Últimamente y con demasiada frecuencia se puede oír hablar en los medios sobre la felicidad, precisamente en una sociedad que padece de infelicidad crónica. Se trata de tertulias y «espacios del oyente». En los unos y en los otros se debate intensamente acerca de qué es la felicidad, acerca de cómo conseguirla. Se ocupan en […]
Últimamente y con demasiada frecuencia se puede oír hablar en los medios sobre la felicidad, precisamente en una sociedad que padece de infelicidad crónica. Se trata de tertulias y «espacios del oyente». En los unos y en los otros se debate intensamente acerca de qué es la felicidad, acerca de cómo conseguirla. Se ocupan en definiciones más o menos filosóficas las unas y más o menos realistas las otras. Sin excepción, todos los que participan coinciden en que la felicidad consiste más o menos en «no necesitar más de lo que se tiene». Hasta el momento y que yo sepa, en ninguno de estos «brainstorming» sobre la felicidad ha participado ninguna persona bien posicionada en la lista Forbes de multimillonarios, se entiende que los ricos necesitan aún más de lo que tienen, y que su felicidad se encuentra en un horizonte todavía muy lejano. Por encima de cualquier otra consideración, el mensaje «no necesitar más de lo que se tiene» invita al conformismo, precisamente ahora que hay tanta gente que tiene que conformarse con bien poco.
Muchos coinciden en que suelen ser más felices aquellos que menos tienen. Yo también creo que, por lo general, la felicidad no la procura la posesión material, pero cuando apoyan esta teoría con literales como «un africano jugando con un palo es más feliz que muchos niños del primer mundo que no saben qué juguete elegir para jugar», uno piensa que ese «africano» al que se refieren, tal vez sería mucho más feliz aún si el palo con el que juega hubiera pertenecido instantes antes a una jugosa chuleta.
Incluso el eslogan de una conocida empresa sueca de muebles dice: «No es más rico el que más tiene sino el que menos necesita»
Mientras, los altavoces de los medios no dejan de repetir que «gastamos demasiado», que si seguimos gastando a este ritmo «necesitaremos un rescate financiero colosal», para seguir gastando, añado yo, pero a partir de ese momento en intereses del préstamo con que se articule el rescate y no en cuestiones sociales de interés colectivo. No seré yo quien gaste demasiado, ni el africano que juega con el palo, no será ninguno de los 4,5 millones de parados que hay en España, ni tampoco muchos de los que aún tienen algún tipo de ingreso regular. No serán ellos, no; ni tampoco será el Estado quien gaste ni un euro de más en toda esa gente, que cada vez están más marginados por las instituciones.
Desde luego la felicidad no consiste en conducir dos horas diarias para ir y volver del trabajo, no consiste tampoco en trabajar durante más de la mitad del día; no consiste, por supuesto, en comprar o consumir sin límite, y menos aún si para ello tenemos que endeudarnos hasta los calzoncillos. Es cierto que el freno del consumo es el freno de la sociedad misma, pero ¿quién dice que la sociedad solo puede circular por esa vía y a toda velocidad?, con mayor motivo si ese camino desemboca en la pobreza del 40% de la población mundial, y en una inquietante infelicidad consumista del resto.
Un viejo dicho africano lo resume muy bien. Un explorador blanco quería obtener suministros y medios de transporte. Sin otra cosa que ofrecer, quiso pagar con un valioso reloj que llevaba en su muñeca. El africano miró el reloj con indiferencia y le contestó: «Los blancos tenéis relojes, pero nosotros tenemos el tiempo». Aquel africano no sabía que el hombre blanco estaba decidido a conseguir que su pueblo necesitara a toda costa, todas esas cosas que la deslumbrante vida del blanco podía ofrecerle, aunque le alejaran de la felicidad a cada paso. No pretendo que la gente viva como aquel africano, pero entre el negro y el blanco, lo más razonable parece que es el gris.
Puede que solo sean impresiones mías, pero creo que un sistema económico que hace infelices a los ricos, porque nunca alcanzarán a tener suficientes riquezas para satisfacer sus necesidades mínimas (el lugar donde reside la felicidad), que hace infelices a muchas víctimas del propio consumismo, y que también hace infeliz a casi la mitad de la población mundial, a la que impide la cobertura de sus necesidades más básicas y elementales, no es un buen sistema económico para casi nadie.
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