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Extremas derechas del siglo XX al XXI

Fuentes: Huella del Sur

Más allá de todas las diferencias, los fascismos del lapso 1919-1945 y las ultraderechas del siglo XXI, en un mundo que sufrió profundas transformaciones, tienen en común constituir en gran parte respuestas del gran capital frente a situaciones de crisis.

En ambos casos son contestaciones agresivas, violentas, que construyen un “otro” al que esperan acallar y si lo consideraran necesario, aniquilarlo. Un enemigo que, tanto en la primera mitad del siglo XX como en las décadas iniciales del XXI han identificado como “socialismo” y “comunismo”. Es que, como ha señalado Claudio Katz, ni entonces ni ahora hay una alternativa más real al dominio del capital que tratan de sostener y consolidar.

Además, el macartismo del presente no necesita de una amenaza revolucionaria real para dirigir el fuego hacia las ideas que pueden impulsar el pensamiento y la acción crítica frente al “libre mercado”.

En el período de entreguerras la amenaza revolucionaria sí existía, con mayor o menor intensidad. El remedio encontrado fue la prescindencia total del régimen parlamentario, y la anulación de todo lo que fuera derechos y autonomía, para asegurar la destrucción de la organización obrera y popular. Ese cambio estuvo en la raíz del fascismo.

En 1919 o en el siglo XXI se proyectan en el campo político para ir en contra de todo tipo de conquistas democráticas, los derechos adquiridos por las clases subalternas y las instancias organizativas de raigambre popular, Sobre todo cuando éstas poseen alguna medida de cuestionamiento al orden capitalista y al poder de los empresarios.

Sus discursos pueden hacer la apología desembozada del gran capital o bien disfrazarse como críticos del capitalismo y el espíritu de lucro. Lo seguro es que la gran empresa saldrá beneficiada durante el lapso en el que se sostengan en el poder.

Existe amplio consenso en que el nazismo fue la vertiente más radical y destructiva de los fascismos europeos del período de entreguerras. Está por verse a qué extremos llegará la derecha radical del siglo XXI.

Aquí nos proponemos un sucinto examen del acceso al poder del nazismo en el contexto de los fascismos. Para después trazar líneas de comparación con algunos aspectos de las derechas extremas de nuestros días.

El nazismo alemán y su predecesor italiano

Milán, 1919 y más tarde…

Referirse al nazismo y al acceso de Adolph Hitler al poder conlleva dar siquiera una mínima atención al movimiento que lo precedió una década en el acceso al poder. Y le sirvió de modelo en muchos aspectos. Para convertirse en su más estrecho aliado en la peor de las guerras que ha conocido la humanidad, en medio del asesinato de millones de personas.

El 23 de marzo de 1919 en una plaza de Milán, en el norte de Italia, se fundaron unas agrupaciones con rasgos paramilitares, discurso nacionalista y belicista. Y definición fuerte contra el internacionalismo marxista y en general todas las corrientes del socialismo. Se llamaban “fascios de combate”

Al mismo tiempo se presentaban como “revolucionarios”, portadores de la promesa de un mundo nuevo. Eran pocos, parecían la encarnación misma de la marginalidad, en un país con variadas razones para la desesperanza y la ira.

Un par de años después ese movimiento antiizquierdista que al inicio conservaba rasgos contestatarios iba en dirección a convertirse en una fuerza de choque a favor de los intereses de grandes capitalistas y terratenientes contra los socialistas.

Reemplazó el republicanismo inicial por la aceptación de la monarquía, el anticlericalismo por la coexistencia pacífica con la Iglesia. Ya no eran confrontativos con el ejército y la policía sino sus frecuentes colaboradores.

Ponían su organización en forma de milicias y su culto a la fuerza física al servicio de la represión de las huelgas y las manifestaciones obreras. Se dedicaban al ataque sistemático de municipios, casas del pueblo, cooperativas y sindicatos. Todo lo que tuviera orientación socialista, comunista o de alguna otra corriente de izquierda.

En 1921 se allanaron a ciertas formalidades y se organizaron como partido político, adoptando el nombre “fascista”. Y pasaron a presentarse a elecciones. Habían incorporado el discurso del “orden”. Y se ofrecían como garantes de su implantación.

O custodios de su mantenimiento para todos aquellos sectores conservadores, asustados a lo lejos por la revolución rusa. Y en la propia Italia por las grandes movilizaciones del “bienio rojo” posterior a la revolución de octubre.

Mantenían ciertos rasgos de apariencia contestataria: El culto al riesgo (“vivir peligrosamente”) y a la juventud. La pretensión de instaurar cierta justicia social frente a las apetencias más egoístas de “la burguesía”, el reclamo de una legislación social y laboral más justa.

Proponían la supresión de la lucha de clases preconizada por el marxismo para reemplazarla por la conciliación de clases, con el Estado que da orientación a trabajadores y patrones en búsqueda de objetivos comunes. Ésta a su vez sería la base de una sociedad unificada, sin conflictos sociales graves, encolumnada detrás de un liderazgo indiscutido.

El fascismo hizo su aparición después de un conflicto devastador, la entonces llamada “gran guerra”, entre 1914 y 1918. De una escala y grado de letalidad desconocidos hasta ese momento en la historia de la humanidad. Con sus secuelas de muertos; heridos y mutilados, prisioneros de guerra por largos períodos.

Los veteranos, que sumaban millones, se encontraban sin trabajo o con malos empleos. Experimentaban el sentimiento de que su sacrificio por la patria no estaba recompensado y que el futuro era oscuro. El descalabro económico iba acompañado por la creciente parálisis de las instituciones políticas y la consiguiente atmósfera de crisis final del parlamentarismo.

El resentimiento por las consecuencias de la guerra alcanzaba a la mayoría de los italianos e italianas. Se hablaba todo el tiempo de la “victoria mutilada”. El país itálico no había recibido la ciudad de Fiume, ni la costa dálmata ni otras zonas de población de habla italiana. Había guerreado tres años, hasta el final del conflicto, del lado de Gran Bretaña y Francia. Y en Versalles se los había retribuido con “un puntapié en el trasero” según los críticos del tratado de paz.

