A fines de los años 1990, cuando despuntaba el tercer milenio, los países en desarrollo (PED) salían de una crisis de deuda sin precedentes, «las décadas pérdidas del desarrollo», que se había iniciado en 1982 con el anuncio de la suspensión de pagos de México. Entre 1980 y 1999, hubo, al menos, 280 operaciones de reestructuración de deudas.
Frente a la presión popular y a la amplitud de la crisis, en esa época los acreedores pusieron en marcha financiaciones de urgencia o iniciativas de alivio de deudas. Desde 1982, esas medidas sirvieron, sobre todo, para garantizar la continuación del pago del servicio de la deuda. De esa manera, los acreedores no se verían afectados por una suspensión generalizada de pagos de deudas, como ya había pasado en los años 1930.
Además, los nuevos créditos otorgados por las instituciones multilaterales, como el FMI y el Banco Mundial, estaban acompañados de condicionalidades que debilitaron mucho a los Estados y reforzaron su dependencia del endeudamiento externo.
Esas políticas neoliberales también conllevaron una degradación de los servicios públicos de salud, y eso tuvo, y tiene graves, consecuencias en la capacidad de los gobiernos para afrontar la pandemia de la Covid-19.
Agreguemos a eso, el levantamiento de las protecciones aduaneras y la supresión de ayudas a los pequeños productores locales, cuestión que los afectó seriamente. Sin contar que, entre 2000 y 2018, la deuda externa total de los PED se triplicó y 18 países entraron en suspensión de pagos parcial o total. Una nueva crisis de la deuda se está desarrollando, aunque su extensión y su profundización se ralentizan por la prosecución de una política de tipos muy bajos de interés, próximos a cero, en el Norte.