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Federico García Lorca, Nicolás Guillén y el Sonos

Fuentes: La Jiribilla

Una importante zona de la obra poética de Federico García Lorca está inscrita en esa corriente de la poesía contemporánea en lengua española que se llama neopopularismo. Nadie duda que sí Marinero en tierra, que Rafael Alberti edita en 1925, es el libro que inaugura la presencia de la corriente entre los poetas de la generación […]

Una importante zona de la obra poética de Federico García Lorca está inscrita en esa corriente de la poesía contemporánea en lengua española que se llama neopopularismo. Nadie duda que sí Marinero en tierra, que Rafael Alberti edita en 1925, es el libro que inaugura la presencia de la corriente entre los poetas de la generación española del 27, Romancero gitano, de 1928, es el más exitoso de sus poemarios.

En cualquier caso, el neopopularismo es una muy vieja actitud en la poesía en español, que podríamos remitir a Lope de Vega y Luis de Góngora, quienes en los Siglos de Oro recuperan la poesía tradicional, pasándola por el tamiz de una nueva poesía brotada del «italianismo» de Boscán y Garcilaso y que, mucho más cerca del período en el que consigue su nombre, tiene hitos como el trabajo de Juan Ramón Jiménez, los dos Machado y el Martí de las seguidillas de Ismaelillo y las cuartetas y redondillas de los Versos sencillos.

Ya en el ámbito de la generación vanguardista americana (que corresponde a la española del 27) en Hispanoamérica hay paralelas manifestaciones de una fusión de la tradición popular con los hallazgos de la nueva poesía. El mismo año de la edición de Marinero en tierra, aparecen las Canciones para cantar en las barcas, del mexicano José Gorostiza y yo me arriesgaría a incluir dentro de un peculiar pero indudable neopopularismo hispanoamericano, hasta al Jorge Luis Borges que escribe algunos de los poemas tangueros de su primera etapa, en libros como Fervor de Buenos Aires, Luna de enfrente y Cuaderno San Martín, en los que funde el localismo porteño con los hallazgos del ultraísmo argentino.

En las Obras completas de García Lorca (cito por la cuarta edición de Aguilar, Madrid, 1960) su Poema del cante jondo figura como escrito en 1921, aunque la fecha de su edición es 1931.

El propósito de estas páginas es el de indagar (con toda la cuota de especulación que ello supone) cuáles serían las razones que hicieron a Lorca demorar por casi una década la edición de un poemario que pudo haber sido la primicia del neopopularismo en su generación. Y asimismo, por supuesto, formular una hipótesis sobre cuáles fueron las que, en 1931, condujeron a su edición.

El 13 y el 14 de junio de 1922 se efectúa en Granada la fiesta del cante jondo, organizada por Manuel de Falla y el propio García Lorca. Para esa fiesta Falla escribe «El cante jondo», que se edita con una cubierta del pintor Manuel Ángeles, y Federico pronuncia su conferencia de igual título, que es una documentada indagación en el origen y las características del primitivo cante andaluz, así como constituye un magnífico despliegue de la sensibilidad del poeta en la percepción de esa manifestación de la música y la poesía populares de Andalucía. García Lorca escribe también algunos poemas que luego integrarán el poemario que, obviamente, no podía estar verdaderamente concluido en 1921.

En los años siguientes, es la escritura del Romancero gitano el trabajo poético que domina la actividad de Federico. El libro se escribe mucho más fulminantemente que el trabajosa y lentamente elaborado Poema del cante jondo, comenzado antes y que demora diez años en estar a punto para la imprenta.

Pero no sólo se interpone en la terminación del Poema del cante jondo otro libro abiertamente neopopularista como el Romancero…, sino también ese complejo poemario vanguardista que es Poeta en Nueva York.

Desde 1929 Federico marcha a la gran urbe para estudiar en Columbia University. En marzo de 1931, dos meses antes de editar el Poema del cante jondo en España, García Lorca lee los textos de Poeta en Nueva York en la Residencia de Estudiantes de Madrid.

