No todo es fascismo. Hay fascismos puntuales o coyunturales que se abren paso en la vida cotidiana y personal y fascismos alentados por regímenes dictatoriales y también por estados de bella fachada democrática. Por tanto, no cabe decir que el fascismo sea un concepto genuino, uniforme y acabado: se va haciendo y adaptándose a diferentes contextos sociales, políticos y culturales. No obstante, cualquier fascismo es enemigo acérrimo de la diversidad humana, del diálogo y de las libertades de expresión y pensamiento.
Eso sí, todo fascismo atenta contra la dignidad de las personas individuales o grupales por presentar apariencias distintas a la normalidad mayoritaria. Nosotros somos los de aquí, los nacionales, los auténticos patriotas y los otros/as (ella, él, ellos o ellas), los animales a batir. La animalidad de las otras/os es una condición imprescindible en la ética o moral maniquea de los fascismos.
Otro rasgo definitorio de todas las versiones fascistas es que el fascismo siempre mata. Mata cuerpos, mata mentes, mata ideas. Es su objetivo final: asesinar al rebelde o disidente o al grupo diana de su odio irracional, bien de modo real o metafórico. Lo que persigue es la eliminación de la capacidad de ser de sus adversarios. Los muertos no hablan y las personas intimidadas por la violencia fascista son acalladas para que su voz no se escuche en el espacio privado o en el público. Neutralizar la agencia del otro/a es su razón de ser.
Ciertamente, no todas las personas con veleidades fascistas tienen la misma responsabilidad en el teatro social. Las élites y sus intelectuales orgánicos crean los caldos de cultivo apropiados atizando los prejuicios existentes en la sociedad. Las hordas que ejecutan la violencia concreta en los cuerpos estigmatizados por su ideología son gentes de abajo o de las afueras marginales que se sienten protagonistas estelares por el mero hecho de ejercer un poder vicario que no tienen en sus vidas personales exentas de metas creativas y empáticas con la comunidad que habitan.
Tanto la historiografía oficial escrita por los testaferros de las clases altas como, por ejemplo, la propaganda cultural de Hollywood dividen el devenir humano entre una lucha a muerte entre los buenos y los malos. Malos son los pobres, las clases bajas, las feministas, los comunistas, las anarquistas, los gais, las lesbianas, los hombres y las mujeres trans, los inmigrantes y los pueblos originarios que aún viven para contarlo en los territorios conquistados por el colonialismo y la rapiña imperialista de USA y la Unión Europea.
Fascistas poseídos por amenazas imaginarias
El inconsciente colectivo se nutre de relatos. Los relatos, aunque no coincidan con la cruda realidad, crean realidades paralelas, valga la redundancia, muy reales.
Esas realidades peculiares pasadas por el tamiz de la propaganda, el marketing y la publicidad y de los prejuicios individuales operan racionalmente como amenazas latentes para muchas personas.
Los machistas sienten que el feminismo está quebrando su mundo ideal donde el hombre es el macho dominante y protector y la mujer la hembra sumisa y reina del hogar familiar. Lo que son privilegios, el varón fascista lo ve y siente como amenazas a su modo de vida de siempre. Su mundo se derrumba a marchas forzadas y se siente víctima injusta de la igualdad social.
Los racistas y los xenófobos sienten que la inmigración y el multiculturalismo les quita trabajo y acaba con sus tradiciones de toda la vida. Su ser social se encuentra en entredicho y le cuesta abrirse a otras formas de ser persona distintas a la suyas, que siente y ve como genuinas y perfectas. Su mundo se cae a pedazos porque no sabe convivir con la diversidad. Su opción puritana y pura es encastillarse en las verdades inveteradas de sus antepasados.
Los homófobos siguen las pautas marcadas por la dualidad pene/vagina. Eso es lo natural, lo que siempre ha sido, es y será. Y así debe ser por toda la eternidad. Tienen tan interiorizado este esquema binario que pensar más allá de él les provoca quiebras irreversibles ante el abismo insondable de lo nuevo, de otras maneras de entender y vivir en armonía cada género y sexo que se expresa en cada sentir individual e irrepetible. Su mundo es pleno y acabado, las orientaciones sexuales y expresiones o identidades de género no normativas las ven como construcciones ideológicas aberrantes y artificiales. Su mundo binario es natural, lo otro es mera desviación: los otros y las otras son parahumanos que precisan de correctivos severos para volver al redil de la normalidad mayoritaria.
