¿Por qué la fiesta de fin de año provoca tanta locura? ¿Qué hay de especial en el cambio de año? Nada, excepto la convención numérica, una invención indoarábiga que nos permite codificar el tiempo en horas, minutos y segundos y establecer, según el movimiento de nuestro planeta en torno al sol y a las fases […]
¿Por qué la fiesta de fin de año provoca tanta locura? ¿Qué hay de especial en el cambio de año? Nada, excepto la convención numérica, una invención indoarábiga que nos permite codificar el tiempo en horas, minutos y segundos y establecer, según el movimiento de nuestro planeta en torno al sol y a las fases de la luna, calendarios que distribuyen el tiempo en años de doce meses, meses con casi 30 días y días con 24 horas exactas.
Lo que pasa es que no somos trilobitas sino humanos, dotados de la capacidad de imprimir al tiempo carácter histórico y sentido a la historia. La fiesta de fin de año es, pues, un rito de paso. Resuena en nuestro inconsciente el alivio por terminar un año de tantos reveses, pérdidas, sufrimientos, y celebrar conquistas, avances y victorias. Hay que tirar cohetes, llenar copas, expresar buenos propósitos a las divinidades que pueblan nuestras creencias, vestirse de blanco como señal de nuestra primera comunión con el nuevo año que comienza.
Vivimos apremiados por el misterio. Como las partículas subatómicas, somos regidos por el principio de la indeterminación. Esa imposibilidad de prever el futuro suscita angustia, lo que nos lleva a tratar de descifrarlo por vía de la lectura de los astros y de las cartas, de la sabiduría de videntes, de las conchas de los santeros y santeras, de la rogación a nuestros santos protectores.
Ésta es una paradójica característica del posmodernismo: en plena era de la emergencia de la física cuántica y de la caída del determinismo histórico como ideología, creemos que nuestro futuro está escrito en las estrellas. De ahí la inercia, la indignación inmovilizadora, la impotencia frente a los escándalos éticos y al descaro con que los corruptos son absueltos por sus pares, esa insensibilidad que para nada recuerda lo que se debiera conmemorar en este año: los 40 años de Mayo de 1968.
En los países industrializados Mayo del 68 es el paradigma de la rebeldía, el grito estancado en el aire sonorizado al fin en las manifestaciones estudiantiles, los Estados Unidos derrotados por los vietnamitas, los Beatles reinventando la canción, la moda subvirtiendo parámetros, las mujeres a la conquista del derecho a apasionarse por primera vez innumerables veces, la castración del machismo, el resurgimiento esotérico.
De la parte sur del planeta los años de plomo, los generales metiendo en las fundas de sus pistolas las llaves de los parlamentos, la utopía colgada en el palo de arara, los caminos del exilio multiplicándose, los muertos y desaparecidos enterrados en los archivos secretos de las Fuerzas Armadas. Aún así, había sueño, y no era motivado por la ingestión química, brotaba del hambre de libertad y de justicia, fomentaba el deseo irrefrenable de adjetivar de nuevo la creatividad incensurable: el cinema, la bossa, la literatura, el tropicalismo.
En el pasado, el futuro era mejor. Hoy, inmersos en esta sociedad de la hiperestetización de la banalidad, en que las imágenes contraen el tiempo y la web virtualiza el diálogo en la soledad digital, andamos en busca de una razón para vivir. Perdimos el sentido histórico, cambiamos los vínculos de solidaridad por la conectividad electrónica, vendimos la libertad por un plato de lentejas en forma de seguridad.
En el 2008 seremos llamados a las urnas municipales. Tendremos que discernir entre los idealistas y los arribistas, los servidores públicos y los que se ahogan en el ego destilado en la embriaguez de los aplausos, los movidos por la intransigencia de los principios éticos y los que miran los recursos del Estado como carne fresca para su gula insaciable.
Año de conmemorar el 60º aniversario de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, que, para vergüenza de nosotros, los católicos, hasta el día de hoy no ha sido firmada por el Estado Vaticano.
En este mundo de atrocidades no hay otro modo de celebrarla más que exigiendo su aplicación y perfeccionamiento: que cese la ocupación de Iraq, la independencia de Puerto Rico, el fin del bloqueo a Cuba, la reducción de la emisión de gas carbónico, la paralización del desmantelamiento de la Amazonia, la salvación de África. Y que se le añadan a la Declaración los derechos internacionales, planetarios, ambientales.
En Brasil es hora de que la Declaración sea trasvasada del papel a la realidad social. En que, pese a la actuación valiente de la Secretaría Especial de Derechos Humanos de la Presidencia de la República, imposible celebrar conquistas en derechos humanos mientras la policía estigmatiza como supuesto traficante al morador de la favela; el Poder Judicial promueve la orgía compulsiva al meter mujeres en celdas repletas de hombres; los indígenas y negros son condenados a la miseria por la incuria de las autoridades; la debilidad de la ley cubre de inmunidad a los corruptos y de impunidad a bandidos y asesinos.
No basta el propósito sincero de hacer algo nuevo en nuestras vidas el año 2008. Es necesario más: hacer nuevas las realidades que nos rodean, de modo que se den cambios afectivos y la paz florezca como fruto de la justicia.
¡Feliz 2008!
* Frei Betto es escritor, autor de «El arte de sembrar estrellas», entre otros libros.
Traducción de J.L.Burguet
Fuente: http://alainet.org/active/21292