Pero el año anterior a ese en que se produce la primera lectura de su recién finalizado libro newyorkino y la demorada edición de su primer proyecto neopopularista, Federico viaja a La Habana, invitado por la Institución Hispano Cubana de Cultura, que había fundado y dirigía don Fernando Ortiz. En la capital cubana encuentra al musicólogo Adolfo Salazar, con el que reanuda una vieja amistad, y frecuenta nuevos amigos: especialmente a los hermanos Loynaz y, dentro del cuarteto, se siente más afín a Carlos Manuel y a Flor que a Dulce María y Enrique. En La Habana conoce al mítico poeta colombiano que es Porfirio Barba Jacob, dicta conferencias, escribe varias escenas de su pieza teatral El público y un poema que titula «Son de negros en Cuba», aunque en el manuscrito que se guarda en La Habana, Lorca ha tachado parte del título para dejarlo exclusivamente en «Son».

El poema está dedicado a don Fernando Ortiz, y figurará finalmente en Poeta en Nueva York con su título completo. Federico llega a La Habana en marzo de 1930, cuando la isla está viviendo el auge del son, de la vanguardia y de la poesía negrista.

El propio Fernando Ortiz ha sido uno de los pensadores e investigadores esenciales para la comprensión de la importancia de la cultura negra en Cuba, que entiende como uno de los componentes esenciales del «ajiaco» (caldo criollo que admite muy diversos componentes, seguramente pariente caribeño de la «olla podrida» castellana) que es para él la identidad de la Isla.

Desde los primeros años del siglo, este hombre, que había hecho sus estudios de primaria y su bachillerato en las Islas Baleares, comienza a estudiar la cultura negra desde su perspectiva de abogado blanco. Pero la óptica inicial de ese lucidísimo hombre que es Ortiz se va transformando, enriqueciendo, hasta convertirse en la de un antropólogo, un sociólogo, un culturólogo.

El negro era uno de los objetivos componentes étnicos de

Cuba. Constituía (incluyendo mestizos) alrededor de un tercio de la población del país. El negro había colaborado decisivamente en las guerras independentistas que Cuba había librado. Con el mayor general Antonio Maceo al frente, hubo muy numerosos patriotas negros y mulatos y, sin embargo, la naciente república (que José Martí había querido que fuera «con todos y para el bien de todos») había relegado a un plano insignificante la participación de la gente «de color». Y la represión se extiende, por supuesto, también a las manifestaciones culturales de origen negro.

Ya la primera intervención norteamericana en Cuba prohibe el toque de tambores africanos tanto en lugares públicos como «dentro de los edificios»; bajo el régimen del honesto pero extremadamente norteamericanizado Tomás Estrada Palma, la Sociedad Secreta Abakuá y todos sus cantos y ritos quedan prohibidos; años después se prohiben también todos los ritos musicales afrocubanos (especialmente el «bembé») como manifestaciones atentatorias contra «la civilización del pueblo».

El negro tiene entonces escasísimo protagonismo en nuestra vida política, en la judicatura cubana, en el sistema nacional de educación, en la propia empleomanía del estado.

En los primeros años del siglo se había organizado en la Isla el Partido de los Independientes de Color, para luchar por las reivindicaciones que negros y mulatos reclamaban.

En 1910, la Ley Morúa estableció que no se podía organizar ningún partido político sobre la base de motivaciones raciales, pero ello habría sido justo si los partidos políticos legalmente constutuidos hubieran actuado con justicia para todas las razas de Cuba.

El PIC no aceptó la legislación y se desató contra él una cruenta represión en la llamada «guerrita de los negros», en la que fueron muertos no sólo los líderes del partido (Pedro Ivonet y Evaristo Estenoz) sino asimismo millares de negros y mestizos.

Desde la segunda mitad del siglo XIX se había producido el fenómeno de constitución de lo que sería la rica música popular cubana, que sincretiza definitivamente elementos hispánicos (y más ampliamente, europeos) con otros de las variadas culturas africanas traídas a Cuba por los esclavos desde el propio siglo XVI.

