«El partido del siglo», anuncia a su audiencia el canal de televisión. «Fútbol en estado puro». Hace tiempo olvidé cuantos partidos del siglo se llevan disputados. Lo que nunca he olvidado es el «fútbol en estado puro» que alguna vez jugamos cuando niños, cuando nos reuníamos en la calle, en el patio, en una plaza, […]
«El partido del siglo», anuncia a su audiencia el canal de televisión. «Fútbol en estado puro».
Hace tiempo olvidé cuantos partidos del siglo se llevan disputados. Lo que nunca he olvidado es el «fútbol en estado puro» que alguna vez jugamos cuando niños, cuando nos reuníamos en la calle, en el patio, en una plaza, para compartir y disfrutar la fiesta del balón; cuando los dos capitanes, en riguroso turno, iban eligiendo de uno en uno a los componentes de los dos equipos; cuando las porterías las delimitaban dos pilas de chaquetas, un árbol y una piedra, o los bajos de un banco; cuando el arbitraje era consensuado a cada falta para que terminara decidiendo el que tenía el balón; cuando los fueras de juego no existían y el marcador, a veces, se olvidaba y discutía; cuando el partido duraba lo que tardase el municipal en incautarnos la pelota.
Y cuando hacíamos un gol, lo hacíamos todos. Nadie se subía al banco de la plaza para recordar a los espectadores que no había, el número a su espalda que tampoco llevaba, ni se quitaba la camisa, se arrastraba por el suelo, daba volteretas o corría solo al encuentro de la gloria. El primer abrazo del goleador era para el compañero que le dio el pase, para el defensa que inició el contraataque y para el resto del equipo que hizo posible el gol de todos.
Aquel era el fútbol en estado puro que nunca más he vuelto a ver en un estadio.