Cuba fue el último país latinoamericano que se independizó del colonialismo español, pero el primero que se liberó del neocolonialismo norteamericano. Una singularidad histórica que muchos «observadores» no tienen en cuenta al trazar el balance de cincuenta años de revolución. Si en alguna latitud del tiempo y del espacio se encarnó la metáfora de David […]
Cuba fue el último país latinoamericano que se independizó del colonialismo español, pero el primero que se liberó del neocolonialismo norteamericano. Una singularidad histórica que muchos «observadores» no tienen en cuenta al trazar el balance de cincuenta años de revolución. Si en alguna latitud del tiempo y del espacio se encarnó la metáfora de David y Goliat, fue en esa isla de 110 mil kilómetros cuadrados situada a 80 millas náuticas del imperio más poderoso de la historia.
Es deshonesta y parcial cualquier evaluación de lo que han significado, para Cuba y para el mundo, estos 50 años de gesta revolucionaria, sin tomar en cuenta esas circunstancias históricas y geográficas. En los años oscuros del pretendido «fin de la historia» no pocos intelectuales de izquierda, moralmente derrotados por la implosión de la Unión Soviética y el fracaso del llamado «socialismo real» en el este europeo, se cebaron en los errores, las desviaciones y aun los fracasos del modelo, para justificar su rendición ante el discurso único reinante: aquel Consenso de Washington que tenía como pilares la economía de mercado y la democracia «a la americana», que es la forma posmoderna de la «pax romana». Algunos consideraron que lo «maduro y realista» era poner el acento en la crítica de los aspectos más cuestionables. Otros -el paradigma sería el mexicano Jorge Castañeda- optaron lisa y llanamente por pasarse de bando. Por suerte, hubo quienes, desdeñando el riesgo mediático de ser calificados como anticuados, cuadrados, sectarios, serviles o francamente «totalitarios», optamos siempre por asumir y defender a Cuba y su Revolución, conscientes de que al hacerlo no sólo rescatábamos la formidable lucha del pueblo antillano por su dignidad nacional, sino también nuestra propia dignidad como latinoamericanos.
La simple supervivencia de la Revolución Cubana nos da la razón. Esa supervivencia, que superó invasiones, bloqueos, amenazas nucleares, sabotaje a la producción, terrorismo contra aviones civiles, hoteles y embajadas, atentados contra Fidel, el desplome del bloque soviético, el hambre del Período Especial, los desastres naturales y la perfidia o la cobardía de no pocos jefes de Estado, no es un fenómeno meteorológico, una curiosidad histórica o el producto -como dicen los macartistas- de una tiranía impuesta a sangre y fuego contra la presunta voluntad de las mayorías. Es el resultado lógico de una combinación única entre un líder excepcional como Fidel Castro, tres generaciones de cuadros revolucionarios comprometidos hasta el tuétano con los valores morales de la lucha y un pueblo altivo, a la vez sufrido y alegre, profundamente solidario con todos los pueblos del mundo, que se negó siempre a cambiar su identidad por un plato de lentejas.