Esa fusión genera ritmos como la rumba, propia del oocidente de la isla y que mezcla una percusión directamente heredada del África pero «aplatanada» en Cuba, con una versificación española en décimas, cuartetas y romances, de raíz española, y hasta en unas «dianas» sin texto que recuerdan el modo de hacer de los intérpetes del flamenco y los propios intervalos de esa música; y el son, conformado en el este del país, en el que la presencia europea se hace visible en las estructuras melódicas, en la presencia de la guitarra, en una estructura estrófica prima del zéjel y el villancico, y lo africano se manifiesta en una peculiar polirritmia en el uso del bajo, el tres, el bongó, las claves, las maracas; en el carácter intensamente repetitivo del estribillo y hasta en el juego antifonal del solista y el coro, que se acicatean mutuamente para hacer que cada uno dé más de sí.

En el momento en que García Lorca llega a Cuba, el son ha tomado un auge impresionante. Música creada en el campo oriental, llega a la capital a principios de la república, pero ya a fines de la década del veinte está consagrada por el trabajo de intérpretes de la calidad del trío Matamoros, de Santiago de Cuba, y de los sextetos Habanero y Nacional, radicados en la capital.

Federico se convierte en un admirador del son. Y por supuesto, también en un gustador del mismo. Regresa a España cargado con numerosos discos de sones cubanos.

La oligarquía cubana había rechazado el son por considerarlo música de baja estofa, pero muchos factores concurren a defender esta manifestación musical de la cultura cubana, que devendrá finalmente nuestro baile nacional.

Habría que decir que, paralelamente a las investigaciones de Fernando Ortiz en Cuba, se está produciendo en Europa el «descubrimiento» del arte negro: Picasso ha pintado sus «Demoiselles d’Avignon»; Blaise Çendrars recopila su famosa Antología negra; el jazz norteamericano triunfa en su país y se expande por el mundo, hasta que Stravinsky escribe su «Ragtime».

Los ecos de esos hallazgos llegan a una intelectualidad de vanguardia en Cuba, que comienza a comprender -con motivaciones que percibe dentro de su país y fuera de él- que los hombres del Caribe somos mucho más legítimos herederos de esa tradición que Europa, donde lo negro es apenas una resonancia formal, cuando no una moda exótica.

Ya en 1928 se escriben los primeros poemas negristas: el cubano Ramón Guirao publica «Bailadora de rumba» y el portorriqueño Luis Palés Matos su «Danza negra»; en 1929 el también cubano José Zacarías Tallet edita su poema «La rumba», y en 1930 Nicolás Guillén da a conocer sus Motivos de son, ocho textos que aparecen en la página «Ideales de una raza», que el periodista Gustavo Urrutia dirige en el Diario de la Marina. Diríamos que ha nacido la vertiente caribeña del neopopularismo.

Lorca está en Cuba (se marcha a España el 12 de junio) cuando, el 20 de abril, se editan los primeros poemas de Guillén. La investigadora cubana Nidia Sarabia -la persona que más ha indagado en los pormenores de la presencia de Federico en Cuba -asegura que José Antonio Fernández de Castro (curiosamente a él están dedicados los Motivos de son) presentó a los dos poetas, quienes fueron a cenar a un restaurante en las inmediaciones de la Plaza de la Catedral habanera. Como ninguno de los dos poetas tenía suficiente dinero para pagar, debieron reunir sus escasos fondos para costear la comida y una botella de ron. Antes de regresar a España, Lorca entrega a la revista Musicalia el texto de su «Son».

Los poemas de Guillén habían levantado una polvareda en la prensa habanera de la que Federico fue testigo. Muchos los impugnaron: los puristas de la lengua, porque Guillén hacía sus textos en una escritura que reproducía la fonética del cubano popular; los blancos conservadores, porque Guillén daba entrada en la «alta literatura» a una manera de poetizar que narraba las peripecias de la vida de los negros y mestizos pobres de la Isla; los negros que querían «blanquearse», porque renegaban de una expresión que a su juicio los disminuía social y culturalmente.

Nicolás Guillén no hacía más -ni menos- que presentar esa faceta oculta de la vida que los estratos dirigentes de la ciudad no querían ver, ni mucho menos considerarla digna de un lugar en la «alta cultura»: escribía textos para sones, que parecían extraídos de las composiciones que pululaban por los bares y las casas de vecindad. El pueblo y los mejores compositores del país recibieron con entusiasmo esos poemas: un compositor culto, como Amadeo Roldán, y otro popular, como Eliseo Grenet, se encargaron de devolver esos textos de Guillén a la música de donde habían surgido.

