EL DORADO EXILIO DE LA CIENCIA FICCIÓN Como señaló C. P. Snow en su ya clásico ensayo Las dos culturas, uno de nuestros mayores problemas socioculturales es la drástica dicotomía entre ciencias y letras. Esta excesiva separación (por no decir antagonismo) entre los dos grandes bloques oficiales del conocimiento se manifiesta, entre […]
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- Como señaló C. P. Snow en su ya clásico ensayo Las dos culturas, uno de nuestros mayores problemas socioculturales es la drástica dicotomía entre ciencias y letras. Esta excesiva separación (por no decir antagonismo) entre los dos grandes bloques oficiales del conocimiento se manifiesta, entre otras cosas, en la escasísima presencia de lo científico en la literatura supuestamente «normal», y sobre todo en la supuestamente «grande». Tanto es así que la ciencia, para no quedar totalmente excluida del universo literario, ha tenido que refugiarse en un gueto; y no en uno cualquiera, sino en el gueto más claramente segregado de la supuesta normalidad. Los demás géneros, como la narrativa policíaca o la de terror, se solapan continuamente con la literatura sin etiquetas, incluso con la gran literatura, cosa que en el caso de la ciencia ficción solo ocurre excepcionalmente. Ningún género ha tenido tan claramente definidas -y aisladas– sus colecciones, sus revistas, sus foros, e incluso sus editoriales especializadas, como la ciencia ficción.
- Y esta guetización no se debe solo a razones temáticas o formales, como muchos creen. Cierto es que la ciencia ficción suele situar sus historias en el futuro y especula recurrentemente con las posibles transformaciones propiciadas por la ciencia, mientras que la narrativa convencional se sitúa en el pasado (no hay «literatura del presente»: cuando se cuenta algo, aunque acabe de ocurrir, ya es pasado). Y si bien la diferencia entre lo ya sucedido y lo que está por suceder es relevante, no debería serlo tanto cuando hablamos de historias ficticias, puesto que todas son igualmente fantasmales, independientemente del tiempo y el lugar en el que las situemos (a nadie se le ocurriría separar de la literatura «normal» una novela como La regenta por el hecho de que Clarín sitúe la historia en la inexistente ciudad de Vetusta).
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La segregación de la ciencia ficción es una cuestión más de fondo que de forma. Porque la literatura convencional no solo no incorpora (salvo rarísimas excepciones) los temas brindados por la ciencia, sino ni siquiera la nueva sensibilidad, la nueva visión del mundo que se desprende de los deslumbrantes logros científicos del último siglo. No ha hecho falta, por ejemplo, institucionalizar una narrativa psicoanalítica, una «psico-ficción», para introducir en la literatura las propuestas freudianas. El surrealismo, tanto literario como pictórico, bebe directamente del psicoanálisis, y muchas novelas incorporan su terminología sin merecer por ello una etiqueta distintiva; y eso es así, sencillamente, porque las aportaciones de Freud ( con independencia de cuál sea su valor real, esa es otra cuestión) han sido ampliamente incorporadas a nuestra cultura. Sin embargo, la «teoría» de la relatividad (las comillas indican el inadecuado uso recurrente del término, pues hace mucho que dejó de ser una teoría para convertirse en un hecho tan comprobado como la esfericidad de la Tierra), la mecánica cuántica o la lógica de Gödel, que han transformado nuestras vidas y han abierto nuevos y deslumbrantes caminos a la aventura del conocimiento, apenas han modificado la visión del mundo de escritores y artistas.
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Otra «teoría» que hace mucho que no es tal (pues el registro fósil la ratifica de forma irrefutable), la de la evolución, constituye un revelador -e inquietante– ejemplo de hasta qué punto la cultura oficial puede dar la espalda a la ciencia. En muchas escuelas de un país supuestamente civilizado como es Estados Unidos, se enseña el creacionismo (ahora lo llaman «teoría del diseño inteligente») como alternativa al darwinismo, que es como si se siguiera estudiando el modelo geocéntrico de Ptolomeo como alternativa razonable al de Copérnico. Y, lo que no es menos grave, escritores de la talla (perdón, del prestigio: la talla es otra cosa) del premio Nobel Isaac Bashevis Singer se permiten ridiculizar el darwinismo desde la más supina ignorancia científica (Singer ha llegado a decir que admitir la evolución de las especies es como creer que si dejamos un trozo de metal en una isla desierta, con el tiempo se convertirá en un reloj). Por no hablar de los escritores que incurren en el vicio contrario, el de incorporar a su discurso algunos términos o conceptos científicos de forma oportunista y arbitraria, cuando no aberrante (la entropía, los fractales o los sistemas caóticos, por ejemplo, nos suministran abundantes muestras de estos abusos). Para estos ilustres -y supuestamente ilustrados– anaritmetos (por analogía con el analfabetismo, que es la incapacidad de leer el lenguaje de las letras, cabe llamar «anaritmetismo» a la incapacidad de leer el lenguaje de la ciencia, que es fundamentalmente cuantitativo, es decir, numérico) habría sido muy conveniente incluir entre sus lecturas algunos buenos libros de ciencia ficción (o incluso malos), que sin duda habrían contribuido a flexibilizar sus abotargadas mentes «de letras»; lástima que los escritores ilustres no puedan rebajarse a visitar los guetos literarios.
