Como asevera el sociólogo Boaventura de Sousa Santos, hoy las izquierdas se debaten en dos desafíos principales: el de la relación entre democracia y capitalismo, y el del crecimiento económico infinito como indicador básico de desarrollo y progreso. Con respecto al segundo, los discursos suelen converger en que el auge consustancial a la maximización de […]
Como asevera el sociólogo Boaventura de Sousa Santos, hoy las izquierdas se debaten en dos desafíos principales: el de la relación entre democracia y capitalismo, y el del crecimiento económico infinito como indicador básico de desarrollo y progreso. Con respecto al segundo, los discursos suelen converger en que el auge consustancial a la maximización de las ganancias roza los topes de carga del planeta.
Conjurado el disenso en este punto, se entrecruza un rimero de buidos «aceros». ¿El tema más urticante? Tal vez el del extractivismo, que para unos cuantos se va convirtiendo en elemento de un dilema universal. «[…] Europa era la región del mundo donde los movimientos ambientalistas y ecologistas tenían más visibilidad política y donde la narrativa de la necesidad de complementar el pacto social con el pacto natural parecía gozar de una gran aceptación pública. […] con el estallido de la crisis estos movimientos y esta narrativa desaparecieron de la escena política y las fuerzas […] más directamente opuestas a la austeridad financiera reclaman crecimiento económico como única solución, y excepcionalmente hacen alguna declaración algo ceremonial sobre la responsabilidad ambiental y la sostenibilidad. De hecho, las inversiones públicas en energías renovables fueron las primeras sacrificadas por las políticas de ajuste estructural.
«Antes de la crisis el modelo de crecimiento en vigor era el principal blanco de crítica de los movimientos ambientalistas y ecologistas precisamente por insostenible y producir cambios climáticos que, según los datos de la ONU, serían irreversibles a muy corto plazo; según algunos, a partir de 2015. Esta rápida desaparición de la narrativa ecológica muestra que el capitalismo no solo tiene prioridad sobre la democracia, sino también sobre la ecología y el ambientalismo».
He ahí una aceptada visión del panorama, que se complementa con algo que está labrándose consenso. Al señalar que la Conferencia de Naciones Unidas sobre Desarrollo Sostenible (Rio+20), celebrada en junio de 2012, derivó en un rotundo fracaso a causa de la mal disfrazada complicidad de las élites del Norte y las de los países emergentes, De Sousa apunta que la valorización internacional de los recursos financieros permitió en varios sitios de América Latina una negociación de nuevo tipo entre democracia y capitalismo.
«El fin (aparente) de la fatalidad del intercambio desigual (las materias primas, siempre menos valoradas que los productos manufacturados) que encadenaba a los países de la periferia del sistema mundial al desarrollo dependiente permitió que las fuerzas progresistas, antes vistas como ‘enemigas del desarrollo’, se liberasen de este fardo histórico, transformando el boom en una ocasión única para llevar a cabo políticas sociales y de redistribución de la renta. Las oligarquías y, en algunos países, sectores avanzados de la burguesía industrial y financiera altamente internacionalizados, perdieron buena parte del poder político gubernamental, pero a cambio vieron aumentado su poder económico. Los países cambiaron sociológica y políticamente hasta el punto de que algunos analistas vieron el surgimiento de un nuevo régimen de acumulación, más nacionalista y estatista: el neodesarrollismo basado en el neoextractivismo».
¿Falsa alarma?
Y el fenómeno supone una manzana de la discordia en el seno de la izquierda, o entre las izquierdas -pluralidad por muchos subrayada-. De Sousa no duda: «Sea como sea, el neoextractivismo tiene como base la explotación intensiva de los recursos naturales y plantea, en consecuencia, el problema de los límites ecológicos (por no hablar de los límites sociales y políticos) de esta nueva (vieja) fase del capitalismo. Esto resulta más preocupante en cuanto este modelo de ‘desarrollo’ es flexible en la distribución social, pero rígido en su estructura de acumulación. Las locomotoras de la minería, del petróleo, del gas natural, de la frontera agrícola son cada vez más potentes y todo lo que interfiera en su camino y complique el trayecto tiende a ser aniquilado como obstáculo al desarrollo. Su poder político crece más que su poder económico, la redistribución social de la renta les confiere una legitimidad política que el anterior modelo de desarrollo nunca tuvo, o solo tuvo en condiciones de dictadura».