Los aporófobos (vaya palabreja o eufemismo culto que oculta más que visibiliza) sienten a los pobres como un peligro latente en los bancos callejeros a la intemperie, pidiendo limosna a la entrada de los templos o vendiendo indigencia en los medios de transporte colectivos. Para la gente bien o normalizada, los pobres son una amenaza fea y maloliente que percute en sus conciencias limpias e inmaculadas gentes decentes que no se meten con nadie. Esa normalidad de clase media siente en sus propias carnes el lacerante aviso de que un revés imprevisto en la vida podría dar con sus huesos en la dura realidad de la gente que duerme en las cunetas del sistema capitalista. Su mundo consumista aunque más o menos en precario puede romperse en la siguiente crisis económica o pandemia por venir.
Los integristas o fundamentalistas de credos religiosos monoteístas sienten el ateísmo, agnosticismo o laicidad como fuentes de inestabilidad para sus creencias o fes irracionales. Obviamente, no todos los creyentes van tan lejos en sus actitudes y relaciones sociales. El espacio idealizado de los integristas lee literalmente sus libros sagrados, mostrándoles el mundo variopinto y complejo desde una óptica estrecha y reduccionista. Su mundo no admite alternativas basadas en la convivencia plural y el diálogo. Es lugar común que donde señorea la fe, la razón no tiene nada que hacer. La lógica interna de las creencias es cerrada y autorreferente.
Los empresarios explotadores ven a los y las trabajadoras como un gasto que aminora sus beneficios capitalistas. Lo ideal sería que la clase trabajadora estuviera a un paso de la indigencia para así explotar su fuerza laboral a la baja y si ello fuera posible sin marcos legales que incluyan derechos de ningún tipo. Cómo ganarse la vida es la base de todos los fascismos históricos y actuales. Aquí reside el fermento o masa madre de la que se nutren todos los odios irracionales de las conductas fascistas. Los otros mundos en quiebra antes reseñados son divisiones ideológicas creadas a propósito para velar el origen de todos los conflictos sociales. El capitalista quiere democracia ficticia en lo político y dictadura más o menos suave en los mercados laborales y financieros. La democracia es una mera técnica mixta (electoral, política, cultural, ideológica, económica y social) para mantener el orden establecido intacto. Cuando la democracia se sale de su cauce habitual, las soluciones bélicas o fascistas vienen a corregir esta situación anómala.
El fascismo en la vida cotidiana
A grandes rasgos hemos planeado por el fascismo estructural, si bien las grietas sociales son tantas y variadas, que el fascismo penetra hasta la médula en los hábitos cotidianos de andar por casa vía automatismos culturales inconscientes.
Yo no soy machista porque tengo mamá, hija y mujer y, además, mi jefa parece tan preparada como los hombres. No soy machista ni feminista.
Yo no soy racista porque tengo amigos negratas.
Yo no soy homófobo porque tengo un compañero de trabajo maricón y una vecina bollera.
Me dan pena los indigentes, aunque muchos son bastante violentos, ¡ay, su mala cabeza! Soy caritativo y de vez en cuando les tiro unas monedas. No podemos hacer nada: siempre ha habido ricos y pobres.
Yo respeto todas las religiones. No soy muy creyente, pero estoy en contra del aborto. La vida es sagrada. Eso sí, pena de muerte para los terroristas islámicos.
Mira, lo importante es que haya trabajo. Mejor cualquier empleo sin derechos sociales que estar en el paro. Y oye, que los empresarios tienen muchos gastos, pagar impuestos, alquileres de naves, oficinas, la luz, maquinaria… En mi modesta opinión, los sindicatos roban y engañan a las y los trabajadores.
Estas sencillas frases están en boca de una gran mayoría de personas. Son el humus del sentido común popular. Si se tira de ellas con fuerza pueden convertirse en gestos fascistas más que preocupantes.
El fascismo cotidiano llega incluso a las relaciones interpersonales. Cuando imponemos nuestro criterio sin escuchar al otro u otra, ejercemos como fascistas de baja intensidad. Lo mismo sucede cuando juzgamos a simple vista hechos discutibles o conflictivos, sin atender a razones de las personas juzgadas y sentenciadas en un solo acto ni al contexto social o familiar en que se han producido.
Sí, aunque cueste reconocerlo, el fascismo es un virus ideológico que anida dormido en la mente de todos y todas. Puede activarse sin apenas percibirlo. Hay que estar ojo avizor para erradicar cualquier vestigio o gesto fascista que de forma automática exprese nuestros prejuicios irracionales a la espera de una ocasión propicia.
Los fascismos no nacen por generación espontánea: están latentes en todos los seres humanos.
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