Habría que decir que los primeros sones de Guillén no rebasaban en mucho la aprehensión de ciertos elementos externos, anecdóticos de la vida y el arte del negro, que poetas de menor jerarquía habrían de convertir luego en tópicos cada vez más carentes de verdadera significación artística.

Los «asuntos» de los Motivos…, eran el negro chulo, o el que presumía que sabía inglés sin poder decir yes, o la negra que increpaba al marido porque no buscaba la «plata» necesaria para vivir.

Deslumbrado por el son musical, Federico se enfrenta de pronto a la aventura del texto de son convertido en poema.

En 1932, don Miguel de Unamuno le escribe a Guillén una famosa carta que luego el cubano colocará como prólogo a una nueva edición de su libro Sóngoro cosongo. Allí Unamuno le dice -sin otra precisión- cómo ha escuchado a García Lorca hablar de él.

¿A qué se debería ese entusiasmo de Federico? Habría que decir que, el neopopopularismo andaluz, hasta entonces, era «a medias» popular. Rafael Alberti había retomado con espíritu nuevo, los antiguos poemas de los cancioneros escritos en la corte de Juan II en el siglo XV y del Cancionero musical de Palacio, pero ya esos propios textos constituían la elaboración culta de una tradición popular; el Romancero gitano de Federico se apoyaba en una reelaboración del romance medieval, que de hecho ya estaba mediada por la que hacen en los siglos de Oro Lope de Vega y Luis de Góngora. Estos libros, de hecho, se apoyan en previas, anteriores experiencias neopopularistas.

En La Habana, García Lorca encuentra el neopopularismo bebiendo directamente en fuentes intocadas. Lo que Nicolás Guillén estaba haciendo con la más popular de las estructuras musicales de Cuba, era análogo a su propio proyecto no concluido del Poema del cante jondo. Su proyecto y el de Nicolás, eran el desafío de dar cabida en la «alta literatura» a tradiciones poéticas populares, por la que esa «cima» nunca se había inquietado, que incluso había despreciado, y que constituían la expresión viva de etnias secularmente marginadas: el negro y el gitano. Pero que, además, habían irradiado sobre las culturas de Cuba y Andalucía, para alcanzar una dimensión y unos alcances que desbordaban sus orígenes.

¿Sería esa experiencia habanera la que convenció al andaluz de la importancia del libro que venía estructurando desde una década atrás? En cualquier caso, se trata de una curiosa coincidencia. Está demás decirlo, pero quisiera aclarar que ello no implica una «influencia» de Guillén en Lorca. De hecho, y al revés, en la final estrofa de romance del «Velorio de Papá Montero», aparecido también en 1931, en Sóngoro cosongo, Guillén acusará la única directa influencia lorquiana que le encuentro.

Lo que existe entre ambos poetas es ese misterioso contacto de las épocas, de las actitudes, que hace que dos hombres, trabajando separadamente, se encuentren de pronto en una encrucijada y tomando parte en una tarea común.

Lorca vio en el son un legítimo hermano del primitivo cante andaluz: tenía como él, esa fuerza de lo legítimo, de lo incontaminado, fluía desde fuentes análogas, perfectamente vivas, como las que nutrían el cante jondo. No se trataba de folklore, que ya es entidad museable, sino de una cultura popular viva, trabajando sobre sus propios modos de hacer.

El «Son» de Federico viene de la tradición popular que encontró en Cuba, pero también de la comprensión de esa tradición, de su refracción en la sensibilidad que la vuelve poesía.

No me parece en absoluto casual que el poema esté dedicado a don Fernando Ortiz. Era, sí, un acto de delicadeza con el hombre que lo había invitado a la Isla, pero también un reconocimiento al excepcional papel de ese hombre en la indagación de la cultura negra.

Pero si los Motivos de son de Guillén reproducían el espíritu de los textos de son que ya existían, el Son de Federico implicaba una elaboración mayor. Sus imágenes recuperan el «salto metafórico» que había proporcionado una de las novedades y de las bellezas fundamentales del Romancero gitano, siempre apoyadas a la vez en una comprensión de lo real.

