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¿Fin del trabajo?

Fuentes: Rebelión

Los pensadores neoliberales y posmodernos auguran la muerte del sindicalismo como fuerza de transformación social en base al fín del trabajo. Es conveniente detenerse someramente en analizar estas nociones.Al hablar del trabajo hablamos de muchas cosas. Hablamos de capital, de obtención de rentas, status y protección, de autodesarrollo individual, de integración social, de pertenencia y […]

Los pensadores neoliberales y posmodernos auguran la muerte del sindicalismo como fuerza de transformación social en base al fín del trabajo. Es conveniente detenerse someramente en analizar estas nociones.

Al hablar del trabajo hablamos de muchas cosas. Hablamos de capital, de obtención de rentas, status y protección, de autodesarrollo individual, de integración social, de pertenencia y cohesión. Todo esto está dentro del trabajo. Es necesario precisar a qué nos referimos.

La prueba de que hoy el trabajo está subsumido en el capital la aporta su inexistencia en los fines de la economía. La economía moderna sólo tiene fines abstractos, cuantitativos, racionales. Las condiciones de la moneda única de Maastricht son todas abstractas: tipos de interés, inflación, déficit y deuda pública, paridad de las monedas. Ya, ni se promete que cumpliendo estas condiciones los fines humanos serán satisfechos Al revés, llegados tras sangres, sudor y lágrimas a la moneda única, los sacrificios para mantenernos dentro serán aún mayores. No hay propuestas humanas y positivas. La economía nos propone solo metas abstractas y amenazantes. Debemos cumplir estas condiciones, que son números, porque sino nos ocurrirán desgracias aún mayores. Como origen del valor, no es posible hablar de fin del trabajo.

El trabajo es la única fuente del valor. La multiplicación de la fuerza productiva del trabajo es lo que permite que este sea cada vez más fecundo y pueda crearse más riqueza con menos tiempo de trabajo humano.

Lo que podría ser una liberación para todos/as, en cuanto a producir lo necesario con pocas horas de trabajo, se convierte, en el paradójico mundo de hoy, en una inmensa capacidad de creación de pobreza y exclusión como contrapunto de una enorme opulencia. Nunca ha habido tanta riqueza pero tampoco tanta pobreza.

Tampoco puede hablarse de fin del trabajo como la utilización flexible de la fuerza de trabajo de la mayor parte de la población asalariada que entra y sale del mercado adaptándose a los desequilibrios del proceso mercantil. Hoy en el estado español tiene ocupación el mismo número de personas que hace veinte años. Con la flexibilización del mercado de trabajo, se repartirá el paro, aumentará la rotación y el trabajo (o el paro) a tiempo parcial. Disminuirá el número de parados y aumentará la población ocupada.

La masa total de trabajo de la sociedad no debe confundirse con la parte de la misma que está en el mercado de trabajo. Si ell trabajo doméstico, realizado en exclusiva por las mujeres estubiera en la contabilidad nacional, supondría doblar el PIB actual. Ese trabajo aumenta constantemente en base a la involución de las prestaciones sociales que desplazan al interior del hogar la solución de una enorme cantidad de necesidades.

Por otro lado la debilidad sindical y la indefensión de los trabajadores precarios, hace que se produzca una gran cantidad de trabajo no pagado, mediante la prolongación gratuita de la jornada, el meritoriaje y los aumentos de los ritmos. El trabajo sumergido masivo junto con la proliferación de los servicios personales como prestaciones de los asalariados menos cualificados a los sectores profesionales de alta remuneración (cuidar jardines, piscinas, limpieza, trabajo doméstico, cuidado de niños, vigilancia, etc.) nos hacen volver a los viejos buenos tiempos de finales del siglo XIX cuando en Inglaterra el 14% de las ocupaciones eran de criados y servicios personales.

La mayor parte de este trabajo es sumergido. Este factor junto a la protección familiar y la dotación de casi dos billones de pesetas en subsidios y prestaciones, explican que aquí no haya una guerra civil. Aunque el aumento de la delincuencia y la multiplicación por tres de la población penal en los últimos quince años, marcan el camino de otros países como EEUU, donde la gran pobreza es masiva y se produce ya una guerra civil molecular.

Los más de dos millones de autónomos, pequeños empresarios sin asalariados y miembros de cooperativas, deben realizarse a menudo, para sobrevivir desde su pequeña escala en un entorno de competencia feroz de los grandes, jormnadas laborales de catorce horas.

Lo que se produce en la sociedad actual es más bien una redistribución y redefinición del trabajo. Por un lado una élite de profesionales de calidad total, que según Lopez de Arriortúa, al igual que el león y la gacela en las praderas, deben estar ya corriendo cuando amanece para sobrevivir, trabajan a «full time» con altos salarios. Este segmento dinámico da trabajo a un número indeterminado, pero muy grande, de personas expulsadas o no introducidas en el mercado de trabajo. Estos puestos de trabajo, la mayoría sumergidos, junto con empleos como repartidor, dependiente, mensajero y, sobre todo, vigilantes (para defendernos de los parados) constituyen las actividades en las que se crean nuevos empleos. Paralelamente de destruyen empleos fijos en el sector estable con baja cualificación profesional.

