Como no podía ser de otra manera, la solución política adoptada por el capitalismo para entretener a las masas y simbolizar su intervención en lo político, con vistas al desarrollo del mercado, ha venido siendo, antes y ahora, puro maquillaje. No obstante, inmersos desde los orígenes de las organizaciones sociales en el elitismo, cabe apreciar […]
Como no podía ser de otra manera, la solución política adoptada por el capitalismo para entretener a las masas y simbolizar su intervención en lo político, con vistas al desarrollo del mercado, ha venido siendo, antes y ahora, puro maquillaje. No obstante, inmersos desde los orígenes de las organizaciones sociales en el elitismo, cabe apreciar por los entendidos cierto avance en cuanto al peso de las masas en el asunto de la gobernanza y, en todo caso, aunque no sea así, el consuelo es que menos es nada. Inclinar las decisiones políticas en una u otra dirección ideológica a través del voto, aunque luego los elegidos actúen por su cuenta, haciendo uso torticero de la representación otorgada por los votantes, denota como un eco de la existencia, a cierta distancia, de la voz de las masas y eso, en su candidez, las consuela. En definitiva, la democracia representativa en cuanto gobierno dedicado a las masas, políticamente hablando, es muy poca cosa para ellas.
El destino de la democracia actual no es otro que jugar a las ideologías, una labor de entretenimiento colectivo para dejar intacta otra realidad política, o sea, que el sistema establecido por el capitalismo resulte inmune a cualquier planteamiento ideológico que aspire a desplazarle del poder dominante. Ya que muy por encima de cualquier ocurrencia política en busca de una organización que mejore la sociedad, siempre está la realidad del mercado para hacerla poner los pies en la tierra. Está claro que nada funciona al margen del juego del dinero, dominado por las empresas que siguen la fórmula capitalista. De ahí que, como llamada de atención a los políticos y respondiendo al sentido innovador del capitalismo, adornar la fachada del viejo edificio puede ser tolerada por el sistema como fórmula de innovación, pero sin llegar a afectar a la estructura y en especial a sus cimientos.
Los representantes políticos, que asumen el papel directivo apoyados en el voto -proceso al que se ha llamado democracia– se presentan en la escena con la tarea de abanderar una ideología, concebida como producto para atraer adhesiones. Estas responden no tanto a un proyecto que involucra a todos como a promover el reconocimiento por las masas de unas elites de reemplazo amparadas tras la figura del líder fabricado para la ocasión. Sea cualquiera la ideología que se venda, declaradamente capitalista o bien anticapitalista confesa, de una manera o de otra estará afectada por el peso del sistema que permanece vigilante. De ahí que la política basada en la democracia del voto sea simple entretenimiento para aliviar el ocio de las masas, tratando de que pasen el rato desfogando sus pasiones de forma controlada, puesto que se elija a quien se elija será el capitalismo quien gobierne desde el otro lado del escenario.
La cuestión es si las masas de votantes son conscientes, más allá del aspecto propagandístico, movido a conveniencia por las elites, de su capacidad para elegir a esos representantes, que solamente las representan sobre el papel con pequeños arreglos y desarreglos que dejan intactas las dos realidades básicas. Una, la consolidación del poder empresarial capitalista como fuerza única dominante a nivel social. Dos, utilizando el artilugio infantil de la representación, se desplazan los términos de lo político, que compete a las masas, a unas elites que ponen la política al servicio del empresariado. Al final resulta que la ciudadanía ha sido engañada, amansada con amagos de participación en la realidad política.
De la inconsciencia de las masas y de la propia ciudadanía se viene siguiendo que no parecen estar preparadas para el autogobierno, ya que sistemáticamente se las bloquea el acceso al componente de racionalidad política, que es clave en la toma de decisiones. En base a tal estrategia de naturaleza propagandística se las somete sin oposición a la dirección política de una minoría prefabricada, cuyo objetivo es instaurar oficialmente el culto permanente a las creencias. Por otra parte, caer en la trampa de la representación, con la coletilla del no sometimiento al mandato de los representados, supone al consensuarla admitir la legitimidad de la representación en los términos en los que ha sido impuesta, es decir, como no representativa. Y en segundo término, dar por sentado que se necesitan representantes para gobernar, cuando son innecesarios, porque no serviría más la razón de uno frente a la razón de todos y, de otro lado, considerando que la tesis de la necesidad de tutela ha sido superada, el argumento ya no sirve. Añádase que, en un panorama social dominado por el modelo de mercado capitalista, la representación democrática es la proyección de lo mercantil a la política, puesto que los partidos están para vender su mercancía a las masas de potenciales electores, lo que convierte a la política en comercio electoral y repercute negativamente en el valor de la democracia del voto.
Mas el sentido común no se impone. Manteniendo intacto el principio elites vs. masas, ese modelo de democracia ha pasado a ser la única forma de hacer política y de dar expresión a lo político. Objetivamente considerado el tema no se trata nada más que de llevar la contrailustración al terreno de la política en interés de quien maneja el poder. Todo en línea con la ilustración para el consumo, que sirve de punto de referencia para manipular a base de datos la dirección de la elección democrática. La mercantilización de la ilustración, cuyo mejor ejemplo actual es el internet comercial y las tecnologías para vender, dada su aceptación por las masas, plantea dudas sobre la capacidad de los consumidores para elegir libremente al margen del sometimiento a los principios de la publicidad. De otro lado, la mercantilización del pensamiento colectivo entregado a los dictados de lo comercial, la información fabricada para alinear la realidad con los intereses de grupo, los sistemas de comunicación que siguen la línea oficialmente dominante, entre otros, contribuyen a limitar sus posibilidades de desarrollo.
No se aprecia base solida para la formación de una voluntad electoral objetiva ni capacidad de ilustración real, con independencia de la actividad de los partidos, tendente a condicionarla, porque todo es publicidad para vender el producto. En tal situación, aunque de entrada el principio de la representación no se sostiene desde la base, admitiéndolo como provisionalmente válido, sufre los efectos de la ilustración para el mercado centrado en el consumo, cuyos principales proveedores son las empresas capitalistas. Extrapolando la cuestión al terreno de lo político, en definitiva, se impone la propaganda del producto sobre su verdadera calidad. Si no es posible desprenderse de lo propagandístico, si no hay base sólida para elegir dispuesta a apartar la apariencia, si no se dispone de ilustración racional que permita sacar a la luz el valor auténtico de lo político al margen de lo comercial que venden los partidos, la democracia solo es útil al objeto de servir a los intereses del empresariado capitalista. Para mayor solidez del modelo, falta un sistema de control efectivo al alcance de las masas, capaz de echar por tierra las falacias de la representación en cualquier momento, desmontando el entramado de legalidad al servicio del poder y no de la sociedad. Lo sustancial es que, en cuanto la racionalidad ha sido secuestrada y llevada al plano de lo comercial, la ilustración política del electorado está condicionada por la propaganda y la publicidad, lo que no da valor a esa democracia dependiente del voto comercial.
Aunque se utilicen nuevas fórmulas, lo determinante es que la cuestión en lo sustancial no ha cambiado. Cuando falta ilustración para la democracia se viene a reforzar aquel viejo dicho caciquil: todos acaban votando a quien elijo yo.
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