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G.K. Chesterton: siete paradojas para acabar de una vez por todas con la posmodernidad

Fuentes: Archipiélago

¿Cómo es posible que el cristianismo haya conseguido forjar imaginario para 20 siglos mientras se hundían imperios y tantísimos Reich de mil años? G. K. Chesterton ofrece un buen puñado de razones, que sólo pueden dejar impertérritos a escépticos o ateos muy autosuficientes. En El hombre eterno1, GKC explica que el cristianismo es esencialmente una […]

¿Cómo es posible que el cristianismo haya conseguido forjar imaginario para 20 siglos mientras se hundían imperios y tantísimos Reich de mil años? G. K. Chesterton ofrece un buen puñado de razones, que sólo pueden dejar impertérritos a escépticos o ateos muy autosuficientes. En El hombre eterno1, GKC explica que el cristianismo es esencialmente una «filosofía de las historias»: entre la maraña de supersticiones y espejismos de la época, sólo él supo «captar la naturaleza del cuento, la aventura, la durísima prueba del hombre libre». Mientras unos y otros predicaban que el mundo era una prisión, una rueda, una ilusión, una colmena, un sueño, una línea recta o una ecuación, el cristianismo afirmaba resueltamente la existencia del mal, la voluntad de los personajes sobre la tierra, la posibilidad de lo inesperado, el gozo de la lucha, el drama, la recompensa: «la vida de héroes y villanos es la vida tal y como se vive realmente. Toda aquella literatura que nos presente nuestra vida como peligrosa y sorprendente es siempre más verdadera que aquella otra literatura que nos la hace ver languidecente y llena de dudas. Porque la vida es una lucha y no una conversación»2.

La izquierda académica posmodernista, sintonizando absolutamente con determinada sensibilidad «desencantada» después de las derrotas políticas de los movimientos revolucionarios, ha establecido muy claramente que «los grandes relatos» han muerto; o más bien que deben hacerlo para conjurar las resurgencias fundamentalistas que amenazan las frágiles democracias en tiempos de globalización. Pero como explicaba Foucault, cuando hoy en día se dice «ya no hay héroes» en realidad se quiere decir «ya no hay lucha»3. A diferencia de las narraciones épicas que apetecía GKC, los posmodernistas prefieren ver la vida languidecente y llena de dudas, más una conversación amable entre «diferencias» que una lucha o cualquier otra cosa con sabor a antagonismo, historias donde «el héroe no va a ningún sitio, no viene de ninguna parte y no busca nada» (GKC). El universo ideal del posmodernismo ha dejado atrás las grandes confrontaciones: es post-ideológico, post-heroico y post-político. Sus valores sustanciales son la tolerancia y la apertura hacia «el otro», que se traducen las más de las veces en simple indiferencia y aceptación de la pluralidad desde el punto de vista de una subjetividad turística (en lo moral, lo político, lo estético, etc.)4.

Pero la hegemonía posmodernista (como expresión cultural de la globalización neoliberal) ha pasado. Aún sentiremos su peso durante una larga temporada, pero la idea de que ha llegado el «fin de la historia» y el tiempo de la mera gestión administrativa y post-política de las cosas se cuartea por varios lugares a la vez: los kamikaces del 11 de septiembre, la guerra global permanente decretada por la administración Bush y, por la tangente, el desarrollo en las catacumbas de la sociedad del espectáculo de un mundo paralelo, una narración coral, inmanente y en movimiento que trae consigo el «regreso de lo político» a la esfera pública.

Nuestra época posmoderna está sostenida y atravesada a la vez por una contradicción fundamental: como en el juego de niños de la cuerda tensa, el capitalismo global tira de un lado unificando el mundo mediante el mercado, mientras una proliferación insólita de identidades cerradas lo fragmenta por el otro5. Por supuesto, ambas fuerzas tiran de una y la misma cuerda: el mercado rellena sus escaparates con las mil baratijas de la identidad, las catástrofes capitalistas producen directamente en muchas latitudes una reacción histérica de lo social desguarnecido, el delirio mesiánico se arma de tecnología punta y se organiza en red. Encontramos ideología imperial e ideología relativista en ambos lados de la cuerda tensa: globalización armada de los derechos humanos y multiculturalismo, califato universal e inconmensurabilidad de las culturas, hay mil combinaciones.

¿Quién puede cortar hoy la cuerda tensa, quién puede decir que «trae sobre el mundo una espada para separar y dividir», como los primeros cristianos de que habla GKC? Entre el «turista» y el «kamikace», entre el «progresista» y el «nihilista», ¿qué formas de subjetivación radicalmente democráticas pueden inventarse? El mundo-catástrofe está verdaderamente boca abajo. Pero la espada no es de ningún modo algún tipo de dialéctica salvadora, sino una serie de paradojas.