Los veteranos de guerra fueron una de las fuentes de reclutamiento del fascismo temprano. El furor nacionalista en algunos aspectos exacerbaba y en otros mitigaba la sensación de desamparo, de ingratitud, de falta de futuro, Su sombrío e irritado estado de ánimo, junto con sus violentas experiencias de combate los ponían en buena predisposición para dar palizas y romper cabezas. Las “escuadras” fascistas les proporcionaban la disciplina y el encuadramiento militar que añoraban.

Tan pronto como en 1922, a pocos años de la creación del partido, el líder fascista, Benito Mussolini, llegó al gobierno en un proceso que conjugó un éxito electoral parcial, la parodia de un golpe de Estado (la “marcha sobre Roma”) el respaldo del rey de Italia y un amplio arco de complicidades desde el poder económico, la dirigencia política y la cultura.

En un proceso que llevó hasta 1927, el régimen parlamentario fue bastardeado y al final suprimido. Había nacido un nuevo tipo de Estado, autoproclamado “totalitario”, encarnación de una “comunidad nacional” incuestionable, que no admitía el disenso ni se sentía limitada por las ideas liberales de legalidad y tolerancia

El nazismo y la radicalización “revolucionaria”

Los nazis tuvieron fuertes semejanzas con el fascismo italiano junto con peculiaridades no desdeñables. Entre estas últimas, la secuencia histórica. Aunque nació casi en paralelo con sus colegas italianos su itinerario hacia el poder fue mucho más largo. Sólo lo alcanzaron a principios de 1933.

Mientras al fascismo le llevó algunos años hacerse con todo el poder e institucionalizar su dictadura, su par alemán, una vez llegado al gobierno, lo consiguió en cuestión de pocos meses.

En Alemania el trauma de posguerra y las disposiciones de Versalles fue más profundo que en Italia. El país germánico no estaba entre los vencedores insatisfechos sino que formaba parte de los derrotados sin remisión.

Se habían perdido territorios continentales como Alsacia-Lorena y todas las colonias africanas. La marina y el ejército habían quedado muy reducidos y con serias limitaciones en cantidad de efectivos disponibilidad y uso de armamentos. Por añadidura el estado germano tenía que pagar gigantescas “reparaciones de guerra” que reducían su administración pública al ahogo financiero permanente.

El nazismo se mantuvo durante años como una pequeña minoría. Un más bien descabellado intento de “asalto al poder” en 1923, centrado en Munich, los mantuvo por un tiempo en la ilegalidad.

Torció su aparente destino de marginalidad y encontró el camino a la popularidad sólo cuando al desastre de la guerra y posguerra se sumaron los efectos deletéreos de la crisis de 1929.

Fue esa circunstancia, con sus consecuencias de desempleo masivo, empobrecimiento generalizado y desintegración social la que marcó el salto electoral de los comicios de 1930, cuando alcanzaron el 18,5% de los sufragios.

Sectores importantes de la sociedad alemana veían al nazismo como una luz de esperanza y una renovación profunda. Y portador de un propósito de hacer de Alemania una gran potencia. La vindicación de la raza aria era un principio que vertebraría ese proceso.

Los nazis proclamaban una superioridad alemana injustamente confinada en un territorio insuficiente y superpoblado. Y sometida a influencias “corruptoras” en forma de movimiento obrero combativo, organizaciones de pobres y desocupados orientadas por los comunistas y artistas e intelectuales críticos, entre otros.

La superioridad física, intelectual y estética del genio alemán no encontraba cauce adecuado, el nuevo orden nazi podría proporcionárselo. Y para ello debía enfrentarse a los enemigos del pueblo alemán: Los izquierdistas y los representantes de “razas inferiores”, con los judíos al frente.

Ellos intensificaron el “culto del jefe”, el liderazgo carismático que había entronizado el fascismo. Mando individualizado y único, indiscutible, que imperaba de arriba hacia abajo sin ninguna deliberación ni debate.

La jefatura de Hitler alcanzaba una fuerza lindante con la devoción religiosa. Representaba a “la providencia” y su palabra tenía un sesgo de verdad revelada a los fieles, una “religión política” aún más fuerte que la del fascismo.

No hubo barreras eficaces contra el nazismo. No existieron avances que no pudiera revertir. No fue obstáculo la considerable fuerza de dos grandes partidos de izquierda, el socialista y el comunista Ambos con vasto arraigo electoral, elevada inserción entre trabajadores, pobres e intelectuales. Muy organizados y hasta con sus respectivos brazos armados, cuerpos de milicias con práctica en la lucha callejera.

Tampoco constituyó un freno el orden constitucional de la “república de Weimar” y su sofisticado diseño, que el gobierno nazi decidió dejar sin efecto sin ni siquiera modificar la ley suprema. De poco sirvieron a la hora del ascenso del nazismo, el ordenamiento de 1919, y la pléyade de juristas liberales encargados de interpretarla.

La imponente historia de la cultura alemana no sobrellevó el desafío de la barbarie desatada. Era la cultura que después de la derrota, en la primera posguerra, había dado un giro liberal o socialista. El que parecía muy dotado para dar fin al nacionalismo militarista, las ínfulas aristocráticas del antiguo imperio, el racismo. Y poner coto a los sectores de la burguesía que llevaban la superexplotación al mayor descaro.

La llegada al gobierno.

Se ha hecho énfasis muchas veces en que Hitler asume a la jefatura de gobierno de Alemania gracias a que sectores conservadores confiaban en que podrían dominarlo y atenuar sus posiciones políticas más agresivas. Los nazis serían “utilizados” para el “trabajo sucio” de poner fin a la influencia “marxista” y el aplastamiento del movimiento obrero independiente.

La parálisis de la máquina parlamentaria era grave. Se habían sucedido las elecciones sin que se pudiera formar gobierno. Hitler no aceptaba ningún entendimiento que no lo llevara a él como Canciller (primer ministro) del Reich.