Ahí está el bisémico «rosal de Romeo y Julieta», que además de inevitablemente sugerir la delicadeza del amor de los amantes hace, como la misteriosa «rubia cabeza de Fonseca», directa alusión a las litografías que ilustran y escoltan las cajas de habanos.

¿Qué cosa es ese «ritmo de semillas secas», sino el sonoro «rebombar» de las maracas del son? ¿Qué cosa es la «gota de madera» sino el fundamental sonsonete que crea el golpear de las claves? ¿Qué cosa es ese plátano que «quiere ser medusa», sino la erizada disposición de la fruta en su manojo, que Federico por fuerza tuvo que ver profusamente en los campos cubanos?

Pero también en este «Son» aparece la metáfora afectiva (tropo de lo expresable y no de lo explicable), generada en la vanguardia, y que Lorca había comenzado a frecuentar desde el «verde que te quiero verde» del «Romance sonámbulo» y ya, abiertamente, en los textos de Poeta en Nueva York. Ahí están el «coral en la tiniebla», esos «brisa y alcohol en las ruedas» del «coche de aguas negras» que lo lleva a Santiago de Cuba.

Tampoco me atrevo a decir que esta transformación que Lorca hace del puro son tradicional, llegara a determinar una «influencia» en el trabajo posterior de Nicolás Guillén. Esa transformación, esa decantanción vendría como consecuencia inevitable del sentido de pertenencia de Guillén a su raza, a su país y a su generación poética.

A partir de Sóngoro cosongo, del año siguiente, Guillén abandona el carácter puramente anecdótico y colorista, puramente costumbrista de los Motivos de son, avanza hacia un idioma español universal sin dejar de ser cubano, abandona la escritura fonética de sus primeros poemas, hasta construir los extraordinarios sones que integran El son entero, en 1947: «Guitarra», «Ébano real», «Ácana», «Son número 6», «Palma sola» e «Iba yo por un camino».

Lógicamente, para el granadino Federico García Lorca el son fue un tesoro seductor que encontró en su camino, un hermano caribeño de su propio ámbito poético, pero su interés no podía ni tenía por qué pasar de ahí. Para Nicolás Guillén, cubano y mulato, el son se convirtió en una entidad central. Supo transformarlo hasta convertirlo en un solidísima entidad poética, reveladora de la belleza profunda de lo negro y lo mulato y, también, del drama de la «gente de color» en Cuba.

¿Hasta qué punto Federico colabora en esta dirección central de la poesía de Guillén? ¿Hasta dónde, el hallazgo del son convertido en texto de poesía, convence a Federico de la validez de su propio trabajo con el cante jondo, y de la necesidad de concluir y editar aquel libro detenido desde años atrás?

Ya los dos poetas no podrán revelarlo nunca. Pero tampoco el poeta tiene la necesidad ni mucho menos el deber ni acaso la plena posibilidad de explicar los complejos caminos que sigue esa entidad misteriosa, huidiza y deslumbrante que es la poesía. Lo que nos queda- después de todo, es lo mejor -es el trabajo de dos hermanos de poesía, la comunidad de expresión que encontraron para, sin renunciar a la indiscutible originalidad de cada uno, contribuir a conformar el tesoro de la poesía en lengua española, que es también un elemento inexcusable en la consideración de la identidad de dos pueblos.


FEDERICO GARCÍA LOCA : UN POETA Y LA CRÍTICA LITERARIA
Guillermo Rodríguez Rivera

Este siglo que está por terminar -imagino que para bien, porque ya nos ha dejado bastantes desastres-, ha sido el siglo, entre otras tantas cosas, de la teoría literaria. Desde sus primeras décadas se produce el establecimiento de la lingüística estructural, del acercamiento inamanente al texto literario que va a proliferar, desde el seminal formalismo ruso, en numerosas escuelas que inundan primero Europa y de allí se van extendiendo al mundo entero. Señaladamente, al continente americano.

Los estructuralismos (llamémoslos así para evitarnos ahora las numerosas especificaciones) dotaron a los estudios literarios de una objetividad que había sido imposible en tiempos anteriores y, sobre todo, de una capacidad de estudio del texto de la obra en cuestión, que antes era apenas un añadido a acercamientos a su contexto.