 

1. El mundo es siempre el mismo, porque es inesperado. Hay un tema recurrente en la obra de GKC: «salimos a buscar lo que ya hemos encontrado». Un hombre mantiene relaciones amorosas clandestinas con su propia esposa, otro sale un día por la puerta de su casa hipnotizado por la idea de «regresar a casa«, da la vuelta al mundo y regresa a un hogar que ahora percibe más luminoso y vivo, etc. Un buen puñado de obras suyas son curiosas declinaciones de la odisea de Ulises o del viaje del Hijo Pródigo. Su misma conversión al catolicismo fue una actualización de la experiencia de la infancia, «un mundo entero que resplandece de asombro».

Como se pregunta el colectivo argentino Situaciones, cuando salimos a la búsqueda de algo, ¿no sabemos ya (aunque sea intuitivamente) de qué se trata? ¿cómo podríamos si no reconocerlo al encontrarlo? Y ¿no han sido una y otra vez historias escuchadas sobre el pasado lo que ha animado a luchar y buscar en el presente?6 ¿qué movimiento ha revolucionado su tiempo sin hacer una relectura significativa del pasado? Como observa GKC, todos los personajes de la historia que han gravitado sobre el futuro han tenido su mirada puesta en el pasado: el Renacimiento, Shakespeare, Miguel Ángel, la Reforma, los sans-culottes de la Revolución francesa, etc.7

La posmodernidad instituye una relación con el pasado mezcla de entretenimiento, indiferencia y desprecio: para el «turista», la contemplación pasiva de restos de memoria histórica no tiene ninguna consecuencia (y esa es la característica más relevante del espectáculo como manifestación cultural: no teje lazos o vínculos, ni por tanto compromisos o exigencias), sólo es «un éxtasis de indiferencia» (GKC)8. El «kamikace» se siente igualmente desplazado en el mundo-catástrofe, pero se inventa un pasado y un futuro fetichizados, que venera hasta la autoaniquilación. ¿Podemos instituir otra relación con la memoria para que ésta no sea tanto un ancla como una catapulta (como pide E. Galeano)? Cuando el pasado está vivo no «pesa» nada. Pesa la memoria oficial, la retórica monológica que acompaña las conmemoraciones burocráticas, tan ampulosas y sobrecodificadas. Pasado confiscado desde arriba y hurtado a su recreación activa por parte de las comunidades que establecen continuidades históricas reales, siempre desde las exigencias del presente9.

El descrédito de la memoria y el fetichismo de la novedad arraigan en el deseo de ver de nuevo las cosas como por primera vez. Pero ese milagro sólo se consigue renunciando a toda originalidad. «Los hombres viven disfrutando siglo tras siglo de algo más nuevo que el progreso: el hecho de que con cada niño nace un nuevo sol y nueva luna». Para GKC, lo que nos cansa y envejece no es la tradición, sino la moda. La consigna de Rimbaud «hay que ser absolutamente modernos» vehiculada hoy en día convenientemente por la sociedad del espectáculo, produce masivamente ansiedad, insatisfacción y autodenigración. Pero, «nosotros, los que hacemos cosas antiguas, estamos alimentados por la naturaleza de una infancia perpetua. No hay hombre enamorado que piense que otros lo estuvieron antes que él. No hay mujer que tenga un hijo, que piense que ha habido otros hijos antes que el suyo. No hay hombre que luche por su ciudad que sienta el peso de los imperios destruidos»10.

 

2) No hay real antagonismo entre la risa y el respeto. Cuando «todo lo que era sólido se desvanece en el aire» nos entra la risa. Como explica Clément Rosset, el hundimiento del Titanic es uno de los mejores «gags» de la historia de la humanidad11: la catástrofe se traga todos los discursos sobre «el barco más seguro del mundo», abre el pozo sin fondo de nuestra finitud, revela la precariedad del andamiaje que nos sostiene. Pero, ¿qué pasa cuando la catástrofe ya no es un acontecimiento excepcional, sino que se ha incrustado en la vida cotidiana? Entonces no nos creemos nada, hacemos «como si», nos volvemos turistas de nuestra propia vida: «no te apegues demasiado a cosa alguna» es el principal consejo que transmiten los manuales de auto-ayuda. Por un lado, la risa destructora acompaña la disolución del mundo: agujerea los roles, las jerarquías, las convicciones. Por otro lado, el humor se vuelve auto-irónico (o incluso autodenigratorio): un movimiento de autodefensa, «no more heros«. Por supuesto, los kamikaces que combaten este mundo-catástrofe reivindicando la supuesta pureza de un orden perdido no se las quieren ver con ningún chistoso: la risa erosiona la fe ciega que exigen sus creencias, mata el miedo que las funda, introduce una distancia debilitadora.