El nazismo fue el partido más votado en julio de 1932, con más del 37% de los sufragios. Sin un acuerdo mayoritario, se entronizó un “gabinete presidencial” (una peligrosa facultad del presidente alemán, de erigir gobiernos sin pleno acuerdo parlamentario) y poco tiempo después debió llamarse de nuevo a elecciones. Los nazis sufrieron un sensible descenso en el apoyo popular. Perdieron dos millones de votos y así descendieron al 33,09%.

Podía ser el inicio de un declive. El nombramiento al frente de un nuevo gobierno de un general retirado, acérrimo conservador, dio lugar a un fracaso casi inmediato. Quedaba el camino de otra elección más o allanarse a la fórmula “Hitler canciller”. Y como ya vimos, no faltaron razones (ni presiones) para que se hiciera lo segundo.

En última instancia los seguidores de lo que Laurence Rees llamó “el oscuro carisma de Hitler” eran para la mirada de las clases altas y los partidos conservadores “patriotas alemanes”, por más violentos y antidemocráticos que fueran. Mil veces preferibles al “marxismo apátrida” que pretendía desconocer las bases mismas de la nación teutona.

Finalmente se accedió al nombramiento del jefe nazi, en un gabinete en el que “apenas” un par de jerarcas nazis acompañaban al Führer. Si bien uno de ellos, Hermann Goering, era “comisario del Reich para el ministerio del Interior de Prusia”, con amplias competencias y autonomía sobre las “fuerzas de seguridad”.

Sólo dos meses después el gobierno nazi pidió plenos poderes y el parlamento aceptó votar una ley otorgándoselos, a excepción de los diputados socialistas, que votaron en contra.

Lo más gravitante para facilitar el ascenso del líder nazi al poder fue que sus partidarios eran percibidos como un instrumento viable para facilitar el aplastamiento del movimiento obrero, el incremento de las ganancias y mayores facilidades para la concentración del capital.

Tenía gran capacidad de movilización de masas y un brazo armado muy numeroso, las “tropas de asalto”, SA. Y máscaras “obrera” y “socialista” no carentes de eficacia, que tenían clara expresión en su mismo nombre, “Partido Nacional Socialista de los Trabajadores”.

A lo que se unía la amalgama de acusaciones contra supuestos culpables de la crisis innegable: Dirigentes de partidos de izquierda, intelectuales de esa tendencia, judíos en general.

Todos estaban además incursos en la acusación de formar parte de “los traidores de noviembre”, hacedores de una revolución contra el imperio en el mismo momento de la derrota en la guerra y luego de la draconiana paz de Versalles.

Con lo que aquedaban señalados como sujetos pasivos de una gran revancha nacional. La que comprendería desde la cancelación de deudas a la recuperación de territorios y un nuevo fortalecimiento de las fuerzas armadas.

Una vez llegado al poder el nazismo avanzará con toda velocidad en la demolición o sometimiento completo del sistema preexistente. Partidos políticos, sindicatos, poder judicial, asociaciones de bien público, todo es suprimido o bien “nazificado” bajo nuevas reglas y con otro personal de dirección.

Los “magnates”, el nazismo y el ataque a la civilización.

No les importó mucho a los más ricos la amenaza inminente a la Constitución y las instituciones democráticas. Los poderosos las veían como peligrosamente ineficaces a la hora de garantizar que se impidiera el triunfo de un movimiento revolucionario. O en su defecto, la perturbación permanente de la vida económica y la “paz social” por la acción de sindicatos huelguistas y desempleados y pobres movilizados.

Un gobierno en extremo autoritario era una carga más que soportable para los capitalistas. Siempre que excluyera el avance de cualquier “experimento” más alejado de los intereses del gran capital.

En cuanto al nacionalismo furibundo con fuerte contenido militarista, podía ser un vehículo para que Alemania incrementara su rol imperialista y ofreciera nuevas posibilidades en el extranjero al capital germano.

El nazismo tenía su propia batalla contra las manifestaciones culturales más avanzadas, en nombre de los valores de la raza y la promoción de las creencias de la época imperial, con su carga de militarismo y anticomunismo furibundo.

Así la guerra contra el “arte degenerado” cuya impronta judía se denunciaba. Y el hostigamiento al jazz, un producto extranjero para colmo generado por una raza inferior, encarnación de una humanidad degradada.

El edificio civilizatorio de siglos se desmoronó en cuestión de meses bajo el empujón brutal del nazismo. Los partidos políticos opositores al nuevo gobierno no pudieron hacer nada eficaz contra su destrucción. Fueron proscriptos o se autodisolvieron. Los sindicatos independientes quedaron prohibidos y reemplazados por un movimiento del trabajo de filiación nazi.

La complicidad de las fuerzas burguesas preexistentes fue decisiva. Nacionalistas y liberales oscilaron entre sumarse con entusiasmo al nuevo fenómeno o retraerse y consentir por miedo a la revolución. Los condujo también la aquiescencia hacia la promesa de aplastar a los sindicatos y la izquierda, como ya vimos. El conservador Zentrum católico respaldó también el otorgamiento de “plenos poderes” para el nuevo canciller.

Asimismo los hizo tolerantes hacia el nuevo régimen la posibilidad de ganancias empresarias más cuantiosas. Se proponían contratos militares en crecimiento, mayor industrialización, y profusión de obras públicas. La idea de recolocar a Alemania como gran potencia europea se traslucía en una perspectiva de vigoroso crecimiento económico.

La historia enseña, hasta el presente, que ante los movimientos de extrema derecha o los pronunciamientos militares con impulso de aniquilación entre quienes profesan con sinceridad y consecuencia el liberalismo político sólo resiste una minoría, a veces muy pequeña, La mayoría de la derecha y el centro recibe al nuevo régimen con los brazos abiertos o en todo caso con una resignación teñida de sedicente “realismo”.

Son las fuerzas de izquierda las que se mantuvieron en la oposición una y otra vez. Y encontraron la forma de resistir y luchar contra el régimen aún en las peores condiciones, con manifiesto riesgo de la propia vida.

