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Entrevista con Rafael Sánchez Ferlosio

«Existe un estado de guerra permanente desde que existe una industria del armamento permanente»

Fuentes: El País

Sobre la guerra es el escueto título escogido por Rafael Sánchez Ferlosio (Roma, 1927) para recoger sus escritos sobre un asunto que, de un modo u otro, ha estado en el origen de la mayor parte de su obra ensayística. El resultado es un volumen que, en buena medida, desmiente la imagen que el escritor, […]

Sobre la guerra es el escueto título escogido por Rafael Sánchez Ferlosio (Roma, 1927) para recoger sus escritos sobre un asunto que, de un modo u otro, ha estado en el origen de la mayor parte de su obra ensayística. El resultado es un volumen que, en buena medida, desmiente la imagen que el escritor, premio Cervantes en 2004, se ha forjado de sí mismo como autor fragmentario con intereses variados e inconstantes.Sobre la guerra (Destino) es, tal vez, una de las aproximaciones más coherentes y originales al fenómeno de la violencia y de los enfrentamientos armados. Es el relato pormenorizado de cómo la voluntad de los individuos va quedando anulada hasta considerar que la guerra no es una opción, sino una necesidad inexorable.


Pregunta. ¿Por qué ha decidido recoger ahora sus ensayos sobre la guerra?

Respuesta. Me lo sugirió el editor y acepté porque he escrito mucho sobre la guerra. Además, nunca se convence a nadie de nada, y me pareció que había que repetir, aunque siempre es en vano. Pero no todo es recopilación, hay cien páginas sobre la segunda guerra de Irak que sólo habían sido publicadas en periódicos.

P. ¿Ha sido, entonces, por la necesidad de insistir en la ilegitimidad de todo empleo de la fuerza, que es lo que parece desprenderse de sus ensayos?

R. Yo no recurriría aquí a la legitimidad, porque es un concepto que surge cuando hay enfrentamiento militar, o terrorismo. Las armas son el origen de la legitimidad. El vencedor es el legitimado, y el legitimador, el vencido. En el ensayo de Walter Benjamin sobre la violencia se dice que, en los tiempos más primitivos, el tratado de paz representaba la aceptación de los derechos de guerra del vencedor por parte del vencido.

P. La violencia como creadora de derecho.

R. La noción de legitimidad pertenece, en efecto, a esta estructura, es la ratificación de una victoria por parte del vencido. Luego, a la legitimidad se le han podido añadir muchas cosas. Pero es una ilusión pensar que con un bañito de democracia o como queramos llamarlo se puede suprimir la legitimidad como sustrato de violencia que permanece.

P. Y la legítima defensa…

R. Vamos a considerarla en el plano de dos personas. Sólo por una necesidad formalista del derecho se absuelve a un matador que ha actuado en legítima defensa. En realidad, la agresión personal que da lugar a esta acción homicida es prejurídica y, por tanto, lo coherente sería no acusar. No absolver, sino decir que la acusación no ha lugar porque se ha producido en una situación prejurídica. Es la formalidad del derecho lo que la convierte en jurídica.

P. ¿Valdría el mismo argumento cuando se trata de Estados?

R. Los Estados son Estados absolutos, son Estados antagónicos por definición. La identidad nacional es antagónica respecto de la de otros Estados. La casuística y la complejidad de una agresión es tremendamente variada y, por eso, la legítima defensa individual no se puede hacer rigurosamente extensiva a los Estados.

P. Sin embargo, se habló de legítima defensa en el ataque norteamericano contra Afganistán, que protegía a los responsables de los atentados del 11-S.

R. No fue legítima defensa, fue represalia. La legítima defensa no podía amparar un ataque completo al país. El caso de Afganistán constituyó un casus belli clásico. Pero la realidad es que se trataba de dar satisfacción a los americanos, que habían sido previamente agraviados en su dignidad y en su honor. Y esta satisfacción exigía un procedimiento espectacular; en fin, exigía bombardeos. Las imágenes de la guerra en televisión mostraban una línea de, qué sé yo, cinco kilómetros. Las explosiones, las columnas de humo -porque las bombas están dotadas de un humo especial para ser más espectaculares- eran equidistantes. Y, claro, la pregunta que suscitaban era: pero esas bombas, ¿dónde han sido? Pueden haber caído sobre algún objetivo, pero también en mitad del campo. La espectacularidad de los bombardeos resultaba sospechosa.

