«Nec sic incipies, ut scriptor cyclicus olim: «Fortunam Priami cantabo et nobile bellum». Quid dignum tanto feret hic promissor hiatu? Parturient montes, nascetur ridiculus mus.» Horacio, Arte poética (Ni tu exordio ha de ser tan retumbante como el de cierto autor necio y pedante: «De Príamo en […]
«Nec sic incipies, ut scriptor cyclicus olim: «Fortunam Priami cantabo et nobile bellum». Quid dignum tanto feret hic promissor hiatu? Parturient montes, nascetur ridiculus mus.» Horacio, Arte poética
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«De Príamo en su propia infausta tierra | |||||
la suerte cantó y una noble guerra». | |||||
Ilustre exordio si el autor no cesa | |||||
de dar el lleno todo a su promesa. | |||||
Mas ¿qué sucede? Atiende. Dan bramidos | |||||
con dolores de parto conmovidos | |||||
los montes elevados, | |||||
las cumbres, los peñascos, los collados, | |||||
y, al cabo de su grande emoción, | |||||
parieron un ratón.) |
1.
La última gran filtración de Wikileaks se nos ha presentado en los principales medios de comunicación como un acontecimiento sin precedentes y con gravísimas repercusiones sobre la política internacional y en concreto sobre las relaciones diplomáticas de los Estados Unidos con sus «aliados». La Secretaria de Estado norteamericana no ha dudado en calificarla de «atentado contra la comunidad internacional», mientras que en el Congreso de los Estados Unidos han llegado a oirse voces que calificaban de terroristas al responsable de Wikileaks, Julian Assange y a sus colaboradores. Por otra parte, numerosas voces progresistas se han apresurado a felicitar a Wikileaks por su contribución a la «transparencia» y su servicio a la «democracia». Sin embargo, basta atender a lo que se nos sirve en bandeja en los periódicos que han tenido el privilegio de recibir la información filtrada, por ejemplo en el País de los dos últimos días de noviembre, para comprobar que los pretendidos secretos que iban a hacer temblar los cimientos del mundo no son para tanto y que la mayoría de ellos eran de sobra conocidos desde hace mucho tiempo.
La montaña, como en la fábula, parió un ratón. Descubrimos a estas alturas que Berlusconi organiza orgías o contrata a prostitutas o que Sarkozy es arrogante o Putin autoritario o que las autoridades españolas han frenado las investigaciones de los crímenes de guerra norteamericanos. No tardaremos en descubrir con Wikileaks que una extensión de agua cuyo nombre secreto es «Mediterráneo» separa África de Europa. El contenido de las filtraciones recuerda el chiste del escritor francés Régis Hauser quien descubría con sorpresa: que «debajo de su ropa, todas las mujeres están desnudas«. ¡Gran escándalo! ¡Tremenda obscenidad por fin descubierta gracias a la perspectiva del mirón! Desnudar a las mujeres con la palabra y la mirada es suponer que debajo de la ropa se encuentra el preciado (y obsceno) objeto del deseo, la verdadera causa de éste. De modo similar, quienes alaban las hazañas de Assange y Wikileaks, suponen que existe una verdad del poder debajo de los secretos que destapan. En eso, coinciden, quizá sin saberlo con una vieja tradición del pensamiento político europeo que situaba el resorte fundamental del poder en los «arcana imperii», es decir en unos misteriosos y secretos principios de la razón de Estado al margen de la moral y de la comprensión del vulgo. Los secretos del Estado moderno se nos presentan así como unos «arcanos», como los principios ocultos -y posiblemente inmorales y violentos- de un poder cuya justificación oficial pretende ser, sin embargo, de orden jurídico, moral o teológico.
2.
La teoría política de los arcana tiene su correlato y complemento «contestarario» en las teorías de la conspiración, teorías éstas que pueden expresarse desde posiciones de derecha o de izquierda, pero cuyo esquema fundamental es de una invariable monotonía. Son exponentes de esta teoría: la conspiración de los jesuitas contra las monarquías europeas, la conspiración de los judíos «descubierta» con la publicación -en realidad fabricación- de los Protocolos de los Sabios de Sión por la policía secreta zarista y «redescubierta» por los nazis, quienes volvieron a publicar ese infame panfleto junto a una plétora de textos antisemitas, la «sinarquía» que tanto el régimen de Vichy como el populismo peronista consideraban su más peligroso enemigo, el complot judeo-masónico de Franco o, ya desde la «izquierda», la «mentira» del 11 de septiembre, la conspiración de Bilderberg, la conjura del capital financiero contra el «buen» capital productivo etc. Umberto Eco les dedicó un divertido libro titulado «El péndulo de Foucault» que valdría la pena releer hoy. La estructura de todas estas «teorías» es siempre la misma: existe un grupo más o menos numeroso de personas (una religión, una secta, una raza, una sociedad secreta) que no para de maquinar para apoderarse del poder en el mundo entero y, para eso, sin escrúpulo moral alguno, manipula ocultamente los hilos del poder oficial y legítimo. Los defensores de estas «teorías» suelen afirmar que ellos conocen sestos «secretos» y que «a ellos no los engañan». Tal fue el caso de Hitler que, pretendiendo «conocer» el plan judío para apoderarse del poder, organizó una conspiración para contrarrestarlo, conspiración cuya estructura visible era el partido nacional-socialista, partido conocido por su magistral uso del doble lenguaje y de la verdad mentirosa, pero también por el estricto secretismo con que tomaba sus decisiones. Hitler pretendía haber visto lo que se escondía debajo del poder, haber descubierto que el poder es sólo una sucia trama para engañar y dominar a la gente y actuó en consecuencia.