Para GKC, no hay conflicto entre reír y venerar. Es la moraleja de El Napoleón de Notting Hill: un rey de Inglaterra muy aficionado al humorismo decide un día organizar un gran farsa y cambiar el estatuto de las ciudades para «despertar un sentido más profundo de patriotismo local en los diversos municipios de Londres»: convierte entonces cada barrio en una ciudad medieval, con su muralla, su guardia cívica y sus toques de rebato. Ocurre que una carretera proyectada desde hacía tiempo por los poderosos constructores tiene que atravesar la calle de Pump Street, que está en el barrio de Notting Hill. Pero el nuevo «Gran Preboste de Notting Hill» se niega y pide ayuda al rey («lucho por vuestro Estatuto, Majestad») contra los «buscadores de oro».

Durante la novela, se suceden mil peripecias protagonizadas por el Napoleón de Notting Hill en el escenario de su amado barrio. El rey sigue la batalla entre la admiración y el sarcasmo. Una vez que todo ha acabado, hay un final muy chestertoniano en el que dialogan dos voces fuera del tiempo y el espacio: «Cuando llegan los días sombríos y terribles, tú y yo, el fanático puro y el satírico puro, somos necesarios. Entre los dos hemos remediado un mal más grande. Hemos elevado la ciudad moderna hasta aquella poesía que todo aquel que conoce la Humanidad sabe que es inconmensurablemente más vulgar que la vulgaridad. Pero en un pueblo sano no hubiera habido guerra entre nosotros. Somos como los dos lóbulos del cerebro de un labrador. La risa y el buen humor se hallan por doquier. La madre se ríe continuamente de su hijo, el enamorado de su amada, la mujer del amigo, el amigo del amigo».

 

3. Toda alegría es, por naturaleza, belicosa. Si el mundo-catástrofe configura nuestra vida tal y como es, ¿es la rebelión entonces un gran ‘¡no!’, un grito por la ausencia de vida verdadera? ¿es la insatisfacción la gasolina que alimenta la revuelta y la alegría un síntoma de conformismo? En ese caso, cuando sólo quedan las cadenas por perder, y el ser humano ha sido despojado de todo lo demás, entonces se hace posible la auténtica rebelión. Los demás estamos atados a demasiadas cosas en este mundo como para querer verdaderamente quebrarlo en dos. El capitalismo ha trocado el «deseo» en «hambre»: el consumo. Apostar por la vida (auténtica, intensa, etc.) contra el dominio es como escupir al viento, porque el capitalismo se ha hecho uno con ella: las mismas formas de «estetización de sí» (la vida convertida en una obra de arte) se concretan en gimnasios, pastillas, cirugía. La libertad es más bien desarraigo, transgresión, ruptura de toda determinación y normalidad. Ha de hacernos necesariamente daño, puesto que significa deshacerse de la vida tal y como la conocemos, con su cohorte de servidumbres, inercias y pequeñas comodidades12.

Los libros de GKC están tachonados de una batería de paradojas contra esta concepción (muy moderna, a veces esteticista y siempre romántica) de la rebelión: «los hombres causan cambios violentos a fuerza de estar satisfechos», «el que está persuadido de que la vida es excelente, es el que más la modifica», «existe el hombre cuya obra empieza por una aprobación y termina con un terremoto», «los pesimistas son aristócratas como Byron; los blasfemos son aristócratas como Swinburne. A aquellos que se consumen de hambre y frío, y que sufren, dejadles hablar un instante, y veréis que no sólo son optimistas, sino que profesan un optimismo violento: son demasiado pobres para adquirir otro más acicalado». Contra los aristócratas nihilistas, GKC defendió que sólo la ortodoxia católica protege la risa, la curiosidad, el cuerpo, la alegría de los sentidos, la capacidad de pensar, la posibilidad de lo absolutamente otro, la rebelión de los pobres y la libertad de actuar.

Pero el sorprendente cristianismo de GKC no es en absoluto pacifista: se toma muy en serio que Jesucristo no vino a traer la paz, sino la guerra13. La misma bienaventuranza sobre los mansos «es una afirmación muy violenta, en cuanto que se oponía violentamente a la razón y a la probabilidad» en un mundo edificado sobre las maltrechas espaldas de los esclavos y que adoraba la forma-Estado. Si la esfera es el símbolo de las religiones y las filosofías plenas y circulares (del budismo al hegelianismo), la cruz es por el contrario «colisión, crujido, lucha en piedra»: «la esfera es razonable; la cruz es irrazonable. Es un animal de cuatro patas, con una pata más larga que las otras. La esfera es inevitable; la cruz es arbitraria. Sobre todo, el globo constituye unidad en sí mismo; la cruz está primordialmente y sobre todas las cosas en discordia consigo misma»14. La cruz salvaguarda la posibilidad del milagro, el exceso, la batalla, lo monstruoso, lo trágico. La esfera habla más bien de un mundo ya hecho: rueda perpetua de reencarnaciones o autodeterminación infinita del espíritu.