Estas «locomotoras», añade, impiden a unos cuantos distinguir las cada vez más perturbadoras señales de la inmensa deuda ecológica y social como costo inevitable del «progreso». Por otro lado, privilegian una temporalidad afín a la de los gobiernos: la «ola» de los recursos no va a durar siempre, y eso hay que aprovecharlo al máximo en el menor tiempo. «El brillo del corto plazo ofusca las sombras del largo plazo. Mientras que el boom configure un juego de suma positiva, cualquiera que se interponga en su camino es visto como ecologista infantil, campesino improductivo o indígena atrasado de los que a menudo se sospecha que se trata de ‘poblaciones fácilmente manipulables por ONG no se sabe al servicio de quién'».
Dando más cuerpo a su tesis, el sociólogo asevera que, en estas condiciones, es difícil activar principios de precaución o lógicas de dilatado aliento. Y se interroga, lúgubre: ¿Qué sucederá cuando finiquiten los recursos? ¿Cuando se haga evidente que la inversión en «recursos naturales» no fue adecuadamente compensada por la inversión en «recursos humanos»? ¿Cuando no haya dinero para generosas políticas compensatorias, y el empobrecimiento súbito cree un resentimiento difícil de manejar en democracia? ¿Cuando los niveles de enfermedades ambientales se truequen en inaceptables y sobrecarguen los sistemas públicos de salud? ¿Cuando la contaminación de las aguas, el empobrecimiento de las tierras y la destrucción de los bosques paren en irreversibles? ¿Cuando las poblaciones indígenas, quilombolas y ribereñas expulsadas de sus tierras cometan suicidios colectivos o deambulen por las periferias urbanas reclamando un derecho a la ciudad? «La ideología económica y política dominante considera estas preguntas escenarios distópicos exagerados o irrelevantes, fruto del pensamiento crítico entrenado para pronosticar malos augurios. En suma, un pensamiento muy poco convincente y en absoluto atractivo para los grandes medios».
Alejandro Nadal tercia en el asunto. «En la primera mitad del siglo XX el extractivismo marcó la inserción de América Latina en la economía mundial. La palabra ‘extractivismo’ es un poco inexacta, pues comprende la industria extractiva, así como la producción agrícola en monocultivo para la exportación. El extractivismo está asociado a la existencia de enclaves, explotación laboral sin límite, violaciones a derechos humanos, el exterminio de grupos indígenas y la subordinación de los gobiernos al poder de empresas multinacionales […] La estrategia de sustitución de importaciones aplicada entre 1940 y 1980 estaba diseñada para escapar de esta trampa. Pero la crisis de la deuda de los 80 permitió imponer el régimen neoliberal y el extractivismo regresó con ánimos de venganza».
Como es conocido, el neoliberalismo se caracterizó (se caracteriza) por un desempeño mediocre y repetidas crisis. Todo eso condujo a cambios políticos importantes. «En elecciones libres y democráticas se sucedieron las victorias electorales de Hugo Chávez en 1999, Néstor Kirchner y Lula (ambas en 2003), Evo (2006) y Rafael Correa (2007)». Entonces, «en esos países el control sobre los recursos naturales se convirtió en la más alta prioridad, por ser fuente de recursos fiscales. El rescate se presentó como parte de un proyecto nacionalista; lo cierto es que también se trató de una decisión pragmática que no pasaba por la expropiación […] No sorprende que los indicadores sobre composición del PIB y de las exportaciones sigan revelando la importancia del sector primario-exportador de las economías de muchos de estos países. Claro está que en el nuevo esquema los recursos fiscales permitieron incrementar el gasto en salud, educación, vivienda e infraestructura. También se mantuvo una política de recuperación de salarios y aumentó la cobertura y alcance de los programas de lucha contra la pobreza. Esto ha dotado de legitimidad política y social a estos gobiernos. Pero también pudo haber generado una cierta adición frente a este neoextractivismo y una mayor presión para aumentar la producción y maximizar la obtención de recursos».
Nadal concluye que el neoextractivismo no se erige en sustentable, porque «depende primero de la duración del ciclo al que están asociados los altos precios, y los ingresos fiscales tendrán que disminuir. Además, el colapso ambiental también puede cortar abruptamente el flujo de recursos. Así, la minería a cielo abierto, la explotación forestal y el monocultivo comercial en gran escala (Brasil y Argentina con la soya transgénica) ya son ejemplo de catástrofes ambientales».