El advenimiento del nazismo constituye una muestra palmaria de ese tipo de conductas. Comportamientos que tienen componentes éticos, de valor personal o de grupo. Y sobre todo lógicas de clase y de ideología.

La profundidad de la crisis.

La economía alemana venía de una amplia secuencia de situaciones críticas desde el final de la “gran guerra”, con la derrota y las terribles condiciones impuestas en Versalles. El desmedido peso de la deuda por indemnizaciones de guerra, con derivaciones en la hiperinflación y su secuela de virtual disolución nacional. Más tarde advino la crisis de 1929 enmarcada en la pérdida de posiciones de Alemania en el concierto de la economía mundial.

El planteo nazi del “espacio vital” parte de una planeada revancha respecto de las condiciones de Versalles y tenía al mismo tiempo un sentido de recuperación económica, no sólo territorial

La eventual adquisición de vastas extensiones en Europa Oriental, con Ucrania a la cabeza, significaba una poderosa fuente de alimentos y materias primas en condiciones más que ventajosas. Y la posibilidad de inversiones alemanas en un espacio nuevo, con preeminencia para los capitales de ese origen garantizada nada menos que por el derecho de conquista.

En un contexto de profunda crisis económica el bloqueo institucional empeoraba las cosas. Se sumaba una dirigencia política sospechada de todos los males en cuanto a ineptitud y corrupción. E incluso de “traición a la patria”.

La duplicidad de los vencedores había presentado a lo que fue un choque interimperialista como una confrontación “sagrada” entre la democracia y las dictaduras. El Estado y el pueblo alemán habían sido expoliados en tanto perdedores, con la tortuosa legitimación de esa hipocresía a escala mundial.

Ante un aparato estatal debilitado, llega con los “nacionalsocialistas” el “decisionismo” más desembozado. Un poder unificado y con desbordante voluntad política que procura la reposición de una comunidad nacional de sentido unívoco, que se presenta como superadora de divisiones y antagonismos, “artificiales”.

El objetivo era el refuerzo de la comunidad, con el empresariado alemán y los trabajadores destinados a un protagonismo sin embargo dependiente de los dictados del aparato estatal nazificado.

Algunos rasgos comunes

El nazismo y el fascismo tenían un sustento social con predominio de la pequeña burguesía. También de grupos o individualidades de desclasados y arruinados de diferentes orígenes y nivel social. Los desempleados fueron otra importante proporción. La captación de obreros sindicalizados fue minoritaria, pero no insignificante.

La pequeña burguesía había perdido sus pequeñas certezas; vivía espantada por la posibilidad de un descenso social y con miedo ante lo que percibía como amenazas a su estilo de vida. Los mitos de «la comunidad nacional», el «gobierno fuerte» y la ilusión de pasar a pertenecer a un Estado poderoso y en expansión les proporcionaban a esos sectores medios una ilusión de poderío, tranquilidad y orden.

Los nazis captaron a más de un tercio de la ciudadanía alemana antes de llegar al gobierno. Y ese porcentaje tuvo un sustancial incremento cuando quedaron en el pleno manejo del aparato estatal.

Una característica peculiar de los fascismos es que le «roban» algunos planteos a la izquierda: Despliegan cierta retórica «anticapitalista», sazonada con propuestas programáticas como la reforma agraria o la nacionalización de la banca, que se encargarán de no cumplir.

Se cubren con ropaje «izquierdista» para atraer a sectores descontentos con el orden social existente pero incapaces de construir una visión crítica digna de tal nombre. Y de convertirla en acción.

Quieren “renacionalizar” a la clase obrera y encuadrarla en las organizaciones del régimen, previo ataque violento y disolución de sus partidos y sindicatos. Convocan a terminar con una vaga «plutocracia», mientras expanden la ilusión de que para ello no hay necesidad de enfrentarse con los capitalistas concretos, a los que rinden pleitesía.

Fueron críticos del «liberalismo» y el «racionalismo», entendiendo por tal cosa el grueso de la evolución del pensamiento humano, de las instituciones políticas y de los hábitos sociales, al menos desde el siglo XVIII en adelante. Invocaban el concepto «esencialista» de nación, basado en «la sangre y la tierra», contra las apelaciones racionalistas de la revolución francesa y el “contractualismo”.  

La «democracia parlamentaria» forma parte de ese repudio general.  Una vez llegados al poder, suprimen las instituciones representativas y las libertades públicas.

Las carencias de la izquierda.

Un factor que fortaleció el advenimiento y permanencia de las extremas derechas del primer tercio del siglo XX fueron las carencias en la comprensión del fenómeno que entrañaban por parte de la clase obrera y la izquierda. Y de sus intelectuales y dirigentes en particular.

Una interpretación al uso era que constituían una desesperada tentativa de supervivencia del capitalismo, históricamente condenado. Destinada al fracaso a corto plazo. Y por lo tanto a ser el preludio de una revolución socialista.

Se subestimó su potencial para generar consenso, incluido el apoyo enfervorizado de amplios sectores de la población y la aquiescencia prudente de otros. Y para respaldarlo con una movilización de masas como hasta el momento sólo había alcanzado la izquierda.

Asimismo no se valoró la profundidad del sentido reaccionario del nazismo y su decisión y perseverancia para arrasar hasta los últimos vestigios del sistema liberal y las aspiraciones democráticas. Y proceder al aplastamiento del movimiento obrero. No se previeron la radicalidad y la rapidez con la que llevaron adelante esa acción.

Y se sobreestimaron las reservas en conciencia y organización que anidaban en las clases populares a la hora de enfrentar el ascenso nazi. Y el amplísimo arco de complicidades y resignaciones del que irían a disfrutar los “camisas pardas” desde un primer momento.

Tampoco se justipreció el vasto apoyo que lograría en sectores como el movimiento estudiantil, la intelectualidad y la conducción de las iglesias. A caballo de la tosquedad de sus planteos; sus flagrantes contradicciones, su contraposición a la cultura alemana más genuina se conjeturó que esos sectores no le darían un respaldo persistente.

En cambio alcanzaron vastos apoyos en esos campos, incluido el sostén inicial del mayor filósofo alemán de la época, Martin Heidegger.

