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Evo, Snowden y Mursi: Tres personas distintas, y una sola…

Fuentes: Rebelión

  I Sí, Evo Morales, Edward Snowden y Mohamed Mursi. Pero ¿qué le vamos a hacer si fue el mundo que nos tocó vivir? No me refiero con esto a alguna perfidia que cobije estos nombres. Sí y mucha en cambio, a la que alrededor de ellos, con ocasión de lo que son y de […]


 

I

Sí, Evo Morales, Edward Snowden y Mohamed Mursi. Pero ¿qué le vamos a hacer si fue el mundo que nos tocó vivir? No me refiero con esto a alguna perfidia que cobije estos nombres. Sí y mucha en cambio, a la que alrededor de ellos, con ocasión de lo que son y de sus acciones muestra el odioso poder que gobierna el mundo. Ese que por disimular y para no llamar las cosas por su nombre, él bautizó Nuevo Orden Mundial.

Evo Morales era un campesino humilde y pobre que como el que más, representaba la cultura y la idiosincrasia boliviana, una de cuyas expresiones más ancestrales es la hoja de coca con sus significados medicinales, rituales, vivificadores y recreativos. Ante la represión ordenada por los sucesivos gobiernos estadounidenses a los sucesivos gobiernos bolivianos desde que comenzó esa retrasada cruzada del siglo XX «la guerra contra las drogas», las fuerzas policiales y militares de Bolivia con la brutalidad y la corrupción que les son propias en América Latina, al tiempo que se enriquecían con las mafias que industrializaban la coca y la enviaban como cocaína a los Estados Unidos, se dedicaban con saña a reprimir a los miles de campesinos e indígenas que conforme su milenaria tradición, seguían adeptos a la planta sagrada.

Y ahí es donde ese campesino e indígena pobre y humilde aparece sin proponérselo por una confluencia de circunstancias, encabezando la indignación y la resistencia de los suyos, de su etnia zaherida, contra ese trato que ahora además se les daba de forajidos, si hasta donde podían comprenderlo esa había sido su forma de ser en una saga que se remontaba a la «prehistoria». Y en ésta donde tan mal les fue, los esbirros de Francisco Pizarro y Diego de Almagro no los llamaron facinerosos. Infrahumanos apenas y que no tenían alma, pero eso es otra cosa.

Fueron entonces muchos los palos sobre las magras carnes de Evo, los garrotes policiales que se placieron en su costillar, largos los días en hórridas prisiones, dignas de quien sin atinar a entender cómo ni por qué, el imperio más poderoso lo encumbraba considerándolo uno de sus más peligrosos enemigos. «¿Cómo así, si yo tan pobre? ¿Cómo así?» se preguntaba y repetía incrédulo el sencillo pero altivo campesino desde su lecho de tierra en el maloliente calabozo. Ese Evo fue el mismo que entre marcha y marcha, refriega y refriega, alegatos y proclamas salpicadas con la muerte, la tortura y la cárcel para los protestantes, en un cruce feliz de caminos resultó presidente de la República de Bolivia en nombre de los menospreciados y los apaleados.

II

Después un tal Snowden, Edward para sus familiares, muchacho aún -29 años- desconocido para el mundo, que de pronto dio un respiro a Evo porque ocupó su lugar en ser dolor de cabeza del momento del imperio más violento que haya conocido el mundo. Ese muchacho paradójicamente hijo de él, típico joven de allá, al servicio no sólo de su país como puede estarlo del suyo cualquier médico o agrimensor, sino del Estado, pero no de cualquier dependencia, sino de la más sensible, secreta y peligrosa, al punto de hacerse inconfesable: de aquella desde donde se cuecen las grandes conspiraciones contra los países, los hombres, las ideologías y aun las religiones que los Estados Unidos consideren «inaceptables» en el nuevo lenguaje diplomático que ya no lo es tanto. Y esa dependencia era la Central de Inteligencia Americana, CIA.