Las alertas resultan válidas, solo que, en un contexto donde también campea el extremismo, Atilio Boron rechaza «la división que algunos compañeros de la corriente pachamamista pretenden establecer entre la naturaleza y la sociedad. Y creo que la sociedad humana forma parte de la naturaleza y la salvación de la naturaleza debe incluir la preservación de la sociedad humana. A veces se plantea un debate muy injusto. Dicen que los gobiernos de Ecuador, Bolivia y Venezuela son hipócritas porque hablan de revolución, pero siguen explotando el petróleo, el gas, el litio… ¿Pero qué quieren que hagan? ¿Cómo atender los problemas de la gente más pobre sin tocar esos recursos? Lo que se debe hacer es evitar la explotación capitalista, que es predatoria y derrochadora, pero se pueden aprovechar los recursos para que la población viva mejor».
El meollo
En espíritu, Boron concuerda con filósofos como Grazia Paoletti, para quien «el tema del ambiente y del desarrollo se afronta obviamente de modos diferentes por parte de los industrialistas y por parte del ambientalismo conservador y conservativo. Este último afirma que se protege el ambiente contra el ataque de los seres humanos y, por lo tanto, no se realiza ninguna intervención modificativa: es decir, no se supone que existe una esfera humana de interacción con el ambiente, la esfera económica. La falta, tanto de los ambientalistas tradicionales como de los industrialistas, es que consideran a los seres humanos y el ambiente como dos entidades absolutamente separadas, de las cuales la primera actúa sobre la otra [sin que se consideren] las reacciones interactivas […]
«En una óptica de este tipo, la alternativa es, por lo tanto, o intervenciones desenfrenadas o ninguna intervención; o correr a la autodestrucción o volver a la edad de piedra. Pero la relación unidireccional entre Hombre y Ambiente es un error. La Naturaleza se compone de partes que interactúan entre sí; por lo tanto, si el hombre ejerce una acción económica (modificación de la materia por la producción) necesita prever las interacciones a cambio de que resulten de la materia transformada». En sí, Paoletti anda en busca del justo medio.
Para ello, se alinea con quienes reconocen la necesidad de trocar el modelo, o sea, de programar un avance llevadero en lugar de un aumento cuantitativo. «La consistencia de los recursos y la sostenibilidad del desarrollo las dictan leyes biofísicas y, por lo tanto, son una realidad científica, mensurables con la capacidad de carga de los diferentes territorios, y una evidencia empírica; el resto depende de las opciones políticas y de la confrontación entre los pueblos, entre explotados y explotadores, entre los diferentes Norte y Sur del planeta».
A un tiempo, transformación de paradigma productivo y de la subjetividad. Harto difícil, ya que, al socializar su propia lógica de máximos beneficios, el modo capitalista ha alentado una mentalidad consumista, y se ha prodigado en la creación de necesidades artificiales contrarias a una convicción enunciada lapidariamente por Mateo Aguado: ser anticapitalista hoy es una cuestión de sentido común.
No en balde, en la publicación digital Viento Sur, el analista recuerda: «Hace poco más de un año tres reputados científicos de la NASA publicaron un impactante estudio en el que, basándose en complejos modelos matemáticos, pronosticaban el posible colapso de la civilización humana para dentro de pocas décadas. Las causas que se aludían como determinantes para llegar a tales conclusiones eran principalmente dos: la insostenible sobreexplotación humana de los recursos del planeta y la cada vez mayor desigualdad social existente entre ricos y pobres […] los dos motivos que -según estos investigadores- podrían acabar provocando el derrumbe de nuestra civilización son precisamente dos de las más claras características que posee el sistema capitalista: una insensibilidad total hacia la sostenibilidad ecológica del planeta y una abrumadora despreocupación hacia la (des)igualdad y la (in)justicia social».