El trabajo no es escaso, sino sobreabundante. Lo que es excaso son los puestos de trabajo. Ahí están los tres millones y medio de parados y los más de novecientos mil contratos a tiempo parcial que declaran mayoritariamente en la Encuesta de Población Activa haber aceptado ese contrato ante la inexistencia de un contrato a jornada completa. Si toda esta gente aceptara trabajar por el salario, las condiciones y en el lugar que le propusieran las empresas, desaparecería el 80% del paro.

Tampoco podemos hablar de fin de la sociedad salarial o de la relación salarial cuando las condiciones de vida de la mayoría de la población asalariada están cada vez más dramáticamente marcadas por el trabajo, por su baja calidad, por la escasez del mismo creada por los empresarios, por su baja remuneración. ¿Qué vida puede llevar una persona que sólo trabaja cincuenta horas al mes, cuando la vivienda, alimentación, transporte y vestido suponen el doble de estos ingresos? (salvo que okupe viviendas con otros, se cuele en los transportes públicos y mangue en El Corte Inglés).

Nunca el trabajo ha condicionado de manera tan brutal la vida de las personas. Nunca hemos estado en una sociedad salarial más pura.

No es procedente pues hablar de cantidad de trabajo, poco o mucho. Lo que tiende a acabarse es el trabajo fijo de los varones para toda la vida, y con un salario que permita un alto consumo para toda la familia, además de protección social y status estable.

Lo nuevo es la falta de protección, la colocación de la responsabilidad individual en lugar de la social ante la supervivencia de las personas. La precariedad, el riesgo. Esta novedad, dramática ciertamente, lo es no sólo para los trabajadores del estado español, sino que parece serlo para la mayoría de los trabajadores europeos. Sin embargo es la situación normal de ahora y de antes para los trabajadores de la mayor parte del resto del mundo. Más aún, el capitalismo con rostro humano que ha permitido, y que permite, un alto nivel de consumo ( en descenso) de los trabajadores europeos tiene como origen la explotación manu militari y la exclusión social de centenares de millones de trabajadores de los países de la periferia.

El trabajo está cambiando en el sentido apuntado, en manos de los empresarios que ostentan la propiedad de los puestos de trabajo. Es escaso e insuficiente para subsistir. Sin embargo la cultura oficial, incluida la sindical, sigue poniendo el trabajo como centro de realización individual y de pertenencia social. A la situación de desempleo y eventualidad masivos sin prestaciones o subsidios, se le llama fractura social. Es necesario sortear esta trampa pero sin caer en otra parecida. Salir de la exclusión que produce el paro y la precariedad, no justifica pedir la exclusión que produce una vida para el trabajo y el consumo, al margen y a costa de la dimensión humana y social de cada persona y de la cohesión social.

El pleno empleo, tal como lo hemos conocido, es imposible. Las nuevas tecnologías expulsan trabajadores del proceso productivo, incluido el sector servicios. Europa y EE.UU. pierden empleos en la actual economía globalizada. El volumen de desempleo, oficial y encubierto, es tan descomunal que el crecimiento económico que pudiera absorverlo es imposible. Además no es necesario. El tiempo de trabajo socialmente necesario para producir lo básico se reduce constantemente. Tampoco es deseable. Un modelo productivista, depredador, basado en el saqueo del Tercer Mundo y en la complicidad con el capitalismo, no puede ser un objetivo a perseguir por quien desee una sociedad humana.

Por último, el empleo que hemos conocido no resuelve del desarrollo humano de las personas, ni la construcción de un vínculo social, dada la despolitización y la ausencia de voluntad de tejer ese vínculo social. El pleno empleo contiene también una fractura social.

Desde la dejación de la construcción de la sociedad como una actividad política propia de los partidos, hasta la superstición de que los intereses de la clase obrera conducen al paraíso, el pleno empleo y sus sistema político, no sólo son imposibles sino también indeseables, porque además han posibilitado la situación actual.

Resumiendo. Estamos ante el fin de una representación simbólica del trabajo y de un sistema concreto de regulación de la producción capitalista. Con dicho sistema de regulación también entran en crisis las representaciones de la clase obrera sustentadas en él.

Las causa de esta crisis no son económicas o tecnológicas sino políticas. La impotencia de las organizaciones obreras no sólo se explica por la fortaleza del capital, sino también por la debilidad de sus propias concepciones y estrategias. La apropiación en exclusiva de los aumentos de productividad por parte del capital son la causa de la precariedad y el aumento de la diferencia en el seno de la clase obrera. Cualquier alternativa que obvie el problema político que se esconde tras estos procesos, está condenada a quedar en el terreno de las buenas intenciones, o lo que es peor aún ser la base de apuestas imprudentes cuando no cómplices. La confianza en el poder expansivo del trabajo, tal como se presenta en la actualidad, es pura teología que se podrá mantener indefinidamente a condición de que la práctica militante nada tenga que ver con ella.

El trabajo no se acaba, se mercantiliza, se precariza, se hace transparente a la oferta y la demanda, se deshumaniza, se hace calculable, racional.

Sólo abordando un debate sobre estos y otros aspectos, desde las dinámicas de resistencia social y desde la voluntad de impedir el despliegue de la lógica económica, podremos levantar un sindicalismo realmente alternativo.