El crítico estudiaba el ámbito histórico en el que la obra había surgido, se demoraba en la explicación exhaustiva de la biografía del autor, asediaba las características de la tendencia literaria en la que la obra se inscribía, pero a la hora de acercarse al texto mismo, apenas si nos hacía una paráfrasis de sus contenidos, de sus asuntos, explicados con mayor o menor honduras sociológica, filosófica, sicológica. El análisis de su lenguaje se limitaba a la localización de los codificados procedimientos que la preceptiva y la retórica establecían desde siglos atrás y que no sólo quedaban en la pura superficie sino que se establecían en normas, en regulaciones (¿no es esa la finalidad de la preceptiva?), que determinaban de antemano lo correcto y lo incorrecto, lo bueno y lo malo, lo admisible y lo intolerable en términos del lenguaje literario.

Federico García Lorca pertenece a la generación literaria que, en Europa, asume la transformación de la literatura en el sentido en el que lo entiende el vanguardismo. Aunque la única tendencia propiamente vanguardista en España es el ultraísmo, resulta una corriente que vale por su capacidad de innovación, de ruptura, pero que tiene escasa significación en la realización de obras de calidad.

Creo que un fenómeno renovador más profundo se manifiesta en España con la Generación del 27 que va a ser, asimismo, la que en sus críticos produzca el acercamiento inamanente al texto literario que los estructuralismos demandaban. Es ya el caso de Dámaso Alonso.

Pero yo creo que un gran poeta lleva siempre dentro de sí un excelente crítico de poesía y, en más de un sentido, un teórico de su quehacer. Eso es lo que le permite la complicidad en la visión «desde dentro» de sus explicaciones de los textos y de sus generalizaciones sobre los mismos.

Federico García Lorca nunca ejerció manifiestamente la crítica de poesía y, cuando intentaron forzarlo a «teorizar», reaccionó con el espíritu sarcástico de los poetas de su generación, con esa visión risueñamente iconoclasta que caracterizó siempre a los vanguardistas. Cuando su compañero Gerardo Diego compone la célebre Antología consultada y reclama de Federico su poética, Lorca le responde «de viva voz»:

Pero ¿qué voy a decir yo de la Poesía? ¿Qué

voy a decir de esas nubes, de ese cielo?

Mirar, mirar, mirarlas, mirarle, y nada más.

Comprenderás que un poeta no puede decir nada

de la Poesía. Eso déjaselo a los críticos y

profesores. Pero ni tú ni yo ni ningún poeta

sabemos lo que es la Poesía.

Aquí está; mira. Yo tengo el fuego en mis

manos. Yo lo entiendo y trabajo con él

perfectamente, pero no puedo hablar de él

sin literatura.

Pero al final de su texto «hablado», escribe, especifica Federico:

En mis conferencias he hablado a veces de la

Poesía, pero de lo único de lo que no puedo

hablar es de mi poesía. Y no porque sea un

inconsciente de lo que hago. Al contrario, si

es verdad que soy poeta por la gracia de Dios

-o del demonio –, también lo es que lo soy

por la gracia de la técnica y del esfuerzo,

y de darme cuenta en absoluto de lo que es

un poema.

Me parece inevitable reconocer que estas opiniones encontradas, pero también complementarias, muestran a un poeta que tiene absoluta conciencia del papel que desempeña el conocimiento a fondo del hecho poético, pero que a la vez manifiesta una actitud vergonzante en la aceptación de esa esfera del conocimiento de la poesía, acaso porque teme perder la condición de libertad que garantiza la poesía, pero que no por ello renuncia a los puros asideros «razonables» de la actividad teórica y crítica.

Cuando escribe su conferencia sobre «La imagen poética de don Luis de Góngora», García Lorca se explaya en la contraproducente misión de los profesores de su época (quiero decir, de sus tiempos de estudiante) que todavía seguían los criterios de los analistas de la literatura en el siglo XVIII, que hablaban de un Góngora doble, el claro y aceptable «príncipe de la luz» y el extravagante «príncipe de las tinieblas», criterios refrendados y puestos en circulación luego por la autoridad de Menéndez y Pelayo.