Se ha condenado durante ya casi un siglo la miopía socialista y comunista, que no acertaron a aliarse para enfrentar a “la bestia”. Además de los desajustes mencionados, existía una historia de enfrentamientos entre el PS y el PC. Por el lado de los primeros, habían protagonizado represiones sangrientas a los comunistas desde el aparato del Estado, desde el asesinato de Rosa Luxembourg en adelante.

Los comunistas albergaban por su parte un abordaje esquemático, inspirado desde la Internacional Comunista, en el cual el socialismo (bajo el mote de “socialfascismo”) era sólo un disfraz de izquierda para el fascismo. Cambiaron el enfoque más tarde, precisamente ante la catástrofe posterior al nombramiento de Hitler.

Hay que hacer la salvedad de que el consenso francamente mayoritario hacia el nazismo sólo se dio con el régimen ya instalado. En las últimas elecciones parlamentarias con pluralidad de partidos, en marzo de 1933, los nazis, ya en el gobierno, todavía obtuvieron bastante menos del 50% de los votos (43,9%).

Fue cuando todo el sistema parlamentario y la libertad de expresión habían sido desactivados que el sentimiento pronazi alcanzó niveles mayoritarios, en una sociedad acosada por un enorme despliegue propagandístco y el cierre absoluto del debate público.

Antes del fin de 1933 ya estaba instaurado el sistema de partido único, los primeros campos de concentración y el vasto dominio de la delación, la policía secreta y el terror contra los disidentes políticos. Después no tardaría en llegar la persecución “racial”, no limitada al “antisemitismo” sino a la preservación de una jerarquía de supuestas razas cuya trasgresión equivaldría a delito.

Los grandes oligopolios de la industria, las finanzas, la prensa, siguieron alineados con el nazismo. Ya se sabe con estricta precisión como fueron beneficiarios de todas las grandes orientaciones de la política nazi.

A menos de un año del advenimiento de Hitler no asomaba aún una guerra de escala nunca vista ni un genocidio con millones de víctimas. Sí el palpable “beneficio” de miles de socialistas y comunistas presos. Y la disposición del gobierno a re-militarizar Alemania y, tal vez, a “arianizar” la economía del país. Y presta además a lanzarse a la conquista del “espacio vital”.

Las extremas derechas hoy. Proximidades y diferencias

En la actualidad buena parte del mundo asiste a un ascenso de corrientes de derecha, radical, que incluso han llegado por segunda vez, a través de Donald Trump, al gobierno de EE.UU, la primera potencia mundial.

En medio del desprestigio de la política tradicional y manifestaciones de desigualdad creciente y desintegración social, una radicalización de sentido reaccionario gana poderío, absorbe en gran parte a las derechas tradicionales y acorrala a la socialdemocracia y los “progresismos”.

Estamos en un contexto de crisis persistente que induce al temor de perderlo todo, o al menos de verse privado de un cierto bienestar que se daba por supuesto.

El miedo, trastrocado luego en odio, forma parte del bagaje para generar apoyo o al menos resignación, tanto de los fascismos históricos como de las extremas derechas actuales. En la actualidad, al viejo temor al “comunismo” o al “socialismo” se le agregan espantajos como los migrantes, la “amenaza a la familia” que provendría de la “ideología de género”, la “parálisis económica” que sería generada por una política ambiental “ultra”.

Se abre el interrogante acerca de qué grado de parentesco existe entre los fascismos históricos y las extremas derechas del presente.

En un mundo y un capitalismo muy diferentes, muchos rasgos del fascismo y en especial del nazismo no son trasplantables a las extremas derechas actuales. Los fascismos son de la época del fordismo y el predominio de la industria metalmecánica. Los reaccionarios actuales se mueven en medio de un tecnocapitalismo con fortísima presencia de la economía digital.

Hoy las nuevas derechas son apoyadas, y en parte dirigidas, por lo que algunos llaman “oligarquías tecnocapitalistas”. Los empresarios que titularizan y dirigen conglomerados empresarios de enorme tamaño, que incursionan sobre todo en el mundo “inmaterial” de la tecnología regida por la informática y las finanzas, Los mismos que se dirigen hacia una modalidad del capitalismo cada vez más concentradora y excluyente.

Esas nuevas “oligarquías” aspiran a superar cada vez más los controles estatales. Y a dictar sus propias reglas para el funcionamiento de la economía mundial.

La organización capitalista no experimenta hoy amenazas inmediatas. No hay revolución “en el aire”. No aparece clara la “necesidad” de una utilización de la violencia física en vasta escala, que signe toda la vida social y cultural.

Una distinción es que en la primera mitad del siglo XX apelaban a la violencia física en gran escala para expandir el miedo. Y para desarticular adversarios con convicciones firmes y bien organizados, como eran las fuerzas de izquierda.

En la actualidad, por lo menos hasta ahora, se opta por la violencia simbólica, en forma de declaraciones insultantes, de campañas de desprestigio en las redes sociales, el intento de “cancelación” de quienes son críticos.

Hay quien evalúa el itinerario ultraderechista actual como un sistema que mantiene los procedimientos representativos mientras los vulnera mediante el estado de excepción. Una suerte de “autoritarismo reaccionario” que no requiere de las herramientas de una dictadura abierta.

Las extremas derechas del presente no siempre acceden al gobierno con el sustento de un partido político, por lo menos no como instrumento de su propia creación. El nazismo y el fascismo italiano pusieron toda la expectativa en un partido fuerte, disciplinado, incluso armado y organizado en milicias.

Los reaccionarios de la actualidad no toman ese camino con persistencia. Las algaradas producidas cuanto primero Donald Trump y más tarde Jair Bolsonaro perdieron sus respectivas reelecciones presidenciales no pueden compararse con el encuadramiento de masas militarizadas con vocación de permanencia, como en los fascismos de entreguerras.

Trump se encarama en uno de los dos grandes partidos tradicionales de EE.UU y lo pone a su entero servicio sin fundar uno propio. Jair Bolsonaro gana las elecciones con el partido Social Liberal, una fuerza pequeña y sin tradición significativa, que luego abandona.

