El pasado primero de mayo se recordaban veinte años de la muerte de Agustín Cueva, gran pensador marxista ecuatoriano.
1.
No conocí personalmente a Agustín Cueva, pero conozco en mayor o menor grado a algunos que gozaron de una amistad con él. Aquellos hombres y mujeres recios que construyen mundos mejores y distintos desde el compromiso teórico y radical, que es el ineludible punto de encuentro con Agustín, su obra y la real trascendencia histórica de su pensamiento.
Era 1992, un primero de mayo. Mi padre se encontraba internado en el Hospital del Seguro Social y mi cabeza y preocupaciones permanecían con él. De ese día, la memoria me trae el inusual y continuo llegar y salir de algunos de aquellos hombres y mujeres sensibles y recios, comprometidos, llorando. Los veía subir y bajar por la calle larga de tristeza. No entendía sus razones hasta que alguien me comentó: había fallecido Agustín Cueva, y esa frase, lapidaria, era un absoluto en sí misma. En la noche, el velatorio se lo hizo en una funeraria cercana. Recuerdo los rostros de los presentes: había una desolación total. Y dolor. Demasiado. Recuerdo un escenario de devastación y absoluta tristeza. Y aunque muchos de los asistentes se conocían entre sí, era grande el silencio, como si cada uno quisiera abarcar alguna personal conversación inconclusa con Agustín. No solo había fallecido un hombre: alguien, un compañero de ruta y de historia que encarnaba la conciencia liberadora latinoamericana había partido, y ese dolor que hacía sucumbir las antípodas de la ira y la esperanza punzaba en los intersticios más profundos de la cabeza y el corazón.
2.
Estas líneas no pretenden ser una adhesión de obituario, solo una declaración de envidia: como César Vallejo que presagiaba morirse un jueves, y de aguacero, solo el Agustín podía darse el lujo de morirse un primero de mayo.
Refiriéndose a René Zabaleta Mercado, Eduardo Galeano decía que murió por la envidia de los dioses. Al igual que Agustín, a René le devoró un cáncer el cerebro. Solo que el Agustín se vengó de ellos: lo imagino así, en su somnolencia final, aferrándose a algún texto de Marx, o a La Internacional, o a lo que le fuera necesario para engañar a la muerte y aguantarse hasta esa fecha. Llegado el primero de mayo, se habría vengado.
3.
Los libros del Agustín, magistrales, deben ser los que menos han durado en mi biblioteca. Luego de alguna conversación o intuición iluminadora, siempre he mirado alguno de sus libros y me ha atrapado una compulsión extraña: coger ese libro y salir para inmediatamente presentárselo y prestarlo a aquel con quien se generó la intuición o el diálogo. Así…, a través de los años, y de sus libros que se me escapan…
4.
Agustín, para nada estas líneas pretenden ser una recordación de pérdida. Está tu pensamiento tan vigente, y nos urge siempre retornar a él para proyectarnos. Pero, seré infidente… Uno, cinco, diez o veinte años después de tu partida, en esas geniales conversaciones e intuiciones con compañeras y compañeros de la radicalidad de la vida, en esos momentos de profunda reflexión, individual o colectivamente, te comento, siempre nos asalta una pregunta, insistente, punzante. «Y, respecto a X tema o problemática que estamos discutiendo, ¿qué habría dicho el Agustín?», nos cuestionamos. Y te apareces, te cuento, reconstituyendo y reforzando la ira y la esperanza vitales, con esa risa franca que me han comentado tenías y con ese vendaval de tu pensamiento…
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