En realidad, la rebelión es siempre conservadora: un gesto de amor a una forma de vida (que GCK llamó siempre «hogar») y, por añadidura, el odio («algo superior y más santo que la política») al enemigo que la amenaza. El mundo-catástrofe no produce nuestra vida, sino que más bien expropia nuestra inteligencia, actividad, imaginación, herramientas y frutos. Por ello, los seres humanos «luchan denodadamente cuando sienten que el enemigo es a la vez un viejo enemigo y un eterno extranjero cuya atmósfera es ajena y antagonista»: la atmósfera de los expropiadores de los bienes comunes durante la historia entera, que ha tratado de hacerse pasar siempre por una «segunda naturaleza» de los sujetos explotados15.

Desde luego, GKC pensaba que «quien pierda su vida, la salvará». Pero lo que hace de nosotros algo más que mónadas asustadas, narcisistas, egoístas y calculadoras no es la transgresión (la blasfemia según GKC de «hacernos daño a nosotros mismos»), sino más bien todas las formas de la exterioridad: el placer de la aventura donde se arriesga la propia conservación del yo, el gusto por la narración que suspende el narcisismo autorreferencial del sujeto y transmite una experiencia de alteridad, el humor que rompe la seriedad con que nos tomamos la identidad propia, el valor de pelear por una causa más vieja y amplia que nosotros mismos, la alegría de la camaradería y la cooperación, la buena salud que nos permite olvidarnos de nuestro ombligo, etc.

 

4. Loco es quien lo ha perdido todo menos la razón. Cornelius Castoriadis, después de años de práctica clínica, concluía que «la enfermedad psíquica es, esencialmente, el bloqueo de la imaginación». Por ejemplo, el paranoico instituye un cerco interpretativo que integra absolutamente cualquier hecho en una esfera inatacable, sin fisuras (conspiración, etc.)16. Al trasluz del discurso paranoico, podemos definir mejor la cordura y la salud como un estar «fuera de sí»: exceso de salud, exceso de imaginación, exceso de humor, derroche de tiempo, en definitiva, «un regocijado descuido del propio yo» (GKC).

Orson Welles recomendaba tomarse de vez en cuando «unas vacaciones de uno mismo». Pero en realidad uno siempre está medio de vacaciones de sí mismo: nuestro imaginario radical vuela constantemente sin permiso. La Ilustración, que promovió tantas mejoras aboliendo el trabajo infantil, separando radicalmente Iglesia y Estado o universalizando derechos como la educación, identificó la imaginación creadora exclusivamente como la fuente de la que brotaban todos los errores y las supersticiones que mantenían al ser humano en minoría de edad. El higienismo se volvió entonces un decreto «progresista»: cirugía urbana para establecer la tiranía del ángulo recto en la maraña de callejuelas, cirugía psíquica para secar la fuente del continuo trasiego simbólico, cirugía lingüística para eliminar del habla todas las «redundancias» del lenguaje (como decían algunos positivistas), cirugía histórica para suprimir las zonas grises del pasado donde lo justo y lo injusto son difícilmente discernibles (como pedía Horace Mann17), etc.

Pero los ídolos son creaciones imaginarias exactamente igual que la democracia, el valor de la igualdad o la institución de la separación de poderes. La imaginación creadora es primordial y ambivalente, no un enemigo. La crítica ilustrada de la religión, como el examen de la teoría crítica de los fenómenos ideológicos, son gravemente deficitarios. Al desconsiderar la exigencia absoluta de sentido del inconsciente (dudando incluso de que algo así exista), recomiendan en general un «enfriamiento de las pasiones» (políticas y de cualquier signo), eluden el desafío que plantea la necesidad de producir imaginario radicalmente democrático y dejan que sean los fundamentalismos (modelo fuerte) o el consumo (modelo débil) quienes se encarguen de estructurar las expectativas más profundas del ser humano.

 

5. Batiéndome por Notting Hill me bato por Bayswater. Acabada la guerra de Notting Hill, se produce un deslizamiento peligroso: de luchar por defender su hogar, los ciudadanos de Notting Hill pasan a tratar de imponer sus usos y costumbres sobre los demás. Es la tentación del imperialismo que GKC combatió tantísimo en vida por ser, no la expansión y prolongación de las naciones, sino el inicio de su decadencia definitiva18.

Durante décadas, la acción política «progresista» se ha basado en los universales abstractos: modelos válidos para todos. Se hacía un calco del pensamiento científico: las ideas políticas correctas, como los conceptos científicos, son universales, necesarios y sobrevuelan lugar, tiempo y circunstancia. La estrategia debe obedecer «líneas correctas» y desplegarse en espacios lo más lisos posibles. La guillotina siempre ha sido la consecuencia lógica de ese ideal, su correlato material: el terror es la forma más eficaz de formatear la multiplicidad de lo real y suprimir «desviaciones» en el pensamiento y «tramas densas» en el territorio19.

En una discusión al comienzo de El Napoleón de Notting Hill entre un cosmopolita bienpensante (Barker) y un exiliado nicaragüense (Fuego), GKC replicó así a la noción políticamente correcta de cosmopolitismo:

 

-«Nosotros, los modernos, creemos en una gran civilización cosmopolita, en la cual debemos incluir todas las inteligencias de los pueblos absorbidos….