P. ¿Ahí radicaba el intento de dar satisfacción?

R. Susan Sontag dijo a propósito de esto una frase muy provocativa: «La lujuria de la opinión pública por los bombardeos en masa». La utilidad antiterrorista de esta expedición estaba supeditada al espectáculo.

P. También los autores de los atentados del 11-S buscaban espectacularidad.

R. Nunca se había hecho nada tan espectacular, los terroristas derribaron dos rascacielos. Poco tenían que hacer si no era así. Por eso la espectacularidad para los americanos era importante, porque necesitaban demostrar que su país no se deja humillar. Quedar por encima o quedar por debajo de la espectacularidad de Al Qaeda era un factor decisivo.

P. Pero, además de la espectacularidad, los atentados fueron graves.

R. Tremendamente graves. A pesar de eso, lo del terrorismo del islam contra Occidente es en estos momentos un mero epifenómeno.

P. Lo que sigue llamando la atención es que los terroristas se suiciden al cometer sus crímenes.

R. Pienso que lo del suicidio sólo es interpretable si se produce un fenómeno de juramentados, a modo de fratrías. O sea, que tienen que ser grupos en los que los individuos se comprometen a morir en relación con otros que, a su vez, también se juramentan para morir. Si no, no puedo entenderlo. Ese Mohamed Atta de las Torres llevaba en Occidente muchísimo tiempo y participaba en toda suerte de cosas occidentales. ¿Cómo conservaba esta fuerza para el suicidio? No creo en absoluto que la religión pueda tener ahí demasiada importancia. Debió de quedar prisionero del grupo, pero, al mismo tiempo, viaja a Alemania, a Estados Unidos, pasa por España y lleva cuatro o cinco años por ahí, y aprendiendo a pilotar. ¿Cómo se conserva eso? La gran envidia de los terroristas occidentales es ser capaces de imitarlos.

P. Decía que el terrorismo yihadista es un epifenómeno. ¿Es gracias a la política que se ha seguido?

R. No hay que pensar que las decisiones sobre las libertades sean sólo un espectáculo para mantener a la gente preocupada. Han podido tener eficacia, porque si se registra tanto a la entrada y se aumenta tanto la vigilancia acaba por ser disuasorio.

P. Entonces resultaba innecesario el paso siguiente, la guerra de Irak, de la que trata abundantemente en su libro.

R. El ataque estaba preparado desde cuatro años antes, en aquel folleto titulado Proyecto para el nuevo siglo americano. Si en Afganistán no había objetivos, en el caso de Irak sí los había. ¡Hasta demasiados! Armas de destrucción masiva, se dijo. No creo que pudiera llamarse mentira a eso. Ellos pensaban que era imposible que Sadam Husein, un hombre sediento de poder, no tuviera artefactos non sanctos, por así decir.

P. Pero Naciones Unidas había enviado a Hans Blix y a un equipo de inspectores.

R. Blix les molestaba mucho a los americanos porque era escrupuloso y no era manipulable. Empecé a pensar que los iraquíes no tenían armas de destrucción masiva cuando vi que unos cohetes espléndidos, de un alcance de 130 kilómetros me parece, se los daban a Blix y se los dejaban serrar por la mitad porque excedían el alcance autorizado, que era de 100 kilómetros. La entrega de esos cohetes me chocó mucho. Y me parece que a los americanos también, porque el propio Powell apareció en el Consejo de Seguridad como avergonzándose de las cosas que tuvo que decir.

P. El salero…

R. El salero y aquellos autobuses dibujados, diciendo que eran laboratorios de armas químicas o biológicas que se podían desplazar de una parte a otra. La categoría de mentira sólo es aplicable a partir de ese momento.

P. Usted se opuso a esta guerra contra Irak, pero también a la primera, a la que siguió a la invasión de Kuwait.

R. Ya no me acuerdo por qué. Me parece que fue, más que nada, por la fórmula excesiva; en aquella guerra el despliegue de tropas americanas fue de 500.000 soldados, creo recordar. Quizá pensaba yo que la reunión entre Baker y ¿cómo se llamaba aquél?