3.
Las teorías de la conspiración, con sus pretendidos descubrimientos, encubren, sin embargo algo esencial. En el fondo, quienes creen que el poder se basa en secretas conspiraciones compiten en ingenuidad y optimismo con quienes piensan que el poder tiene un fundamento legítimo, moral o jurídico. Ambos bandos comparten una misma problemática: piensan que el poder en una sociedad de clases podría ser justo y legítimo si no estuviera manipulado por los conjurados y que basta desvelar y vencer la conjura para restablecer un orden basado en la legalidad y los derechos. La utopía del Estado de derecho es el horizonte insuperable de ambas posturas. Merced a esta utopía el ser de la sociedad de clases y del antagonismo se oculta bajo las apariencias morales y jurídicas de la «injusticia» y el «abuso». Esta identidad de posición de ingenuos y suspicaces obedece a un mecanismo fundamental del poder moderno. El poder del Estado moderno pone a quienes a él están sometidos ante una exigencia contradictoria: por un lado pretende que se dé fe a su legitimación oficial en términos jurídicos, morales o religiosos, pero, por otro, conserva siempre una dimensión oculta, una dimensión de secreto que se presenta a sí misma como una salvaguardia del margen de decisión del soberano. En cierto modo, el poder exhibe y proclama el hecho de que oculta algo. Soberano no es sólo quien promulga la ley y a ella se somete, sino también – y, según Carl Schmitt, sobre todo- quien desde el propio derecho en que se funda su soberanía puede con toda legitimidad suspender las leyes, poniéndose a sí mismo fuera de la ley conforme a la ley. Tal es la paradoja de los poderes de excepción. El secreto como exigencia de la práctica de gobierno abiertamente reconocida e incluso inscrita en la ley permite articular la exigencia de legitimidad jurídica con la necesidad de una actuación al margen de la ley.
Tal era al menos la doctrina oficial que justificaba los secretos de Estado. La política adquiría de este modo en el Estado moderno, una dimensión misteriosa y casi mágica. Los golpes de Estado (Gabriel Naudé, 1600-1653) se presentan como esos actos ilegales e imprevistos que realiza el propio soberano para restablecer el orden político o para establecer un orden nuevo. Son actos que se comparan con la acción milagrosa de Dios sobre la naturaleza. Junto a un mundo físico donde el milagro había desaparecido gracias a la física galileana y a sus desarrollos cartesianos, subsiste un espacio para el prodigio, no ya en la naturaleza sino en la política. La creencia en los milagros cambia de terreno, pero no por ello resulta menos imaginaria. De lo que se trata en la doctrina de los «arcana imperii» o en general en las teorías de la soberanía es de sustraer al soberano al orden común de la naturaleza y, casi, a la propia naturaleza humana. No es casual que las primeras formulaciones modernas de la economía política con Montchrestien y, posteriormente, los fisiócratas, pertenezcan a este mismo período de fundación y afianzamiento del Estado absolutista, pues de lo que se trata en la economía política es de separar claramente un espacio «económico» de regulación de la sociedad que se presenta como natural y sólo necesita del soberano que éste lo deje funcionar con plena libertad conforme a sus propias leyes «naturales», y otro espacio, propiamente político, que no corresponde ya a la necesidad natural, sino a la decisión absoluta del soberano. El secreto es en este contexto una tramoya teatral en la que se escenifica el carácter supuestamente «sobrenatural» de este poder supuestamente capaz de una decisión absoluta . En cierto sentido, es un dispositivo teológico-político que genera, más allá de las relaciones sociales efectivas, la ilusión necesaria del Estado soberano. Creer en el secreto, aceptar su necesidad, es cerrar los ojos sobre la violencia del poder, pues sólo de ese modo es posible creer en un poder con un fundamento legítimo, en la legalidad autofundante del Estado de derecho. No de otra manera, las teodiceas permiten, aludiendo a los insondables designios de Dios y a sus fines impenetrables, conciliar la bondad y la omnipotencia divina con la existencia del mal.