-El señor me perdonará (…). ¿Puedo preguntarle cómo, en circunstancias ordinarias, captura un caballo salvaje.

-No capturo nunca caballos salvajes -replicó Barker con dignidad.

-Precisamente -dijo Fuego-. Aquí termina su absorción de las inteligencias. Aquí es donde compadezco su cosmopolitismo. Cuando dice usted que quiere ver todos los pueblos unidos, quiere usted decir, en realidad, que quiere ver a todos los pueblos unidos para aprender los trucos del suyo. (…) En Nicaragua teníamos un sistema de coger los caballos salvajes lanzando el lazo a cuatro patas, que era tenido por el mejor de Centroamérica. Si tiene usted que incluir todos los talentos, vaya usted y hágalo. Si no, permítame que le diga lo que he dicho siempre: que algo desapareció de este mundo cuando Nicaragua fue civilizada».

 

El paradigma opuesto al del cosmopolitismo estrecho de Barker es el de la inconmensurabilidad de las sociedades, que dice así: las culturas son mónadas cerradas en sí mismas, absolutamente diferentes entre ellas, incomunicables. Se trata de una perspectiva que oblitera absolutamente el barro común de que estamos hechos los seres humanos: «todo cuanto fue imaginado por alguien con suficiente fuerza para modelar el comportamiento, el discurso o los objetos puede en principio ser reimaginado (representado de nuevo) por algún otro» (Castoriadis).

¿Dónde está Notting Hill en nuestro mundo fragmentado y disperso? Ya no hay ningún «nosotros» como dato de partida, pero la amistad teje pequeñas «patrias móviles» en el mundo-catástrofe: una historia compartida fundada en la fidelidad a una experiencia común. El mundo-catástrofe es velocidad, sin sentido, desorden. La amistad es ritmo, significado, orden. ¿Puede pensarse una política de la amistad? Sería, en todo caso, una política del ejemplo y no de la «hegemonía». La política del ejemplo aferra lo universal de los temas generales (educación, ciudad, trabajo) desde una situación concreta (múltiple y singular), que ya no tiene porqué estar definida por sus términos geográficos: Notting Hill es hoy cualquier espacio de subjetivación, cualquier territorio existencial, donde se produzca el reencuentro con las propias potencias, cualquier «mundo en el que el alma pueda vivir a sus anchas» (GKC). Empezando siempre por el propio cuerpo y la propia cabeza20.

Cuando el Gran Preboste de Notting Hill vio a sus conciudadanos ceder a la tentación del imperialismo, les arengó así: «¿Ha pedido Atenas que todo el mundo use la clámide? ¿están obligados todos los seguidores del Nazareno a usar turbante? ¡No! Pero el espíritu de Atenas siguió adelante e indujo a los hombres a tomar cicuta, y el espíritu de Nazareth siguió adelante e hizo que los hombres consintiesen en ser crucificados. Así el espíritu de Notting Hill ha seguido adelante y ha hecho comprender a los hombres lo que es vivir en una ciudad. De la misma manera que hemos puesto en práctica nuestros símbolos y ceremonias, así ellos han puesto en práctica también los suyos». Notting Hill es un universal concreto21.

 

6. Lo común es lo más extraordinario. El héroe de todos los libros de GKC es el «hombre común»: sin embargo, ninguno de sus personajes es corriente, sino excepcional. ¿Qué afirmaba GKC cuando pintaba a esos «grandes simples», por qué son portadores de lo extraordinario? Todos ellos son héroes, pero no bloques de bondad, sino personajes ambivalentes, capaces de lo mejor y de lo peor, que se enfrentan no sólo a monstruos inauditos, sino sobre todo a monstruos bien ordinarios y cotidianos («la tentación permanente en los humanos es la de ser bajos y mezquinos, la probabilidad permanente es la de caer, a fuerza de cobardía, en hipocresía»). Nadie mejor que Gilles Chatelet ha descrito el heroísmo del cualquiera: «capaz de despertar el gesto político que desborda cualquier rutina y cualquier posible anticipación. (…) Lo excepcional no es un privilegio reservado a los «grandes nombres», el héroe cualquiera puede ser un Nivelador, un sans-culotte o un anónimo miembro de la Resistencia que sabe que la libertad golpea como un hecho y no se reduce a una «elección»»22.

Los «don nadie» son extraordinarios porque representan «esas cosas tan gozosas y terribles que los seres humanos tenemos en común»: bienes sencillos y universales como la carne, el sueño o la cerveza, hechos irrevocables como la finitud, inclinaciones tan asombrosas a pesar de ello como la alegría y la risa. Los simples de GKC representan todos los valores que «hacen sociedad» (el don, la generosidad, el espíritu crítico, la solidaridad, la benevolencia, la hospitalidad) frente a los pasiones tristes que destruyen lazo social (envidia, ingratitud, resentimiento, codicia, rapacidad posesiva, conformismo, cinismo). El gran simple de GKC tiene mil defectos, pero está desprovisto del peor de ellos: voluntad de poder (obsesión por el control del tiempo ajeno, humillación, acoso, producción de pánico, arrogancia). Sin embargo, los «malos» de GKC siempre se creen superiores a las cosas que son comunes a los hombres y eso les conduce finalmente (como a Lord Ivywood, en La taberna errante) al mayor de los patetismos.