Javier Milei se impone en los comicios con el sustento de una alianza heterogénea de partidos que son sólo de alcance local o casi inexistentes: fuerzas provinciales minoritarias y pequeños grupos “nacionales” sin estructura. Recién luego de asumido el gobierno se decidió la gradual conformación de una fuerza unificada y organizada.

Trump y Bolsonaro han pasado por el gobierno por un período presidencial completo, sin avanzar hacia la abolición del sistema parlamentario, ni se han propuesto hacerlo, por lo menos hasta el momento.

Siguió en sesiones el poder legislativo, se celebraron elecciones regulares, el pluripartidismo subsistió sin alteraciones de importancia. Hubo presencia de rasgos autoritarios y restricciones a las libertades, pero éstos no condujeron a un cambio de régimen. El contexto incluso posibilitó la derrota electoral de los exponentes autoritarios.

No apuntan a una institucionalidad alternativa, como fue la dictadura de partido único y las representaciones corporativas en reemplazo del parlamento a la que acudió Hitler y antes de él Mussolini

La experiencia europea apunta en la misma dirección Víktor Orban ocupa el poder desde hace muchos años sin orientarse a la supresión del parlamento ni al partido único. El transcurso de Giorgia Meloni como primera ministra italiana apunta hasta el momento en la misma dirección.

Otro rasgo diferencial respecto a las extremas derechas del siglo pasado es que las del siglo XXI, en distintos grados y con salvedades, o sin ellas, enaltecen a la libertad de mercado.

Concuerdan en que el proceso económico y social lo deben encabezar los capitalistas. Pueden asignar mayor o menor margen a las regulaciones estatales. Pero es claro que estas tienen que ser por completo compatibles con los propósitos de la gran empresa

Los fascismos se orientaban a la economía planificada, aspiraban a fijar prioridades desde el aparato estatal y a poner límites al libre albedrío de la empresa privada. Sobre todo cuando sus finalidades amenazaran distanciarse de los “grandes objetivos nacionales”.

Sostenían un discurso anticapitalista o al menos “antiburgués”, como hemos analizado, y trataban de apuntalarlo en ciertas inquietudes sociales. Entendían que a la hora de apartar a las clases populares de la identificación con la revolución social se necesitaba tomar algunas de sus banderas y la imitación de su estética. No era nada casual el color rojo de la bandera, estandartes y brazaletes de los nazis.

Y su mira estaba puesta en una organización y movilización de masas en sentido opuesto al de la izquierda, no a la “pasivización” ni al apoliticismo, terrenos favorables para los nuevos derechistas del siglo XXI.

Las ultraderechas actuales marchan en sentido contrario. Lo suyo es la apología del mundo de los negocios y el “libre mercado”. Los fascistas más doctrinarios mantenían en cambio cierta distancia con el mundo mercantil, se asumían como cultores del “idealismo”.

No hay en el presente retórica anticapitalista y menos aún pretensión “socialista”. Sólo subsiste la crítica a ciertas elites que actúan en el terreno de la política, los medios de comunicación, la producción académica, el arte. Además de la ampliación del repertorio de enemigos, se busca adoptar un cierto aire “plebeyo”.

Y así pueden hacer verosímil para un sector de la opinión que, por ejemplo, un multimillonario en dólares como Donald Trump puede ser un “hombre del pueblo” frente a elites que permanecen en el castillo de cristal del “progresismo”. Que el líder venga de “afuera” de la política tradicional es una modalidad que sí los acerca a los fascismos de entreguerras.

La ultraderecha del siglo XXi, presenta las actividades mercantiles y financieras como único destino digno del ser humano. Y asumen a pleno el viejo precepto del liberalismo económico de que el afán de lucro es el impulsor principal, sino único, del progreso humano.

Van al choque contra las ideas de conciliación de clases liderada desde el gobierno y de justicia social que formaban parte del bagaje de los nazis y fascistas. El mercado es para ellos el asignador de recursos por excelencia, sin que se introduzcan valoraciones éticas que reduzcan el grado de libertad económica. Ni “planificación”, ni “Estado protector de los más débiles”.

En otro orden, los nazis instauraron una organización sindical dependiente del Estado y “nazificada”, con una base de masas. La ultraderecha del siglo XXI se orienta a un sindicalismo débil, con poco apoyo estatal y declinante poder de presión. Y que se “tolere” su existencia tiene como contrapartida su colaboración con el disciplinamiento de trabajadores y pobres.

Un rasgo común entre siglo XX y siglo XXI es el liderazgo fuerte y personalizado, carismático. Ahora mismo esos liderazgos vienen a reemplazar a una dirigencia política cada vez más despreciada por amplios sectores de población.

Como entonces, el sistema político funciona mal y se aleja de los sentimientos y la voluntad de las grandes masas. En el siglo XX o en el XXI, el nuevo líder proviene supuestamente de fuera de la política y viene a construir una renovada ligazón entre el conductor y el fervor popular, sin mediación de ninguna “casta”.

La asociación entre conservadorismo y libre mercado

Más allá del campo regido en modo directo por las relaciones económicas y políticas, los “ultras” de hoy suelen exhibir una mirada ultraconservadora e incluso “antimoderna” sobre la vida “privada” y la cultura, acompañada por rasgos xenófobos y racistas. Mantienen allí puntos de contacto fuertes con los fascismos tradicionales.

Un interrogante que suele suscitarse es si hay un vínculo necesario entre la propuesta de reformas procapitalistas, antiobreras, de desregulación y privatización generalizada y la agenda político cultural ultraconservadora que enarbolan las extremas derechas actuales.

La respuesta es sin duda afirmativa, el programa económico se sustenta en lo que los “libertarios” argentinos llaman la “batalla cultural” y se asienta en la defensa de los llamados “valores tradicionales”. A los que se supone agredidos por una agenda progresista que va contra la familia, la religiosidad tradicional y la “libertad individual“ entendida desde un acendrado conservadorismo.

