Es absolutamente cierto que la provocación forma parte de una de mis estrategias profesionales. Una añagaza que me ha permitido testear a la sociedad en momentos tensos. Comencé a ponerla en práctica desde que pude trabajar como periodista en varios medios escritos, que alternaba como presentador de radio/televisión. Para muestra, valga este botón, mientras espero […]
Es absolutamente cierto que la provocación forma parte de una de mis estrategias profesionales. Una añagaza que me ha permitido testear a la sociedad en momentos tensos. Comencé a ponerla en práctica desde que pude trabajar como periodista en varios medios escritos, que alternaba como presentador de radio/televisión. Para muestra, valga este botón, mientras espero que dicha evocación no sea muy pesada para el lector.
Nada más ocuparme de mi primer espacio radiofónico (1968), me enteré de que circulaba una lista de canciones No radiables (que aumentaba cada semana), lo que me produjo un enorme deseo de violentar dicha orden, aunque de forma sutil. Me explico.
Tras haber comprobado que en un disco del grupo argentino Los Guaranís de Francisco Marín, existía una discreta versión del tema «Hasta siempre, Comandante«, cuyo autor es el cubano Carlos Puebla, pero que la editora había publicado suprimiendo tal grado castrense, me decidí a emitirlo cada tres o cuatro días, hasta que un sicario de Fulgencio Batista (uno de los dictadores más sanguinarios de Latinoamérica, protegido por la Mafia yanqui, por los gobiernos de Eisenhower-Nixon, y que se refugió en Madrid gracias a Francos y Borbones), denunció el hecho a las autoridades del entonces Ministerio de Información y Turismo (donde radicaba orgánicamente RTVE), que comandaba un supernumerario de la célebre secta Opus Dei llamado Alfredo Sánchez Bella.
A las pocas horas del chivatazo, mi presencia fue reclamada de el despacho del director de Radio Peninsular, donde se me reclamó «la entrega inmediata del disco homenaje al comunista Ché Guevara«, momento en el que, poniendo cara de póquer, revelé, ante al pasmo de mi interlocutor, que dicha grabación no era de mi propiedad, sino del archivo sonoro de la emisora, filial de Radio Nacional de España.
Llamado urgentemente el responsable de la discoteca, leí en el guión correspondiente el número del álbum, que una vez en poder del director, fue meticulosamente observado, hasta comprobar que, en efecto, dicha grabación había pasado sin problemas la frontera de la censura, por el simple hecho de que el catón de turno no creyó probable que, tras un título como Hasta siempre, en un disco del citado grupo folklórico argentino, y para colmo dedicado a temas de amor, se escondiera tamaña canción. He de señalar, sobre todo a los lectores más jóvenes, que en aquellos años, todos y cada uno de los discos que se publicaban en España, debían pasar una férrea censura, que como vemos tenía algunas grietas, provocadas por la abulia y el desinterés en el oficio de algunos de quienes habían de ejercer dicho control.
Lo más curioso es que, meses más tarde del incidente, que se saldó sin otra factura que la de una bronca más o menos estentórea, el culpable de que aquella canción se hubiera colado entre las permitidas, se topó conmigo en una calle madrileña. Me miró fijamente, preguntándome si yo era el Carlos Tena de la radio, y ante mi gesto afirmativo, se quejó amargamente de lo que se le vino encima por culpa de Los Guaranís: tres meses de empleo y sueldo.
Mi condolencia (combinada con simulada sonrisa) fue sincera, por lo que le prometí resarcirle de la multa, eso sí, poco a poco, lamentando que por una banalidad como aquella, un trabajador metido a censor por obligación, que no por vocación, padeciera un castigo semejante. Aquel funcionario volvió a mirarme con gesto de complicidad:
– ¿Te gustan las cosas prohibidas? – dijo, mientras miraba con recelo a los viandantes (tal vez pensando en un policía secreta), como un vendedor del Rastro madrileño que carece de permiso oficial.
Entusiasmado por tan atractiva como subliminal oferta, asentí de inmediato, y a partir de ese instante, pude disponer, previo pago de una cantidad nada escandalosa, del Canto General de Pablo Neruda, el Diccionario Filosófico de Voltaire, varios ejemplares de obras de Jean Paul Sartre, amén de algunos discos no recomendables por el sistema.
Hoy en día, ese funcionario sigue siendo uno de mis mejores amigos. Luego vinieron más broncas, más provocaciones al régimen, más censura, más multas, separaciones de servicio y otras menudencias, comparadas con la satisfacción de haber visto los rictus de cabreo y frustración de varios de mis superiores que, oh destino, salieron de sus cubículos con el carné del PSOE, tras haber escondido el de la Falange Española.
Evoco esa anécdota porque las cosas no han cambiado, que cantaba mi querido amigo Moncho Alpuente con su grupo Desde Santurce a Bilbao Blues Band. Por ello, convoco a la constante provocación inteligente, sarcástica, irónica, burlona, para continuar desenmascarando a este régimen, en el que hasta los dirigentes de los dos sindicatos mayoritarios, aceptan sin rechistar el mayor recorte de derechos del mundo laboral que se ha dado en los últimos treinta años. Y revoco mi compromiso de seguir denunciando día a día los desmanes de una dictadura como la borbónica, en la que votar cada cuatro años para elegir a diputados del mismo partido (PPSOE), constituye la más vergonzante afrenta institucional que ha padecido la sociedad española desde que se decidió que Franco era un héroe a respetar.
Cuando una democracia hace apología del terrorismo manteniendo toda clase de símbolos asesinos en calles, plazas, iglesias y cuarteles. Madrid, Granada, Burgos, León, Sevilla, Valencia, Ceuta, Melilla y muchas otras ciudades, no hay tal sistema participativo, sino una burla a la sociedad entera. Y esa situación no puede tolerarse más.
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