La política de GKC se deduce del mismo amor por lo común que no es identidad, sino variedad y singularidad. Tras abandonar el socialismo, fundó el movimiento distribucionista, que aspiraba a superar la propiedad privada capitalista no estatalizando los medios de producción, sino distribuyendo bienes, tierras y fábricas entre empresas individuales, familias, cooperativas y pequeños comercios: «Por la libertad del individuo y la familia contra la interferencia de negociantes, monopolios y el estado. (…) Cada trabajador debe tener parte en las decisiones y el control de las empresas en las cuales trabaja. (…) y la máxima, en lugar de la mínima, iniciativa por parte de los ciudadanos»23.

 

7. La vida es tan brillante como el diamante, pero tan quebradiza como la vidriera. La filosofía más profunda de GKC es una filosofía del juego del escondite: hay mucho placer en sentirnos acosados en un lugar más o menos seguro desde el que podemos impulsarnos para atravesar una estepa apasionante y llena de peligros. Decía GKC que el poema más hermoso de todos cuantos había leído era el inventario que hacía Robinson Crusoe de las cosas que había salvado del naufragio: «un hacha, un loro…». Después de la Caída, la vida es una lucha constante por cuidar, afirmar y honrar los restos del naufragio y por sustraer más bienes al mismo océano ciego que pretende despojarnos de todo (y que lo hará finalmente). Los afectos propios de esa lucha son la gratitud de «quien se ha librado por un pelo» de algún peligro terrible y la alegría de poder «comenzar de nuevo»24.

Es absurdo pensar, como los anarquistas nihilistas que satirizaba GKC, que este mundo es un orden asfixiante que hay que agujerear, cuando lo difícil, lo raro, es seguir adelante, mantener vivos los vínculos, construir otras formas de vida, que las cosas funcionen. No hay subversión en un atentado que dispersa los cuerpos de veinte policías por los aires: sólo la anodina reproducción de la lógica de muerte imperante en todo el planeta25. Lo subversivo es otra cosa, cualquier institución humana que mantenga juntos a los hombres y mujeres en libertad sin necesidad de ley o policía. La filosofía del juego del escondite «considera a la vez al universo como el castillo del ogro que ha de ser demolido y como la propia cabaña a la que hemos de regresar todas las noches». Es el mango de la espada que corta la cuerda tensa del mundo-catástrofe. Por mí y por todos mis compañeros.

 

 

 

1. El hombre eterno, G.K. Chesterton, Ediciones Cristiandad, Madrid 2004.

2. Dickens, G.K. Chesterton, Pre-textos, Valencia, 1995.

3. Entrevista a M. Foucault en Cahiers du cinema en 1974, citada por Wu Ming en «Tute Bianche: el lado práctico de la creación de mitos (en tiempos de catástrofe)», que puede leerse aquí:

http://www.wumingfoundation.com/italiano/outtakes/monos_blancos_mito.html

4. La cultura del narcisisimo, de C. Lasch (Editorial Andrés Bello Española, Barcelona, 1999), «Plaidoyeur en faveur de l’intolérance», Slavoj Zizek (Editions Climats, Paris, 2004) o Imperio de Toni Negri y Michael Hardt (Paidós, Barcelona, 2002).

5. La cultura del narcisismo, de C. Lasch; San Pablo. La fundación del universalismo, de Alain Badiou (Anthropos Editorial, Barcelona, 1999).

6. «Ahora sabemos -gracias a la obra de E.P. Thompson, Christopher Hill y otros historiadores- que varios de los movimientos más radicalizados del pasado han extraído su fuerza y sustento del mito o el recuerdo asociado a una época dorada, o a un pasado aún más remoto», Christopher Lasch (La cultura del narcisismo).