Allí trabajaba y servía el joven Edward al igual que miles como procesador y analista de información, oficio que no obstante recalcárseles los hacía merecer bien de su patria, debía ser muy sigiloso al punto que su función y aún la identidad del patrón debían ser celosamente encubiertas. ¡Qué no decir de las cosas que allí menaban! De los planes que fraguaban, los países que espiaban -al parecer más amigos que enemigos-, las mentiras globales que se construían, las guerras que se incubaban, noticias que se creaban y las «armas de destrucción masiva» que se «descubrían» con el inminente peligro de aniquilamiento del propio país que legitimaba una guerra preventiva de exterminio del satánico agresor. En fin…

Pues bien, Edward tal vez se asqueó de ello, se indignó de ver la mentira de la causa a la que servía. Y el hombre, quizás con ancestros en los padres peregrinos del Mayflower llenos de piedad e idealismo, sintió que era mucho para él. Y que en el lugar donde estaba si bien salvaría su cuerpo, de seguro, caviló, perdería el alma. Y se fue. Lleno de secretos, de información «clasificada» -otro nombre pío-, llevando el expediente escabroso de los horrores que le depara al mundo y en particular a quienes se le opongan, a manos de la potencia militar que reclama el derecho a mandar en él.

III

Y descanse por unos momentos Snowden porque vino un ese sí más conocido Mursi, Mohamed para sus familiares, que ocupó su lugar en ser el dolor de cabeza del momento del imperio más violento que haya conocido el mundo. Mursi llegó al poder como presidente de Egipto en unas elecciones libres pero mediadas y controladas por los Estados Unidos cuando el pueblo al costo de ochocientos muertos se levantó un día sí y otro también durante meses exigiendo se fuera la descompuesta dictadura militar que llevaba cuarenta años en el poder.

 

Como los muertos eran tantos y el pueblo no parecía dispuesto a ceder, Estados Unidos, que había convertido a Egipto, la nación árabe más importante y poblada del mundo, en sumisa aliada suya y de Israel en una correlación de fuerzas donde el enemigo eran los otros países árabes y Palestina (¡!!), exigió entonces se fuera su valido el general Hosni Mubarak, cuya continuidad en la presidencia resultaba impresentable ante el mundo. Y ante lo inquebrantable del reclamo popular por democracia, Estados Unidos autorizó se llamara a elecciones, condicionándolas a una «transición pacífica y responsable» que traducía que el ejército de Egipto, su ejército de ocupación en el país portentoso de la hermética Esfinge, los arcanos de Tutankamón y el prodigioso Valle de los Reyes, fuera el árbitro. Dicho sin finuras, que se hicieran elecciones, nombraran presidente y todo lo que el populacho quisiera, pero que su ejército se reservaría el poder efectivo. No iban los EE.UU a crear una poderosísima fuerza a su servicio y de Israel, para por un arrebato del insensato pueblo entregársela a quienes pudieran ser sus enemigos.

Dicho y hecho. Se hicieron elecciones por primera vez en muchos años, y el ganador fue la organización que más encarnaba los anhelos del pueblo de libertad y democracia. Fue la Hermandad Musulmana, y presidente su líder Mohamed Mursi, para gozo del mundo árabe que veía cómo otra implacable dictadura, la más, se derrumbaba a golpes de pueblo. Asomaba el sol de la democracia.

El nuevo régimen era notorio, comenzaba a caminar bajo la férula y mirada inquisidora de los militares que ayer masacraban a sus adeptos. La única concesión necesaria para que la primavera no pareciera nublada a los ojos del mundo, fue la de permitir juzgar por unos pocos crímenes a un Mubarak casi agónico, cuya reclusión en un hospital militar equivalía a estar en casa.

Comenzaron entonces nuevas manifestaciones esta vez contra el flamante gobierno, una inusual primavera árabe, otra primavera egipcia pero al revés. Los validos del antiguo régimen protestando contra el gobierno, reclamando que se volviera al estado anterior que les favorecía. Hubo algunos muertos, no muchos, aunque cualquier muerto es mucha muerte. Y los militares -¡quién lo creyera!- le reclamaron adoloridos al presidente Mursi porque había sangre en las plazas. En la de Tahrir para más señas.

El ejército dio un insólito ultimátum al gobierno para que se plegara a sus demandas. El «ultimátum» se cumplió, los militares dieron el golpe, Mubarak ríe a mandíbula batiente desde su prisión de mentiras, y el pelele civil que pusieron los militares para alegar que cuartelazo no ha habido, juró cumplir la Constitución y decretó de inmediato su suspensión. Así el régimen no es inconstitucional: «¿Cómo se va a violar la Carta Magna si está suspendida?» Hasta razón tienen.

(*) Luz Marina López Espinosa es integrante de la Alianza de Medios por la Paz.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso de la autora mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.