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Pero, en este caso, el gueto se ha tomado una cumplida revancha. Sin pretensiones ni alharacas, sin apenas proponérselo, la ciencia ficción ha reclutado a las mejores mentes de las últimas décadas. Y me refiero tanto a sus lectores como a sus autores (y tanto a sus espectadores como a sus realizadores, pues una buena parte de la mejor ciencia ficción está en el cine, sin olvidar algunas obras maestras del cómic). La ciencia ficción es –ahora, a siglo pasado, podemos decirlo sin lugar a dudas– la narrativa más específica y vigorosa del siglo XX, la que ha alumbrado las ideas más sugestivas, la que ha dado cuenta de forma más lúcida y abarcadora de los problemas, expectativas e inquietudes de nuestro tiempo.
- Y me atrevería a decir que la ciencia ficción es también la narrativa más formativa, en el mejor sentido de la palabra. No es frecuente que un lector de novelitas del Oeste acabe leyendo Las uvas de la ira. Pero es habitual (quienes frecuentamos los congresos y círculos de aficionados hemos podido comprobarlo en numerosas ocasiones) que alguien empiece leyendo subliteratura «de marcianos» y poco a poco, como si en el lector se reprodujera la evolución misma del género (que a partir de unos modestísimos inicios en las páginas de los pulp magazines alcanzó las más altas cotas literarias), vaya buscando lecturas de más nivel. Esto se debe, sin duda, a la índole especulativa de la ciencia ficción, que a menudo se manifiesta incluso en sus productos más banales. Por su propia naturaleza contrafáctica, la ciencia ficción flexibiliza la mente del lector, lo invita a ir más allá de lo cotidiano, a extrapolar, a plantearse nuevas preguntas; o viejas preguntas desde una nueva perspectiva.
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Es interesante -y revelador– el paralelismo entre el áureo confinamiento de la ciencia ficción y otro gueto dorado de nuestra cultura: la literatura infantil y juvenil (LIJ). La producción, promoción y difusión de los libros para niños y adolescentes no ha hecho más que aumentar en las últimas décadas, y nadie discute su importancia. Pero la LIJ, como tal literatura, es prácticamente invisible para la cultura oficial. Los medios de comunicación pueden hablar de ella como fenómeno, como mercancía o como herramienta pedagógica, pero jamás encontraremos en la sección literaria de un periódico o una revista no especializada la crítica de un libro supuestamente para niños; y digo «supuestamente» porque, en palabras de Michel Tournier, literatura infantil es la que también pueden leer los niños. O, para decir lo mismo con palabras de C. S. Lewis, no vale la pena leer un libro a los diez años si no vale la pena leerlo a los cincuenta. Pero para la mayoría de la gente (incluso de la gente ilustrada, sobre todo de la gente ilustrada), la LIJ, al igual que la ciencia ficción, no es «auténtica» literatura, sino una mezcla de entretenimiento y pedagogía, una forma de instruir deleitando. En vez de decirle al niño que tiene que ser bueno, le contamos una historia en la que los buenos son premiados y los malos castigados. En vez de darle al adolescente (o al adulto infantilizado que lee «novelitas de marcianos») una clase de astronomía, le relatamos un accidentado viaje por el sistema solar.
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Pero la LIJ, al igual que la ciencia ficción, se ha tomado una cumplida revancha. Ambas compañeras de exilio, a espaldas de la cultura consagrada, inundan los mercados editoriales y seducen a millones de lectores, sobre todo (pero no solo a ellos) a los más jóvenes. Sobre todo (pero no solo a ellos) a los más listos. Lewis Carroll, Mark Twain, Robert Stevenson, H. G. Wells o Jules Verne han sobrevivido a casi todos sus contemporáneos. Y cuando nadie se acuerde del gran Gatsby ni de Molly Bloom ni de los personajes de Proust (yo ya los he olvidado), Alicia, Pinocho, Peter Pan, Tom Sawyer, John Silver, el doctor Jekyll, Frankenstein, los robots de Asimov y el océano pensante de Solaris seguirán poblando nuestros mejores sueños y nuestras peores pesadillas.