7. Lo que está mal en el mundo, G.K. Chesterton, Plaza y Janés, Barcelona, 1967.

8. Se dice que Tristan Tzara repetía todas las mañanas la célebre frase de Descartes: «ni siquiera quiero saber que existieron unos hombre antes que yo». La subjetividad turística contemporánea repite cotidianamente el gesto, sin recordar siquiera quién era el autor de la frase (cosa que estaba muy, muy lejos de ocurrirle a Tzara). Para Chesterton, esa actitud es otro síntoma del resentimiento contemporáneo contra «lo dado» y una expresión más de la ideología narcisista de la «libre elección»: «Ha habido tantas creencias ardientes que no podemos sostener, tantos rudos heroísmos que no podemos imitar (…) El futuro es nuestro refugio ante la feroz competencia de nuestros antepasados. Resulta agradable escapar, como dijo Henley, por la calle del «más tarde», donde está la hostería del «jamás». (…) Puedo hacer el futuro tan estrecho como lo soy yo mismo. El pasado está obligado a ser tan anchuroso y turbulento como la humanidad». Las élites que han promovido e incentivado la espectacularización generalizada se indignan luego por la indiferencia de fondo con que se reciben las conmemoraciones de sucesos históricos o tragedias recientes («estupidez de las masas»), pero hay más verdad en la indiferencia de la subjetividad turística que en estos brotes de indignación de los políticos y los intelectuales

9. Por abajo, siempre por abajo, a nivel colectivo o individual, se renuevan incesantemente esos hilos de la memoria, se interroga activamente la tradición (la única forma de que una comunidad integre también a sus muertos, decía GKC), se instituyen ceremonias que vinculan a distintas colectividades desafiando el tiempo. Entonces, como explica Wu Ming, a propósito del acto en recuerdo del joven Carlo Giuliani asesinado en Génova que tuvo lugar justo un año después, «conmemorar («recordar juntos») no es un acto empobrecedor, alienado y esclerotizado, sino más bien testimonio civil desde abajo, acción propositiva en el espacio público, manifestación de un «exceso» simbólico que desplaza continuamente los poderes constituidos» (Esta revolución no tiene rostro, Wu Ming, Acuarela Libros, 2002).

10. Las citas pertenecen a El Napoleón de Notting Hill (Pretextos, Valencia, 2002). Críticos sociales inclasificables como C. Lasch o Jean-Claude Michéa («reaccionarios de izquierdas», diría Woody Allen) comparten la misma sensibilidad.

11. Lógica de lo peor, Clément Rosset, Barral, Barcelona, 1976.

12. Podemos encontrar ecos poderosísimos de ese «espíritu que siempre niega» en las vanguardias artísticas del siglo XX, en Sartre, Agustín García Calvo, la Escuela de Francfort, John Holloway o Santiago López Petit.

13. Poco tiene que ver la afirmación del mundo de GKC con la adoración de lo real que se ha vuelto la religión de tantos filósofos: si todo es maravilloso, nada lo es; si todas las cosas son buenas, su bondad sólo puede ser mediocre. Según GKC, el tedio refinado y la melancolía son los afectos que acompañan a esta adoración uniforme de lo real. En ese momento, sólo la serpiente puede devolver a Adán y Eva al paraíso. «Contra el vacío lacerante de la aprobación sin alegría, no hay más que un antídoto: la fe súbita y belicosa en el mal. Podemos hacer hermoso de nuevo el mundo, a condición de tomarlo por campo de batalla. Cuando hayamos delimitado y aislado el mal concreto, todo lo demás volverá a poblarse de colores. Cuando las cosas malas sean realmente malas, las cosas buenas, gracias a un apocalipsis ardiente, recobrarán su bondad. La tristeza de algunos hombres viene de que no creen en Dios; pero la de muchos más hombres se debe a que no creen en el diablo» (Dickens).

14. Eso le dice Lucifer a San Miguel en el delirante y genial comienzo de La esfera y la cruz (Plaza y Janés, Barcelona, 1967). Este optimismo de GKC no tiene nada que ver con el optimismo esférico de Hegel cuando afirmaba la reconciliación final de la Razón consigo misma En la lucha no hay inscrito ningún final feliz asegurado. ¿Y qué? ¿Acaso se lucha para instituir la felicidad definitiva de los hombres por los siglos de los siglos? La cruz «no puede ser derrotada, porque es ya la Derrota (…) pero el ineludible fracaso que se cierne sobre todos los sistemas humanos no afecta a los hombres más de lo que los gusanos de la tumba fatal turban el juego de los chiquillos en el prado».

15. Desde aquí se puede explicar también la dialéctica entre «reyes» y «gente sencilla» que aparece en tantas obras populares y que GKC repite muy a menudo (aunque él haga intervenir directamente a Dios): los hombres y las mujeres no son esclavos que se rebelan contra reyes, sino reyes (de paisano, como en Walter Scott) que se rebelan contra los usurpadores en el poder.

16. Diálogos, C. Castoriadis, Trotta, Madrid, 2002.

17. «Las escuelas públicas: Horace Mann y el ataque a la imaginación», en La rebelión de las élites, C. Lasch, Paidós, Barcelona, 1996.

18. Hannah Arendt elaboró la intuición de GKC a lo largo del capítulo «Imperialismo» de Los orígenes del totalitarismo (Taurus, Madrid, 2001).

