Venezuela se encuentra en una encrucijada. Mientras el oficialismo de Nicolás Maduro apuesta a la continuidad en medio de un estado de crisis permanente, la política opositora no apuntala una salida creíble que le permita posicionarse. Una parte de la oposición llama a boicotear las elecciones. Otros, como el ex chavista Henri Falcón, apuestan a […]
Venezuela se encuentra en una encrucijada. Mientras el oficialismo de Nicolás Maduro apuesta a la continuidad en medio de un estado de crisis permanente, la política opositora no apuntala una salida creíble que le permita posicionarse. Una parte de la oposición llama a boicotear las elecciones. Otros, como el ex chavista Henri Falcón, apuestan a dar el batacazo electoral. La escena se vuelve aún más confusa con la participación electoral del opositor Javier Bertucci, un hombre del evangelismo que no utiliza los clásicos eslóganes de la derecha que han caracterizado a otros pastores del continente.
Es difícil calificar lo que se vive en las calles de Venezuela los días previos a las elecciones presidenciales del 20 de mayo. Las últimas semanas se ha intensificado la hiperinflación y, con ella, el rechazo a la gestión de gobierno. Pero la política opositora no apuntala una salida sólida y creíble que le permita posicionarse. El llamado a boicotear las elecciones por parte de la oposición radical, no explicita su accionar. Más allá de la abstención, nadie en Venezuela imagina una salida que no sea electoral.
Mucho se podrá hablar de Venezuela . Unos aseguran que la «revolución se eclipsó». Otros, que cualquier crítica «sigue el juego al imperio». Lo cierto es que en pocos días habrá elecciones presidenciales en medio de un profundo malestar social y una inimaginable crisis, junto a otros factores que pueden hacer de Venezuela la Panamá de 1989 o el México priísta que pervivió, con breves intervalos, desde 1929 hasta nuestros días, por mencionar solo opciones extremas.
El triunfalismo oficialista, en estas condiciones, es un signo inequívoco de las carencias de la oposición, que aún puede ganar, pero se encuentra entrampada en un debate que parece más ideológico que político: abstenerse o votar. ¿Cómo explicar que el presidente Nicolás Maduro sea el candidato favorito a pesar de las circunstancias archiconocidas por el mundo? ¿Cómo explicar que el voto duro opositor puede preferir la abstención a pesar de la categórica victoria lograda en 2015, con las mismas condiciones y el mismo árbitro de este momento?
Henri Falcón: entre los votos y las elites
Henri Falcón, el candidato opositor, proviene de las filas del chavismo, con quien rompió en 2010. Ganó dos elecciones como alcalde de Barquisimeto y una como gobernador del estado de Lara con el oficialista Partido Socialista Unido de Venezuela (PSUV). A raíz de su ruptura (2010) siguió ganando con facilidad en esa región, con votos del chavismo y la oposición. Hasta que sucumbió en 2017 contra su expartido.
En 2013 dirigió el comando de campaña del entonces candidato presidencial Henrique Capriles Radonski, quien lo incorporó como articulador de los sectores populares y el chavismo descontento, hacia donde dirigía buena parte del mensaje electoral. Esto implicó un giro estratégico en la política opositora que comenzaba a «humanizar» al sujeto chavista para capitalizar su malestar. La estrategia rindió frutos, tanto que en la campaña mencionada le faltaron apenas dos puntos para alcanzar a Maduro, lo que en históricos electorales de Venezuela podría considerarse «empate técnico».
Pero el sector más poderoso de la oposición ‒que en su mayoría se encuentra fuera del país y quiere dirigirla desde el exterior, sea Miami, New York, Madrid o Londres‒ tiene el poder del financiamiento y juega desde las redes sociales a la «espiral del silencio»: quien quiera participar o apoye las elecciones será «chavista», «vendido», «traidor». Todos, epítetos que califican con facilidad al candidato exchavista y de extracción popular. Ese sector radical (hasta el punto de llegar a la antipolítica) no quiere negociar nada con el chavismo, quiere eliminarlo de raíz, desterrarlo, arrasarlo, y sabe que Henri Falcón no desea lo mismo ni podría hacerlo. Aun cuando Falcón pueda ser muy útil para una «transición moderada», estos sectores prefieren que el chavismo continúe en el poder antes que apostar por un proceso de mediación. Basta recordar la famosa periodista e influencer, Patricia Poleo, quien llegó a acusar a todos los funcionarios públicos (incluidas las secretarias) de ser «responsables» de la «hecatombe venezolana» y, por ende, aseguró que debían ser objetos de amenazas y represión.
Pero esto no es solo cosa de «radicales libres». Hace poco, Ibsen Martínez, un ideólogo de peso de la «oposición migrante», consideró al candidato opositor como un «remedo imperfecto de Hugo Chávez» y relacionó desde su traje hasta sus tics nerviosos con el carismático líder fallecido. Pero lo que piensa el secretario general de la Organización de los Estados Americanos (OEA) es incluso más ofensivo, tratándose de un candidato presidencial (que no es Nicolás Maduro).