García Lorca tiene un explicable desdén por esta crítica propaladora de los prestigios aceptados con juicios que se apoyan en tópicos, en lugares comunes y que, el crítico, el teórico, no estima que debe verificar atendiendo al texto mismo y a los nuevos caminos que sigue la poesía y que son trazados por los poetas. Lorca está peleando contra esa validación de la «estética periodística» y ocasional de Ramón de Campoamor; con la de la exaltación del retórico Zorrilla; con el elogio al «insípido» Nuñez de Arce. Pero no está invalidando el quehacer de «críticos y profesores», aunque les haga un travieso mohín de burla: su propia valoración de Góngora está mostrando un método de exégesis, perfectamente válido, que no se viste del metalenguaje de la crítica al uso, sino que mantiene el donaire en el uso del idioma que es el propio del poeta.

Lorca no quiere «dar la lata», quiere «entretener», (¿no era lo que decía Bertolt Brecht que debía hacer el teatro más serio?), pero quiere mostrar -no han hecho otra cosa los mejores críticos-, develar «el juego de la emoción poética».

Para acercarse a Góngora, Federico empieza por remitirse al pasado poético de España, al mundo poético anterior al poeta cordobés y que conduce a él. Está siguiendo el proceso de la poesía española porque, como sabe el más académico de los historiadores literarios, un gran poeta es siempre un eslabón, es el resultado de un devenir que ha llegado hasta él. En la comprensión de García Lorca, la poesía de don Luis de Góngora es una consecuencia inevitable del camino que hasta él había seguido la de España. Es impresionante como Lorca va remitiendo la compleja metaforización gongorina, la metaforización barroca de sus grandes poemas culteranos, a un uso de la metáfora cuyas maneras esenciales de hacer se hallan en la tradición popular andaluza. Federico recuerda que la metáfora, el cambio de sentido, es una facultad de la lengua misma y, en ese sentido, anterior a la propia literatura.

No sé si Lorca había revisado la Ciencia nueva de Gianbattista Vico, el filósofo italiano que historiza el problema de la metáfora, que lo extrae de la vieja concepción ciceroniana que lo veía como puro ornato, como decoración, y la entiende como entidad cognoscitiva. Sus reflexiones sobre esta misión de la metáfora estan en la linea de las de Vico, como su reivindicación de la presencia de la metáfora en la lengua cotidiana, entroncan con el libro de Remy de Gourmont L’esthetique de la langue française, a quien tampoco Lorca cita en su conferencia, y al que no sé si había leido.

Pudo haber sido por no «darnos la lata» con inacabables referencias académicas, pero su reflexión sigue la más importante de su tiempo en la consideración del fenómeno tropológico. Con el análisis lorquiano, la metáfora gongorina es devuelta a una poderosa elementaridad que nos la entrega como una fuerza natural de la lengua, ajena a todos los retorcimientos que en ella han querido verse.

En otra conferencia que Federico tituló «Imaginación, inspiración, evasión», el granadino se revela como un maestro en la consideración teórica de la tropología. Es difícil encontrar palabras más exactas que estas para charlar sobre el asunto:

La hija directa de la imaginación es la

«metáfora», nacida a veces al golpe rápido

de la intuición, alumbrada por la lenta

angustia del presentimiento.

Y con la suprema lucidez de los poetas verdaderos, escribe Federico:

Pero la imaginación está limitada por la

realidad: no se puede imaginar lo que no

existe /…/ No se puede saltar al abismo

ni prescindir de los términos reales.

Y pasa a exponer el triunfo de la realidad sobre la imaginación, que quería, con toda lógica, achacar a los gigantes la construcción de las inmensas grutas horadadas por la gota de agua. Y concluye Federico:

Porque es mucho más bello que una gruta sea

un misterioso capricho del agua encadenada

y ordenada a leyes eternas que el capricho

de unos gigantes que no tienen más sentido

que el de una explicación.

Es interesantísimo cómo aborda Lorca el viejo «problema» de la consideración del léxico de Luis de Góngora. Recurre a una inversión del antiquísmo argumento de autoridad, que la crítica académica había agotado por abusar de él.