Michael Lowy y Samuel González señalan que Trump y Milei convergen en su reacción contra las conquistas democráticas obtenidas en las últimas décadas. Encarnan la típica respuesta conservadora contra los derechos logrados por distintos movimientos y repiten lo ocurrido en situaciones semejantes del pasado.

Una defensa de lo “tradicional” de ese tenor estuvo presente en el nazismo. Las pretensiones de innovación que no fueran en línea con los principios del nacional socialismo y la exaltación de la raza superior eran “degeneradas” y si cabía “judías”.

Hoy van en contra del ambientalismo, el feminismo, las disidencias sexuales, los movimientos indígenas y de otras “minorías”, de defensa de los migrantes, las causas ligadas a los derechos humanos. Eso entraña ir en sentido contrario de la mayoría de las causas que han mostrado capacidad de movilización y organización de masas a escala mundial en las ´últimas décadas. Hay un propósito de disciplinamiento y “restauración” inocultable.

Todo se fecunda con un discurso punitivista que aspira a “limpiar las calles” de manifestaciones y protestas y confunde adrede pobreza con delincuencia y militancia social con terrorismo

Además parte de esos movimientos tienen un componente anticapitalista, con distintos niveles de intensidad y centralidad. Debilitarlos y sofocarlos equivale a facilitar el carácter hegemónico del “procapitalismo” irrestricto.

Otra dimensión es la de la facilitación directa de los negocios capitalistas.

Si se despejan las objeciones ambientalistas se benefician la megaminería, el fracking, el agronegocio. Si se viabiliza el apoderamiento de tierras rurales en manos de indígenas y comunidades campesinas también se facilitan las explotaciones rurales concentradas. Si en cambio son tierras urbanas, la especulación inmobiliaria encuentra nuevas oportunidades a partir del desplazamiento de pobladores populares y ocupantes.

La desarticulación de los movimientos le abre paso por añadidura a la idea de que la acción colectiva y el agrupamiento comunitario no tiene sentido. Que se debe arribar a un estado de predominio pleno del individuo, sin confianza en otro estilo de existencia que no sea “buscarse la vida” por propia cuenta.

La apelación antiinmigrantes y otras manifestaciones de nacionalismo xenófobo, la reivindicación del machismo frente a las “demasías” del género femenino, la defensa de la “civilización blanca” frente a poblaciones “de color”, son asimismo vehículos aptos para distraer de padecimientos económicos y laborales.

Y para construir una mentalidad que percibe “enemigos” hacia abajo, entre pobres y vulnerables. Y no nota antagonismos con los verdaderos detentadores del poder económico, social y cultural. A la hora de mirar “hacia arriba”, sólo la dirigencia política “corrupta” es vista como oponente.

Un aspecto de los propósitos de la ultraderecha de hoy compartido con el fascismo de entreguerras es la reivindicación en su totalidad de la historia de las clases dominantes en los países respectivos.

Eso comprende hasta sus mayores crueldades y abusos. La “conquista del oeste” y el racismo del tipo Ku-Klux-Klan, en EE.UU. Las últimas dictaduras militares y la represión ilegal en Brasil y en Argentina. La “conquista del desierto” o la acción de los bandeirantes en estos mismos países.

Lo que se emparenta con el culto al pasado imperial y la vocación expansionista y colonialista que el nazismo alemán (y el fascismo italiano) reivindicaba como aspectos meritorios del pasado nacional.

Se busca así la anulación de las acciones contestatarias. Y librar un “combate por la historia” que permita a restauración de la veneración plena a supuestos “próceres” y la deferencia hacia los “dueños del país”, disfrazados al efecto con el virtual monopolio del patriotismo y del talento.

Se le suma la reivindicación de la “nación” o “la patria” como una esencia amenazada por la “malignidad” de comunistas, “progresistas” (en el fondo también “comunistas”) y otros réprobos, a veces con rótulos de ocasión.

El “nacionalismo” o “patriotismo” que esgrimen con fines proselitistas es equívoco. En los países de la periferia, como Brasil o Argentina, el discurso de la “grandeza nacional” se conjuga con la búsqueda del sometimiento total a la política exterior estadounidense y a la recepción con los brazos abiertos frente a las inversiones extranjeras.

Nazismo, fascismo y “nuevas derechas: el “equilibrio” entre lo viejo y lo nuevo

En estos últimos años y a menudo en relación al ascenso de fuerzas de extrema derecha, ha sido citada hasta el agotamiento la famosa frase de Antonio Gramsci sobre el interregno “La crisis consiste precisamente en que lo viejo está muriendo y lo nuevo no acaba de nacer; en este interregno aparecen una gran variedad de síntomas mórbidos” (a veces esto último se traduce como “los monstruos”).

Sin ninguna merma del aprecio por las exposiciones del brillante militante y teórico italiano, esta noción no parece productiva en la actualidad

No queda claro hoy que “lo viejo” esté por morir. O, con más precisión, dista de ser evidente que las extremas derechas representen a “lo viejo”. Más bien entrañan una novedad que no parece destinada a ser efímera.

En ese sentido, justipreciar sus componentes novedosos (“novedad” siempre relativa) debería llevar a no circunscribirla a las categorías del siglo XX. El fascismo y el nazismo tuvieron unas condiciones de surgimiento, acceso al poder y despliegue desde el aparato estatal que son bien diversas a las de hoy.

Aparecieron en el mundo de la segunda revolución industrial y de la irrupción de las masas en la política. El nazismo en particular, como hemos visto, es en parte producto de la ominosa derrota en la guerra mundial, Y de la amenaza “roja”. Sólo se aproxima y luego se encarama en el poder, en plena descomposición resultante de la crisis de 1929-30.

No hay elementos de este tipo en el ascenso reaccionario del siglo XXI. Una conflagración de alcance mundial es un peligro nunca desechado, por ahora no una realidad en curso. Y la amenaza revolucionaria aparece hoy más lejana que hace tres, cuatro o más décadas atrás.

Cabe preguntarse qué aporta para el análisis y la comprensión del fenómeno el roturarlo como “fascismo”, con la consiguiente “deshistorización” de ese término, como señala Steven Forti.