¿Qué otra cosa podría pasar?
Es de suponer que la derecha radical espera otra cosa. En meses pasados, la gira de Rex Tillerson, ahora exsecretario de Estado norteamericano evidenció un intento de sublevar cuadros militares. Ante su aseveración de que en Venezuela y América Latina «casi siempre son los militares quienes se hacen cargo», comenzaron a escucharse «ruidos de sable» que llevaron a la detención de varios militares en Venezuela , pero especialmente de dos de alto rango: el comandante activo del Batallón Ayala (cuerpo militar encargado de resguardar los poderes públicos) y el exministro de Interior de Maduro, Miguel Rodríguez Torres. Durante esos días, efectivos del Digecim (inteligencia militar) se posicionaron en lugares estratégicos de la ciudad capital, hubo tensión y nerviosismo en torno a comunicados de militares retirados y detenciones de varios activos. Nuevamente, el golpe militar no prosperó.
Las declaraciones realizadas el 5 de mayo por el vicepresidente de Estados Unidos, Mike Pence, en la OEA, muestran más debilidades que fortalezas, puesto que todos los puntos que propone para encarar el tema Venezuela no son sino «armas melladas» que se han sucedido una y otra vez sin perturbar la estabilidad política del gobierno de Nicolás Maduro. La oposición «política» no confía en esta salida, pero está muy presionada, y solo Henri Falcón y un puñado de dirigentes y partidos han decidido jugar a la política electoral contra la línea abstencionista que sigue esperando «algo». ¿Qué hará Estados Unidos ante las elecciones del 20M? ¿Lanzará un embargo petrolero? ¿Planea una intervención militar? Son las últimas cartas y todas suponen situaciones de peso imponderable.
En todo caso, resulta paradójico ‒para una derecha que supo hacer un viraje estratégico hacia el centro‒ que el candidato opositor «realmente existente» puede hablarle y hasta dividir al chavismo electoral, pero no pueda unir la propia oposición, porque ese «don» ‒tener afectividad con el chavismo‒ es al mismo tiempo su imposibilidad de concretar una alianza policlasista donde las élites no pongan el candidato.
¿Nacerá el madurismo?
El gobierno ha aprovechado bien el desconcierto opositor. Desde 2017, cuando la oposición llamó al derrocamiento violento de Maduro, las tácticas oficialistas y el radicalismo de la derecha han colocado a la oposición fuera del juego político. El gobierno ha jugado duro: inhabilitando candidatos presidenciales, llamando a una Asamblea Constituyente a su medida y encarcelando a los dirigentes políticos que llaman a la violencia. Pero, sobre todo, ha logrado desmoralizar a una oposición cuya soberbia de clase la deslizó hacia un «fracturismo» meramente simbólico sin tener un mínimo de poder para lograrlo: destitución de Maduro por la Asamblea Nacional, acusaciones de narcotráfico, llamados a golpes de Estado, Tribunal Supremo de Justicia en el exilio. Se trata, en todos los casos, de actos simbólicos. Por ello, una vez fracasados tantos intentos, incluida la violencia de calle (guarimbas) de 2017, se desplazan hacia los centros de poder mundial y pierden el espacio político venezolano. A tal punto de que es muy difícil explicar cómo podría ganar nuevamente Maduro y cómo mantiene un «nicho sólido» que le permitiría la reelección.
Ante la atomización de la oposición, el gobierno se ha presentado, en medio del vendaval económico, con la certeza propia de quien se siente favorito, enviando un mensaje que puede convencer a propios y extraños de que no hay más opción en el panorama. Eso pesa enormemente en la decisión de las mayorías sobre la efectividad del voto y sobre su participación en la contienda. Para unos el gobierno ya ganó porque «hará trampa», para otros ya ganó porque «luce victorioso». Mientras, la gente mantiene apatía respecto a la campaña.
El triunfalismo está llevando al gobierno a una zona de confort que apenas le permite sobrevivir con su «maquinaria electoral». Ha sido una campaña signada por la desazón. Maduro no tiene contacto directo con la gente, característica que lo distancia en demasía de su predecesor, Hugo Chávez. Tampoco expone propuestas concretas que comuniquen al electorado, incluyendo a parte del chavismo, sobre cómo salir del cataclismo económico. La campaña se enmarca en un entusiasmo dirigido a su «voto duro», voto que ya resultó insuficiente en diciembre de 2015, cuando la situación económica aún no había llegado a los extremos actuales.