P. Tarik Aziz.

R. Eso es, la reunión entre Baker y Tarik Aziz en Ginebra había tenido lugar con la guerra ya decidida. Entonces les impusieron a los iraquíes tales condiciones de humillación que, claro, el más débil de este mundo no puede aceptarlas. Y luego aquel otro argumento: cuando se ha acumulado tanto hierro, tanto acero y tantos hombres, cómo le vas a decir a un ejército: ya está, lo hemos arreglado, volvemos a casa. Ningún ejército del mundo podría soportarlo.

P. Desencadenaron la guerra, pero no entraron en Bagdad.

R. Ni Powell, que estaba entonces de jefe del Estado Mayor, ni el que estaba de Asuntos Exteriores, que era Baker, fueron partidarios de tomar Bagdad. Detuvieron la partida porque previeron lo que ha ocurrido en esta otra guerra. Dijeron que pasarían cosas parecidas a las que están pasando. Sobre todo Baker. Baker, que era bastante bárbaro, pero muy lúcido y muy inteligente, tuvo prudencia.

P. En su libro critica a los intelectuales norteamericanos que apoyaron la guerra en un documento que usted compara con una encíclica.

R. Fue vergonzoso, sobre todo cuando dicen aquello de que los occidentales y los musulmanes tienen que hacer cosas juntos. Ese papel es muy extraño, ¡y que haya conseguido reunir a 60 personas! ¿Qué pudo haber sugerido la necesidad de ese papel? No hubo presión gubernativa ninguna, los firmantes son personas muy respetadas allí y, seguramente, muy orgullosos de que nadie les obligue a nada. Es una especie de extraña eyaculación de patriotismo lo que tienen.

P. Usted encuentra ciertos paralelismos con el pasado.

R. Esos 60 firmantes me recordaron la cantidad de los salvadores de la conciencia del emperador Carlos V, cuando lo de América. El propio Las Casas, con Fernando el Católico, reúne dos cosas distintas usando el mismo adjetivo para las dos: «la real conciencia y hacienda». Qué bonito.

P. Pero, además de los documentos apoyando la guerra, de la ideología, está la cuestión del armamento.

R. Existe un estado de guerra permanente desde que existe una industria del armamento permanente. Una industria que, además, tiene que vigilar que sus ingenios no se queden obsoletos. No sólo por el desgaste en la guerra o por el simple paso del tiempo, sino en comparación con los ingenios de otros. La fabricación de armas es una competición constante entre los países, y recuerdo un ejemplo ilustrativo. En un determinado momento, todavía no había caído la Unión Soviética, Kissinger dijo esta frase en un episodio que tenía lugar en Líbano o en Siria, no sé bien: «No podemos consentir que armamento americano sea derrotado por armamento soviético en una batalla importante».

P. Un estado de guerra permanente o, cuando menos, de amenaza permanente.

R. La amenaza es el mecanismo del bandido, el mecanismo de «la bolsa o la vida». Si va y se le dice: pues, mira, no hay bolsa, mal asunto. Hay que comprender que él se ha comprometido a mucho como bandido, se lo ha jugado todo. Entonces, si a pesar de que no se le ha entregado la bolsa él no dispara, sino que se marcha, está muerto como bandido. Quizá viva como un hombre mejor que el bandido, pero como bandido está acabado.

P. Amenazar también tiene sus riesgos.

R. El que amenaza adquiere un compromiso terrible. Y lo más terrible es que se empeña en lanzar la responsabilidad sobre el otro. Tú serás responsable de que yo te mate. ¿Pero cómo voy a ser yo responsable de lo que tú me hagas a mí? ¿Por qué?

P. ¿Y por qué?

R. Pues porque le resulta tan imposible retractarse de la amenaza, que tiene que hacer responsable al otro. Al amenazar, uno se queda completamente objetivado, reificado. Como una cosa, como un instrumento, como el gatillo de una pistola.