De manera que habrá que insistir en quién representa la mayor amenaza para la existencia, en un contexto de comunidades que acostumbran relacionar el poder adquisitivo con la capacidad de alcanzar una existencia plena. «Es decir, se asume que -más que menos- nuestro nivel de renta determina la felicidad que podemos llegar a alcanzar en nuestra vida (o, como se suele decir, que el dinero da la felicidad). Esta engañosa forma de concebir la vida (basada en los aspectos materiales y monetarios como medida a través de la cual lograr una vida buena) representa, probablemente, la mayor herramienta moral que posee el capitalismo en la actualidad». 1
Sí, al difundir su lógica y su ideología, productivista la una, (neo)liberal la otra, individualista ambas, el sistema ha sabido ocultar parcialmente sus perjuicios (sobre el terreno social, sobre el ecológico, etcétera) y llevar a cabo la mercantilización a ultranza de los bienes (materiales e inmateriales). Mercantilización que a su vez, acota Paoletti, acarrea «un efecto retroactivo sobre la difundida mentalidad consumista con el alentar y extender los gustos o las necesidades que se inducen en las masas. La hegemonía, de hecho, puede ejercerse también en formas de sugestiones insinuantes o perversas».
Menuda tarea Pero impostergable, la de remarcar verdades tales las blandidas por Aguado, entre otros: el modo capitalista resulta fallido porque promociona una multitud global de poseedores y desposeídos, en la cual el sobreconsumo de unos pocos se produce a costa de las carencias vitales de los más. Y es que entre sus características figura la generación de desproporciones a escala planetaria y a nivel de naciones.
La formación no ha logrado cumplir su clásica promesa de traer la bienaventuranza a un creciente número de personas. Además, nunca huelga remarcar, «son cuantiosos los estudios que en este sentido han cuestionado rotundamente el axioma tan fuertemente instaurado en el ADN capitalista (y en el imaginario colectivo) de que el dinero da la felicidad. Estos estudios vendrían a mostrarnos cómo la correlación entre los ingresos y la satisfacción con la vida solo se mantiene en etapas tempranas, cuando el dinero es usado para cubrir las necesidades más básicas. A partir de este punto entraríamos en una situación de ‘comodidad’ en donde más dinero ya no significa necesariamente más felicidad. Es más, una vez ha sido alcanzada esta situación, seguir buscando obstinadamente el crecimiento económico (en el plano macro) y el aumento de la renta y el consumo (en el plano micro) puede resultar incluso contraproducente, pues tiende a hacernos descuidar otros aspectos de nuestra vida -intangibles pero igualmente esenciales para la felicidad- como las relaciones sociales o el buen uso del tiempo».
Ahora, el «trauma» del auge indefinido entraña, asimismo, una inviabilidad natural. «Se podría afirmar -concluye Paoletti- que el capitalismo es, desde el punto de vista ecológico, biofísico y termodinámico (desde el plano científico al fin y al cabo) un sistema imposible abocado al desastre […] Me resultan muy interesantes en este sentido las sabias palabras de Wolfgang Sachs, quien sostiene que, en el futuro, el planeta ya no se dividirá en ideologías de izquierdas o de derechas, sino entre aquellos que aceptan los límites ecológicos del planeta y aquellos que no. O dicho de otro modo, entre aquellos que entiendan y acepten las leyes de la termodinámica y aquellos que no. No se trata por lo tanto de arreglar o refundar el capitalismo […] sino de entender que nuestro futuro como especie […] será un futuro no-capitalista o, sencillamente, no será».
Se requeriría, pues, convencer acerca de que la esfera económica no puede desfasarse de la ecológica, y ello implicaría uno de los mayores retos del nuevo milenio. Tal vez, aventura el pensador, derive en mucho más factible hacerse anticapitalista hoy desde posiciones ecologistas que desde las tradicionalmente marxistas. La inviabilidad de un sistema que aboga por el aumento constante en un orbe constreñido podría implicar algo más fácil de comprender que la tendencia descendente de la tasa de ganancia o el fetichismo de la mercancía de la que nos hablaba Marx, por ejemplo.
A todas estas, ¿decrecer?, ¿ralentizar el desarrollo? Suposiciones, sugerencias, las hay diversas. Pero atenidos a lo más urgente, en nuestro criterio se impone desechar, por bizantina, la cuestión de si ecologistas o marxistas -como si una condición excluyera a la otra-. Por dondequiera que se mire, se trata de garantizar la supervivencia. Y en aras de ella solo se puede ser… adivinó usted: anticapitalista. Así que, ante el dilema de extraer o no extraer, nos atreveríamos a decantarnos por lo segundo, mientras aparece una solución que incluso podría incluir la colonización de otros mundos. Pero, por favor, hacerlo lo más civilizada, sustentablemente posible. De ecosocialista forma.
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.