Así las cosas, la campaña de Maduro es propiamente de Maduro. Las tácticas «duras» para tratar el tema electoral e institucional, las movilizaciones siempre en zonas de confort, el menguado mensaje propositivo, hacen pensar en algo más (o menos) que el chavismo. En todo caso, ya no es Chávez el símbolo político, ya no son las misiones o el Plan de la Patria los centros de la propuesta electoral. Si Maduro debe el triunfo de 2013 a Chávez, este 2018 su triunfo sería responsabilidad fundamentalmente de él y de su alianza con los sectores militares.
La confianza oficial está relacionada, muy razonablemente, con los resultados de las últimas tres elecciones realizadas en 2017, en las que el abstencionismo opositor ‒influenciado por redes sociales y campañas internas, primero, y luego declarado desde los partidos de la Mesa de la Unidad Democrática‒ permitió al partido de gobierno arrasar con poco más de 8 millones de votos en la elección de la Asamblea Nacional Constituyente, y seguidamente con 18 de las 23 gobernaciones y con 306 de las 335 alcaldías.
Si el gobierno se siente ganador es porque entiende estas elecciones como proyección de las anteriores. En cambio, lo que salió de las perspectivas de una oposición desmoralizada, es el espíritu del resultado de diciembre de 2015, cuando obtuvo mayoría aplastante en las elecciones legislativas. Tal victoria está diluida hoy ante el razonamiento abstencionista que pregona la «ilegitimidad» del mismo Centro Nacional Electoral que arbitró y anunció aquel categórico triunfo.
Es preciso aclarar, para matizar el «triunfalismo oficial», que estos eventos tuvieron lugar a la sombra de las «guarimbas», violencia opositora de calle que llevó a Venezuela al filo de una guerra civil y que logró impacto negativo de alto calado en la población, por ser producidas ‒casi de manera exclusiva‒ por sectores altos y medios y sin participación popular. Quedó la sensación colectiva de que se trató más de dispositivos violentos de las élites para instaurar una «dictadura de derecha» que una salida «racional» al gobierno de Maduro.
Lo que pone en tela de juicio la total certeza del ventajismo chavista es que hoy las guarimbas y sus líderes no están en escena, y la situación económica podría tener mucho más peso en la elección que la pasada necesidad de evitar episodios de violencia. ¿Henri Falcón podría aprovechar este malestar? En Venezuela siempre se dan sorpresas, como la del nuevo sector emergente que desajusta las cuentas: los evangélicos.
¡Dios, más confusión!
Por primera vez, en los últimos veinte años, hay un tercer elemento electoral que podría incidir de manera importante, si bien no para ganar sí para sustraer votos decisivos, aunque aún no es evidente a quién se los restaría. Se trata del evangélico Javier Bertucci, cuyo partido no se ha visto fortalecido en los últimos eventos comiciales.
Sin embargo, en esta oportunidad, como candidato presidencial, Bertucci está desplegando una magnífica campaña de calle, televisión y redes que le coloca en las conversaciones y debates cotidianos de la gente común. Lo lógico es que sustraiga votos a Henri Falcón, puesto que ambos se presentan como contrarios a Maduro. Pero su discurso hace énfasis en la profundización de las políticas sociales y cuenta con amplio trabajo político en los sectores más empobrecidos donde el chavismo tiene, históricamente, una mayoría sólida. Actualmente esos sectores sufren un intenso malestar.
A diferencia de otros candidatos evangélicos del continente, no utiliza discursos ideológicos de derecha. A principios de mes, parte de la estructura del partido Copei (demócrata cristiano), quien en el pasado ganó dos elecciones presidenciales, quitó su apoyo a Henri Falcón y se lo dio a Bertucci, lo que, al menos simbólicamente, disminuye fuerzas a la oposición electoral. Teniendo en cuenta que el gobierno se dirige a su voto duro y que el voto duro opositor tiende a abstenerse, si los evangélicos movilizaran sus bases, consideradas en millones, podrían fracturar un electorado acostumbrado a medirse en dos grandes toletes y el resultado sería desconcertante.
En Venezuela siempre se dan sorpresas. Cualquiera de los escenarios bosquejados puede terminar en algo imprevisible. Cuando al principio del texto recordamos la Panamá de 1989, es porque hay fuerzas externas que están impulsando una opción semejante. Y cuando mencionamos al México prísta que casi 100 años después sigue dominando la escena mexicana, es porque si la abstención opositora deja a Maduro un triunfo holgado, se abre el escenario de una «eternización» del poder por parte de las fuerzas oficialistas que tienen abierto el escenario de una Asamblea Nacional Constituyente y el resultado del 20 de mayo les permitirá evaluar hasta donde pueden llegar con una nueva Constitución.
* Ociel Alí Lopez es sociólogo, analista político y profesor de la Universidad Central de Venezuela . Ganador del premio municipal de Literatura por su libro Dale más Gasolina: chavismo, sifrinismo y burocracia (2015) y del premio internacional Clacso/Asdi para jóvenes investigadores (2004).