P. Eso vale para el bandido, para el agresor. ¿En qué situación queda la víctima?

R. No hay que comparar las víctimas producidas por violencia humana y las víctimas de catástrofes naturales o de cosas como la carretera. No tienen nada que ver. La condición de víctima por violencia humana se transforma en un depósito de valor, en una especie de capitalización. El cristianismo está convencido de esa idea, de la víctima como generadora de valor moral.

P. Un valor moral, o un capital, que para qué sirve.

R. Su estructura gravita sobre la de la venganza, porque la venganza es un derecho que se adquiere porque otro te ha agredido. Los atentados de Washington y Nueva York fueron un caudal de derecho gigantesco, que explotó como tal en la aprobación por aclamación de la Patriot Act. Una explosión de euforia patriótica inmensa.

P. Pero si las víctimas mueren, como fue el caso, ¿quién puede reclamar ese valor moral, esa capitalización?

R. Pueden hacerlo muchas personas. La viuda, los huérfanos, otros quizá. Pero lo que puede producir abusos inmensos y hasta espectáculos obscenos es la seguridad de estar en posesión de ese capital moral. Por ejemplo, el victimato español de los actos terroristas ha hecho una explotación de ese capital moral. Ha exigido una especie de reconocimiento social especial, lo tengo por ahí recortado. Ese reconocimiento es casi la figura que hace contrapunto con la del terrorista. Es decir, la perversidad del terrorista necesita de un contrapunto muy fuerte para que aparezca como suficientemente execrable, no humano.

P. ¿Existe algún uso adecuado de ese valor moral?

R. Las víctimas tienen derecho a recibir indemnizaciones, apoyo, compasión. Lo que resulta un abuso es emprender la búsqueda de culpables en una catástrofe para estar en condiciones de constituir un victimato. Ni el descuido primero de unos excursionistas que provocan un incendio en un bosque, ni la torpeza del Gobierno son actuaciones delictivas. Pero muchas veces se busca algo delictivo para que se pueda constituir el valor moral, la capitalización de un victimato.

P. En el caso de España, las víctimas del terrorismo han apelado a su condición de víctimas para rechazar una política antiterrorista que exigía hablar con los terroristas.

R. Si hay una posibilidad de composición o de arreglo, habrá que hablar hasta con el diablo. Pero hablar es una cosa, parlamentar otra y pactar otra. Lo que no entiendo bien en todo este asunto es el conchabamiento de la prensa con la política, lo amiguetes que son los periodistas y los políticos. Y, luego, la competencia entre los periódicos. Montan un espectáculo con el terrorismo y, después, preguntan a los españoles cuál es el mayor peligro que tiene el país. ¿Pero quién lo ha producido?

P. ¿No habría que tratar este asunto en los periódicos?

R. No sé si es buena la difusión de cada pequeño paso que da cualquier etarra o batasuno como Otegi. Otegi está todos los días en la televisión, no tanto como Esperanza Aguirre, pero casi tanto como Esperanza Aguirre. Y eso es por la competencia entre los periódicos y porque están conchabados los periodistas y los políticos. Aunque, bueno, nunca son del todo amigos ni del todo enemigos. Si dice algo Otegi, se debería dar una pequeña nota, pero no este tinglado que se ha armado. No sé qué expectativas puede haber tenido el Gobierno para creer que ETA abandonaría. A mí me parece que son expectativas bastante vanas.

P. ¿Por qué?

R. Batasuna ha estado haciendo declaraciones sobre la autodeterminación, sobre la incorporación de Navarra que son exactamente las de siempre, de las que no se ha apeado nunca. No sabemos hasta qué punto Batasuna está sometida a los otros. Porque a ese Josu Ternera, el que se escapó, le quitaron enseguida la palabra, no les convenía. Batasuna tal vez podrá exigir algo a los otros, pero nada fundamental.

P. Usted ha empezado diciendo que nunca se convence a nadie de nada y un francés, Philippe Delmas, auguró hace años un «bello porvenir para la guerra».

R. No lo tiene malo, pero puede producirse un descrédito. Lo tendría muy bueno si hubiese un bombardeo a Irán, bien por parte de Israel, bien por parte de Estados Unidos. Que hubiese un clamor de victoria, porque el fenómeno de la victoria es explicativo de la guerra. Es el momento de mayor plenitud de un pueblo en cuanto pueblo. La exaltación que produce es incalculable.