He escrito a menudo que el capitalismo ha hecho realidad todas las utopías de la izquierda, pero volteándolas en pesadillas: el dominio de la naturaleza en cambio climático, la versatilidad de los talentos en flexibilidad laboral y movilidad forzada, el ocio en paro, el voluntariado guevarista en esclavitud complacida. El desempleo y la crisis, en […]
He escrito a menudo que el capitalismo ha hecho realidad todas las utopías de la izquierda, pero volteándolas en pesadillas: el dominio de la naturaleza en cambio climático, la versatilidad de los talentos en flexibilidad laboral y movilidad forzada, el ocio en paro, el voluntariado guevarista en esclavitud complacida. El desempleo y la crisis, en el contexto de una economía de rehenes consumidores, ha generado, en efecto, un ejército de voluntarios al servicio de las empresas: miles, millones de jóvenes dispuestos a trabajar gratis a mayor gloria del capitalismo. El sacrificio, la entrega, la abnegación no han dejado de existir; se han desplazado, como polen y gasolina de los intereses privados, a la maquinaria multinacional de la destrucción global. Mientras que el socialismo fracasó en la construcción de un «hombre nuevo», el capitalismo lo ha hecho realidad en la figura del «emprendedor», un tipo desarraigado, radicalmente soltero, que trabaja y consume con ferocidad sectaria, fuera del mundo, entre el jefe y el ombligo.
Uno de los grandes errores de la izquierda ha sido el de creer que, frente al capitalismo y sus horrores, se trataba de crear un hombre nuevo y no de conservar y mejorar el viejo. Para fabricar el suyo, al capitalismo le ha bastado con desmantelar, desmontar, disolver, liberar, con mucha destrucción pero poca represión. Por contra, nuestros grandes modelos morales -revolucionarios puros, insobornables, infatigables, sin deseos ni ambiciones personales- sólo podían imponerse socialmente a través de la dictadura y estaban condenados, en consecuencia, a fracasar estrepitosamente. Los héroes pierden su luz, tan educativa y necesaria, si se convierten en instrumento de humillación y de castigo para una humanidad que quiere admirarlos, pero que no es capaz siempre de imitarlos.
Así lo explicaba, en síntesis luminosa, el gran teórico de la tecnología, Lewis Mumford, en un libro de 1926 sobre las utopías: «Al exigir que Pistol y Fasltaff vivan como Cristo el fanatismo religioso impide que estos bribones de nacimiento sean capaces de alcanzar al menos el nivel de un Robin Hood». Mumford extendía la denuncia de este fanatismo a algunas corrientes revolucionarias de izquierdas obsesionadas con la perfección moral como condición de todo cambio estructural. La humanidad mira a Cristo y al Che, caídos del cielo, pero se desplaza trabajosamente de Falstaff a Robin Hood; ésta es la transformación a la que podemos aspirar y a la que debemos confiar las revoluciones sociales: de un alegre, bullicioso, juerguista, putañero y ladrón hijo de puta a un bullicioso, juerguista, putañero y ladrón solidario. Ese otro mundo posible que imagino, más o menos justo y democrático, sin capitalismo ni patriarcado, homenajeará al Che, pero estará compuesto básicamente de humanos robinhoodescos o robinhoodianos y se reservará algunos Falstaff, ahora inofensivos, porque no habrá forma de aniquilarlos (y porque -diablos- tienen también su baja grandeza).
Hace unos días me enteré con alegría de que se ha iniciado el proceso de beatificación del escritor inglés G. K. Chesterton y de que el papa Francisco ha autorizado incluso una oración en su nombre: «Dios nuestro Padre, Tú que has colmado la vida de tu siervo Gilbert Keith Chesterton con ese sentido del asombro y el gozo (…) haz que su inocencia y su risa (…) y su amor por todos los hombres, especialmente por los pobres, concedan alegría a aquellos que se hallan sin esperanza». Entre otros milagros que el Vaticano no contabilizará, Chesterton devolvió a muchos ateos la salud mental y lo hizo precisamente mediante esa reivindicación del «hombre común» – Falstaff y Robin Hood- como fuentes y destinatarios de la revolución, una revolución que a sus ojos sólo podía ser, además de religiosa, anticapitalista. Si se consuma su elevación a los altares, será uno de los santos más irregulares de la historia: conservador pero no puritano, gran bebedor y fumador, nacionalista anti-imperialista, azote de plutócratas, será recompensado no por imitar a Cristo sino por imitar un poco a Rabelais y un poco a Pancho Villa. Chesterton siempre prefirió un comunista a un predicador y si se alejó de los comunistas fue precisamente por su manía de predicar.
Nuestra situación hoy es complicada. El centro comercial ofrece un poderoso mito a los rehenes consumidores y al «hombre nuevo» emprendedor. La Iglesia se apropia al alegre Chesterton y su opción preferencial por los pobres. La derecha se queda con la soberanía, la nación y las banderas. ¿Qué tenemos en la izquierda? Nada que ofrecer ni al hombre nuevo del capitalismo ni al hombre común que resiste contra él y cuyos valores movilizan las derechas y acabarán movilizando, a poco que rodemos crisis abajo, los fascismos. Es casi una cuestión de vida o muerte: o la izquierda europea da la batalla del «hombre común» o está condenada a abandonar la escena de la historia, como los viejos dinosaurios, para entregársela al fuego y la destrucción -Monsanto, los curas y Le Pen.
Fuente original: http://www.atlanticaxxii.com/