4.
El secreto de Estado parece constituir una necesidad para el funcionamiento del poder. Sin embargo, lo que las filtraciones de Wikileaks nos revelan es algo bastante más importante que su contenido manifiesto: la función esencial que desempeña la creencia en el secreto de Estado en los propios dispositivos ideológicos en que se fundamenta la idea de soberanía. El secreto, en términos de Louis Althusser, sería un componente fundamental de la «ideología de Estado». Hoy día no importa que el contenido de un secreto sea secreto. Una vez que la invasión de Afganistán se aprobó en la ONU en flagrante violación de la Carta de esta organización, o que la invasión de Iraq se decidiera con luz y taquígrafos en el Congreso y en el gobierno de los Estados Unidos, o en el gabinete de José María Aznar, una vez que el gobierno de los Estados Unidos ha legalizado la tortura y encubre con descaro la colonización sionista en Palestina, ¿qué cosa aun más grave podría ocultarse? Todos estos actos constituyen crímenes gravísimos: las dos invasiones aludidas son actos de guerra de agresión, actos idénticos a los que llevaron a la horca en Nuremberg a los jerarcas nazis. En cuanto a la tortura, es un delito internacionalmente perseguible y gravemente penado. Los mencionados actos fueron realizados con plena publicidad y, gracias al aparato ideológico número 1 del actual Estado capitalista, los medios de comunicación, quedaron hasta hoy impunes. En esta misma línea, Berlusconi modifica abiertamente mediante su mayoría parlamentaria la legislación de su país para evitar penas de cárcel.
Nadie se esconde, nada se esconde. Berlusconi se jacta de sus conquistas sexuales mercantiles, Bush de sus crímenes de guerra, Aznar de su complicidad en lo que el tribunal de Nuremberg calificó como el «mayor de todos los crímenes»… Sorprende así que, caído el velo del secreto y expuesta la desnudez de este poder nudista o incluso exhibicionista con las filtraciones de Wikileaks, siga produciéndose un escándalo. Es que el objeto del escándalo no son los actos criminales de los gobernantes, sino el descubrimiento profundamente subversivo de que estos no tienen nada que ocultar. Con la hoja de parra del secreto cae un aspecto importante de la legitimación del poder moderno, precisamente la idea de que existe una dimensión oculta y arcana en la que se mueven los gobernantes y que poco tiene que ver con la de los simples mortales. El poder ya no es un arte oculto basado en «arcanos». Por por eso mismo le resulta indispensable imponer por todos los medios no ya la ilusión del secreto, sino la forma exterior de esa ilusión. Es algo que ya hace por otros medios el Estado nación globalizado imponiendo muros visibles e invisibles en sus fronteras y dentro de su territorio: esos muros no paran gran cosa, pero disimulan la inmensa merma de soberanía que han experimentado los Estados. Son más que un instrumento represivo, un elemento de mistificación. Del mismo modo que los musulmanes rigoristas velan a la mujer para ocultar la más tremenda de todas las verdades: que no hay gran cosa que ocultar o, mejor dicho, que la causa del deseo sólo se manifiesta como tal cuando se oculta, los gobernantes del capitalismo tardío unen a la obscenidad pública y notoria de sus actos la imposición de un velo de secreto que muestra esos actos como regidos por razones ocultas. De ese modo, el crimen y la corrupción cotidianos pueden legitimarse como algo en el fondo sublime, digno de ser respetado e incluso deseado por los súbditos.
5.
Frente a la mistificación que representa ese renacer del secreto de Estado, sólo cabe el más estricto rigor materialista: negar al poder todo carácter sublime o teológico, reconocer en el secreto de Estado o en los muros, no sólo dispositivos de protección o de represión, sino auténticos aparatos ideológicos. Es esencial, para quien quiera actuar contra el capitalismo y sus aparatos de Estado nacionales o imperiales, deshacer la consistencia imaginaria del Estado y de la soberanía con todo su secreto y su pretendido misterio, reconociendo la realidad efectiva del poder como un entramado móvil de correlaciones de fuerzas en el que nunca existen un soberano omnipotente y unos súbditos impotentes, sino una potencia de la multitud que siempre ya resiste a un poder que pugna por imponerse. Para entender las relaciones de fuerza que constituyen el poder y determinan el grado de potencia efectiva de las posibles resistencias, no basta que se revelen muchísimos datos aparentemente escandalosos: la realidad del poder no está en ningún dato, sino en la fórmula de las correlaciones de fuerza de cada coyuntura. Para determinarla y poder aprovechar datos como los de Wikileak y una infinidad de otros datos que nunca estuvieron ocultos no podemos ni debemos contar con revelaciones, sino con el lento trabajo de la producción de conceptos adecuados.
http://iohannesmaurus.blogspot.com/2010/12/wikileaks-existe-un-obsceno-secreto-del.html