Don Francisco de Quevedo había hecho, con su ilimitado poder para caricaturizar, aquel soneto («Receta para hacer soledades o Aguja para navegar cultos») que Lorca cita. Decía el viejo coronel mambí cubano, Ramón Roa, que no hay placer mayor que el de dispararle al enemigo con su propio cañón. No es otra cosa lo que hace Federico en este caso. Convoca al viejo Quevedo casi tres siglos después, lo coloca ante el tribunal, y le hace repetir la nómina lexical con la que había impugnado a Góngora, la que lo había hecho llamar «jerigóngora» al lenguaje del andaluz: fulgores, arrogar, joven, presiente, candor, construye, métrica, armonía, si no, neutralidad, conculca, erige, mente, pulsa, ostenta, librar, adolescente, señas, traslada, frustra, harpía, cede, impide, cisura, petulante, palestra, liba, meta, argento, alterna, si bien, disuelve, émulo, canoro, líquido, errante, nocturno, caverna, livor, adunco, poro.

El argumento de autoridad acusatorio se ha convertido, por el camino seguido por la lengua misma, en suprema defensa. Y comenta Federico:

«¡Qué gran fiesta de color y música para el idioma castellano! /…/ Mas que a Cervantes, se puede llamar al poeta padre de nuestro idioma».

Como hará paralelamente Dámaso Alonso, Federico rechaza el tópico de la «oscuridad» de la poesía de Góngora, para decir, terminantemente que, en todo caso, «peca de luminoso». Y luego usa una expresión que conmueve inevitablemente a un cubano. José Martí había lanzado una formulación tan simple como profunda. Escribio: «Amar: he ahí la crítica». Federico dice del cordobés: «A Góngora no hay que leerlo: hay que amarlo».

Creo que el amor del que hablan los dos grandes poetas, no es la pasión obnubiladora que los norteamericanos llaman infatuation, que es puro entusiasmo, y que podrá ser una insalvable etapa del amor, pero que no es más que eso. El amor es coparticipar, es comprender, es adentrarse en el mundo del otro. Si no comprendemos los propósitos de un poeta, nunca nos será verdaderamente revelado su universo artístico. Para seguir citando grandes poetas, hagámoslo ahora con el anónimo autor medieval del seductor «Romance del Conde Arnaldos». Cuando el Conde interroga al marinero sobre el maravilloso cantar que dice, le responde este:

Yo no digo mi canción
sino a quien conmigo va.

Sólo dentro se revelan y develan los secretos.

Recuerdo ahora la extraordinaria crónica que Rubén Darío publicó sobre José Martí en La nación de Buenos Aires, en 1895, casi inmediatamente después de la muerte del cubano.

Se han escrito después centenares de artículos y libros sobre la obra martiana, pero me parece que en las escasas páginas de aquella crónica, el gran poeta de Nicaragua dice todo lo que hay de esencial en la obra y la personalidad literarias del gran poeta cubano.

Dámaso Alonso es un exacto coetáneo de Federico. Nació el mismo año y comenzó paralelamente a Lorca su carrera en la literatura. Sus primeros acercamientos a la obra de Góngora son también de 1927, el año del tercer centenario de la muerte del cordobés, cuando Lorca dicta en Granada, en diciembre, la conferencia que aquí comentamos. Todos los profesores de literatura española sabemos que los Estudios gongorinos de Alonso, constituyen un texto de inexcusable lectura para la comprensión del gran poeta barroco. Pero no puede dejar de decir aquí que ya aquella charla, escrita y dicha con el duende del poeta, incluía asimismo la percepción sobre los caminos esenciales para la comprensión del cordobés.

Pudo haber sido la complicidad, la coincidencia de dos integrantes de una generación que tenía a Góngora entre sus dioses tutelares. Pero lo que me interesa subrayar aquí es que, además del saber teórico que se materializa en un metalenguaje, en puros conceptos, existe el esencial saber empírico que el poeta conocedor de su metier puede comunicarnos a veces con tanta eficacia y profundidad como el crítico académico. Y, por supuesto, con la belleza del don que Dios -o el demonio- ha dado a su palabra.