Las derechas radicales que están llegando al poder no invocan a los fascismos como fuente de inspiración. Y ponen de relieve elementos que más bien los diferencian de aquellos regímenes anteriores a 1945. Son fácilmente distinguibles de las pequeñas agrupaciones pronazis, profascistas o falangistas, que nunca dejaron de existir después de 1945, sin salir ni antes ni ahora de la marginalidad.

Tampoco nos parece convincente acudir a los prefijos y referirlo como “posfascismo” (como hace, entre otros, Enzo Traverso) o “neofascismo”, como prefiere el mencionado Forti. Es mejor, nos parece, inclinarse por categorías nuevas, que hagan sinapsis con el mundo posterior a 1989-1991. Y con el proceso de monstruosa acumulación capitalista y trasnacionalización que ningún líder de la primera mitad del siglo XX pudo siquiera entrever.

Al respecto suele suscitarse un equívoco, no tanto en las discusiones entre especialistas sino más bien en un público más amplio, informado y politizado. Es el de que desechar el uso del término “fascismo” o sus derivados para caracterizar a un régimen político equivale a minusvalorar su capacidad de daño. O a la atenuación de la repulsa ético-política que éste debería suscitar.

No hay tal cosa. Las dictaduras latinoamericanas de las décadas de 1970 y 1980, por ejemplo, no pueden ser caracterizadas como fascistas. Y sin embargo desenvolvieron un grado de barbarie que pudo aproximarse, en otra escala, a la desatada por los nazis. Cometieron un genocidio y son acreedoras a un baldón ilevantable.

Que una corriente política o un gobierno no sea fascista no entraña que sea “menos malo” ni que no haya que desplegar todo el empeño para combatirlo.

Resulta comprensible la atracción por la calificación de “fascista” e incluso “nazi”, que al evocar un pasado de genocidio, racismo y destrucción que terminó en una derrota total, puede ser una herramienta propagandística poderosa. Pero eso no debe confundirse con un aporte a la comprensión del problema.

Las ultraderechas de hoy tienen los pies puestos en el siglo XXI, no están signadas por el retorno al pasado, por más que invoquen algún antecedente “glorioso” a recuperar. Más bien hay que preguntarse por su proyección en el futuro cercano. Y el tipo y alcance de las transformaciones que aún están a tiempo de producir.

Se ha remarcado con frecuencia que, por ejemplo, las políticas encabezadas por Milei en Argentina podrían ser un campo de experimentación de un nuevo modo de enlace entre acumulación capitalista y políticas públicas. En términos parecidos a como lo fueron las políticas económicas de la dictadura de Augusto Pinochet.

Las que parecieron al comienzo un caso aislado. Y terminaron por dar señal de inicio al avance contra las políticas del keynesianismo y el Estado de Bienestar. Las que sólo años después fueron adoptadas en el “primer mundo” y configuraron el predominio a escala mundial de lo que se suele englobar como “neoliberalismo”.

El giro autoritario que proyectan hoy las ultraderechas puede ser a su vez un instrumento para reasegurar una derrota histórica de la clase obrera y los movimientos populares, que arrase por un buen tiempo con las posibilidades de resistencia al programa de máxima del gran capital.

Y es que de eso se trata. En EE.UU, en Italia, en Hungría, en Brasil o en Argentina el auge ultraliberal y reaccionario no está de por sí destinado a ser un fenómeno pasajero, ya que puede entroncar con las necesidades de las grandes empresas a escala mundial. E incluso promover sus intereses y garantizar su predominio político y cultural de manera más amplia y sin concesiones que las derechas “tradicionales”.

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Que esto se consume o no dependerá en gran proporción de la aptitud y decisión para oponérsele que desarrollen esas que Gramsci llamó las “clases subalternas”. No alcanza con la “resistencia”, noción utilizada hasta el exceso entre las corrientes situadas a la izquierda. Se necesita un programa atractivo, firme cohesión, la generación de una mística renovada.

Para combatir con eficacia no basta con el rechazo hacia el enemigo y la contraposición con sus propósitos. Se requiere poder dar una imagen creíble de la sociedad del futuro en dirección a la igualdad, la justicia y la democracia, pisoteadas tanto por las extremas derechas de ayer como por las de hoy.

Más allá de todas las diferencias, el nazismo alemán y las ultraderechas de hoy tienen en común ser exponentes de la reacción despiadada y aniquiladora del capitalismo ante una situación de profunda crisis que arranca en la economía y se proyecta hacia la política y la cultura. Tanto en 1925 como en 2025.

Cada una en su momento, pero con un sentido histórico que guarda similitudes. Y en ambos casos en períodos de fuerte depreciación de las democracias liberales.

No es que haya que lamentar de por sí el descalabro del orden parlamentario. Lo que sí amenaza con una pérdida muy sensible, es que junto con la declinación del sistema constitucional llega el propósito de abrogar derechos, revertir conquistas, aumentar el sometimiento de trabajadores y pobres frente a los poderosos. En lugar de asentarse en propuestas igualitarias y de democracia radical, la “alternativa” viene hoy vertebrada por el furor capitalista y el espíritu reaccionario.

Ayer y hoy para vencer a la reacción se necesita comprenderla. No alcanza la indignación moral, el rechazo estético ni el odio, aunque los tres sean válidos.

Para la protección con eficacia de los principios democráticos de los ataques de un capitalismo cada vez más autoritario y violento resulta indispensable pensar y actuar una democracia auténtica basada en las decisiones de los colectivos populares. No después de una hipotética victoria final, sino desde ahora.

Para poner coto a la profundización del individualismo y la crueldad nada mejor que la acción colectiva, unificadora, autoorganizada. Abierta a la comprensión crítica de un mundo en el que los cambios se aceleran y profundizan. Y las certezas del siglo XX requieren de matices si no quieren quedar anuladas.

Modos de acción y pensamiento dispuestos a jugarse el todo en la apuesta hacia un orden justo e igualitario, en ruptura definitiva con el predominio del gran capital.  

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.