espejo: «Mira ¿Qué ves ahora? El rico respondió: «Ahora me veo yo». El rabino le contestó: ¿Entiendes? En la ventana hay vidrio y en el espejo hay vidrio. Pero el vidrio del espejo tiene un poco de plata, uno deja de ver gente y comienza a verse solo a si mismo»
El escritor Néstor Gabetta le atribuye a Carlos Marx una frase de cuya verosimilitud no puedo dar fe. Cuenta que hace un siglo y medio le preguntaron a Marx qué necesitaba un hombre para ser feliz. El autor de El Capital respondió: «Un trabajo, una casa, un sueño»
En el primer fuego francés, había trabajo, sus protagonistas tenían casa e iban en busca del sueño de una sociedad más justa.
En el segundo fuego francés, no hay trabajo, no hay casa propia, y los sueños son sólo pesadillas.
Le corresponde a la política convertir la pesadilla en sueños y los sueños en realidad.
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