Desde mucho antes de que el cristianismo fuese religión oficial del Imperio romano, las fechas que corresponden hoy a la Navidad eran las de una de las más importantes fiestas de Roma: las saturnalias. Las saturnalias celebraban el fin de los trabajos del campo y el reposo invernal de los campesionos tanto libres como esclavos. […]
Desde mucho antes de que el cristianismo fuese religión oficial del Imperio romano, las fechas que corresponden hoy a la Navidad eran las de una de las más importantes fiestas de Roma: las saturnalias. Las saturnalias celebraban el fin de los trabajos del campo y el reposo invernal de los campesionos tanto libres como esclavos. Eran días en que los esclavos gozaban de una relativa libertad respecto de sus tareas habituales y se celebraba con alegría el fin de los días más cortos del año, el inicio de un nuevo ciclo. El cristianismo recuperó estas fechas, y en particular la del 25 de diciembre (día de Sol Invictus o, para la secta mitraica, día de Helios Mitra) para celebrar el nacimiento de Jesucristo, sin que conste que exista ninguna relación entre este acontecimiento y la fecha elegida. Con todo, el cristianismo situó el nacimiento de Cristo en el mismo período en que los esclavos celebraban una relativa libertad y esperaban lograr una libertad definitiva bajo el gorro frigio del dios Mitra.
Ciertamente, la Iglesia no mantuvo esta celebración de la libertad, pero sí celebra estos días el nacimiento de un personaje que difícilmente puede ser asimilado por ningún poder. La enseñanza del Nazareno, que retoma en su literalidad el aliento revolucionario de los profetas, desentona en una institución que, desde muy pronto se convirtió en un centro de poder y de justificación de todos los poderes terrenales y de todas las explotaciones. Es tan sorprendente que se predicara el Evangelio en el marco de una institución de este tipo como que el Estado y la Revolución de Lenin se publicase en la URSS de Stalin. Lo que explica esta paradoja es que, en ambos casos, un mensaje contrario al orden existente quedó neutralizado, literalmente desemantizado, por obra y gracia de la repetición ritual en el marco de las liturgias oficiales.
Vale la pena, dicho esto, hacer un esfuerzo por volver a escuchar lo que dice Jesucristo -y lo que dice Lenin- detrás de estas densas capas de mistificación. Jesucristo no es el predicador de la obediencia a la ley basada en el temor, sino el de la obediencia libre basada en la esperanza o en la razón. No de la obediencia a cualquier cosa, sino a una ley que coincide con la justicia y en la caridad. De lo que se trata según el mensaje mesiánico de Cristo -que la Iglesia ha olvidado- es de basar toda obediencia a la ley en la previa asunción de la dimensión de lo común. Nadie antes de Louis Blanc y del Marx de la Crítica del Programa de Gotha había dicho tan claramente en que podía consistir una sociedad donde el acceso a la riqueza quedara disociado de la propiedad y del trabajo, una sociedad comunista. La idea de «caridad» («gratuidad»: pues charis es en griego la gracia y lo propio de la gracia es lo gratuito) coincide exactamente con un acceso a los bienes de este mundo independiente de los títulos jurídicos de la propiedad y de la sumisión a un orden del trabajo:
«Por tanto os digo: No os afanéis por vuestra vida, qué habéis de comer o qué habéis de beber; ni por vuestro cuerpo, qué habéis de vestir. ¿No es la vida más que el alimento, y el cuerpo más que el vestido? Mirad las aves del cielo, que no siembran, ni siegan, ni recogen en graneros; y vuestro Padre celestial las alimenta. ¿No valéis vosotros mucho más que ellas? ¿Y quién de vosotros podrá, por mucho que se afane, añadir a su estatura un codo? Y por el vestido, ¿por qué os afanáis? Considerad los lirios del campo, cómo crecen: No trabajan ni hilan; pero os digo, que ni aun Salomón con toda su gloria se vistió así como uno de ellos. Y si la hierba del campo que hoy es, y mañana se echa en el horno, Dios la viste así, ¿no hará mucho más a vosotros, hombres de poca fe? No os afanéis, pues, diciendo: ¿Qué comeremos, o qué beberemos, o qué vestiremos? Porque los gentiles buscan todas estas cosas; pero vuestro Padre celestial sabe que tenéis necesidad de todas estas cosas. Mas buscad primeramente el reino de Dios y su justicia, y todas estas cosas os serán añadidas. Así que, no os afanéis por el día de mañana, porque el día de mañana traerá su afán. Basta a cada día su propio mal.» (Mateo 6:25-3) A lo que llama Jesucristo es a compartir, a abandonar la propiedad, a no preocuparse por la economía y a no creer en ella sino en la libre capacidad productiva de lo común y de la comunidad: «Todo cuanto tienes véndelo y repártelo entre los pobres, y tendrás un tesoro en los cielos; luego, ven y sígueme.» (Lucas, 18:22). Esto, en términos modernos (Louis Blanc, Karl Marx) se dice: «De cada cual según su capacidad a cada cual según sus necesidades».
Los seguidores reales del Hijo del Carpintero no son los grandes prelados ni los poderosos, no son los mojigatos ni los meapilas, sino los verdaderos comunistas y los auténticos ateos. Los comunistas, en cuanto defienden no las monstruosidades del socialismo estatal, sino el régimen del común y de los comunes, cuyo fundamento es la justicia y la caridad, esto es una justicia cuya base no es la propiedad, sino el libre acceso gratuito a lo común. Los ateos también, pero también en este caso, los auténticos ateos, no los que defienden una atroz religión fetichista de la historia, del Estado o de cualquier otra pesadilla. Los auténticos ateos son los que no creen en una providencia, ni en un orden del universo, sino en la gratuidad, en la aleatoriedad de la historia y de la naturaleza, en la fundamental aleatoriedad de todo lo necesario. Entre estos ateos de la gracia, están naturalmente, junto a los materialistas que rechazan el principio de razón suficiente, los cristianos que afirman, junto a los teólogos de la liberación, una «teología de los predicados» en la cual no se afirma que «Dios es amor», sino que «el amor es Dios» y que el hijo del hombre, todo hijo del hombre es Dios, que fuera de la comunidad de los hombres, del otro reino que está en este mundo, no hay ningún Dios.
No les regalemos la Navidad a los que crucificaron a Cristo, a los prelados y a los poderosos, a los ricos y prepotentes, a los que roban a los pobres y los desahucian. La Navidad no es suya, sino de la única comunidad en la que creyó Cristo, del único pueblo de Dios que es a su vez Dios mismo, no el Dios único, pues su divinidad es intrínsecamente múltiple, sino lo único que merece ser llamado Dios. Celebremos dentro y en contra de una tradición cristiana degenerada y corrompida por el poder el nacimiento de un decisivo actor de la tradición de la libertad comunista y atea: Jesucristo. ¡Feliz Navidad, camaradas!
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