Los periódicos contaron hace unos cuantos veranos que el presidente del gobierno, José María Aznar, había escogido El Napoleón de Notting Hill como lectura para su retiro estival. Conociendo al personaje, seguramente se interesó por el libro de GKC por la absurda leyenda que lo etiqueta como una «gran sátira del nacionalismo». ¡Menudo susto debió de darse entonces! GKC despliega ahí todo su amor por lo pequeño y concreto, el «patriotismo local» que le llevó en día a elogiar la lucha de los nacionalistas irlandeses (se dice que el libro inspiró la lucha independentista del irlandés Michael Collins) y los Böers, que no eran precisamente las causas más «políticamente correctas» en su queridísima Inglaterra.

19. Entre mil casos de estudio posibles, el ejemplo de Stalin deportando poblaciones enteras y arrancando a la gente de las «tenaces supervivencias pre-socialistas» para que pensasen como comunistas y no como chechenos o ucranianos y rearticulando en definitiva a latigazos la geografía política de Rusia es muy revelador (también para comprobar echando un vistazo al mapa ruso actual hasta qué punto han sido tenaces las «supervivencias pre-socialistas»). El capitalismo ha sido mucho más eficaz que el estalinismo: reserva para casos extremos la decisión política de arrasar a una colectividad y deja que lo hagan cotidianemente sus automatismos económicos, tecnológicos, culturales. Un decreto hostil convoca a la rebelión, pues se adivinan detrás personas con nombres y apellidos. Pero, ¿y si el lazo social desaparece como quien oye llover, granizo destructor sobre la cosecha del campesino?

20. Se pueden rastrear los elementos de esa «política de la amistad» en Alain Badiou, Santiago López Petit, F.B., Bifo (El sabio, el mercader y el guerrero, Acuarela libros, Madrid, 2005) y, sobre todo, en el colectivo Situaciones (www.situaciones.org).

21. En las observaciones admiradas de GKC sobre el almirante Nelson encontramos la descripción de otro «universal concreto»: «no creo que nadie dude de que aunque Nelson y Wellington hayan estado siempre hermanados en la fama histórica, la importancia de Nelson esté destinada a crecer y a disminuir la de Wellington. Porque la fama de éste descansa en el hecho de que fue un gran soldado al servicio de Inglaterra, exactamente como otros veinte hombres semejantes fueron grandes soldados al servicio de Austria, Prusia o Francia. Nelson, en cambio, es el símbolo de un modo especial de ataque, a la vez universal y genuinamente inglés: el mar». Wellington es un caso del universal abstracto (buen soldado al servicio de un país), mientras que Nelson es él mismo un universal concreto: hace algo universal de manera especial, singular.

22. Vivir y pensar como puercos, Gilles Chatelet, Lengua de Trapo, Madrid, 2002. Muchas películas expresan perfectamente cómo los grandes simples guardan fidelidad a los rituales, los valores y las bromas que tejen el lazo social y lo arriesgan todo para defenderlos, hasta la muerte. Pero el sacrificio del héroe cualquiera no es un gesto nihilista de autoaniquilación, sino un don que niega obediencia a los códigos de la biología en nombre de alguna fidelidad superior: así se la juega el Dutton Peabody de El hombre que mató a Liberty Valance (John Ford), el Sean Mallory de ¡Agáchate, maldito! (Sergio Leone), el teniente Gorman de Alien 2 (James Cameron), el Jim Malone de Los intocables (Brian de Palma), el Boromir de El señor de los anillos (Peter Jackson) o la Maggie Fitzgerald de Million dolar baby (Clint Eastwood).

23. Léase, en este mismo número de Archipiélago, la polémica entre G.B. Shaw y G.K. Chesterton, «¿Estamos de acuerdo?»

24. Esa es la naturaleza poética de la navidad según GKC: «una nota de defensa, casi como un toque de guerra: la nota de sentirse sitiado por la nieve y el granizo; el toque para alegrarse dentro de una fortaleza». Así se celebra el nacimiento de Cristo, también acaecido (recordemos) en una «fortaleza», sitiada por las batidas ordenadas por Herodes el Grande, un «refugio subterráneo» y, a la vez, un «puesto avanzado» desde el que «minar el mundo». En mil pasajes de la obra de GKC encontramos la misma experiencia: en su Autobiografía, Chesterton ya mayor reconoce jugar todavía a un viejo juego infantil: subirse a un sillón con los libros preferidos de su biblioteca e imaginar que se trata de una isla rodeada por el mar. La filosofía de los límites de GKC se deduce entera de esta experiencia vital de la existencia como regalo.

25. En El hombre que era jueves hay un célebre combate dialéctico entre un anarquista y un policía secreto que discuten sobre la naturaleza misma de la poesía. El anarquista defiende que la esencia del hecho poético es el desorden (un atentado) y que el poeta es siempre un sublevado, a lo que GKC responde en boca del policía secreto: «¿Qué hay de poético en ser un sublevado? Igual podría decir usted que es poético marearse. Marearse es una sublevación. Tanto estar mareado como rebelarse pueden ser lo saludable en ciertas ocasiones desesperadas, pero que me ahorquen si entiendo por qué son poéticas».

 

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