Entre tantos recuerdos, que se acumulan sobre la muerte de Gabriel García Márquez, quiero rescatar dos artículos periodísticos, que él sólo se animaba a escribir, por su solidaridad con los pueblos víctimas de las potencias imperiales. Esos escritos son: el dedicado a su amigo Omar Torrijos, y que vinculó cuidadosamente con lo que él denominó […]
Entre tantos recuerdos, que se acumulan sobre la muerte de Gabriel García Márquez, quiero rescatar dos artículos periodísticos, que él sólo se animaba a escribir, por su solidaridad con los pueblos víctimas de las potencias imperiales.
Esos escritos son: el dedicado a su amigo Omar Torrijos, y que vinculó cuidadosamente con lo que él denominó las muertes «casuales» de los presidentes de Bolivia, Jaime Paz Zamora, de Panamá, Omar E. Torrijos Herrera, de Ecuador, Jaime Roldós Aguilera, y también la del comandante general del Ejército Peruano, Omar Hoyos.
Reflexionó García Márquez sobre las muertes de esos cuatro hombres, todos ellos importantes en el contexto de ese momento histórico, la de los presidentes, Zamora (junio 1980), Roldós (mayo de 1981), la del comandante general de Perú, Hoyos (junio de 1981), y la del presidente Torrijos (julio de 1981), vinculándolas con el destino trágico de Nuestramérica.
Muchas veces me he preguntado si García Márquez sabía que la verdadera causa de la muerte de todos ellos lo fue por haberse negado a firmar su adhesión al Plan Condor, y no lo incluyó, por honestidad intelectual, y porque aún no había pruebas fehacientes de ello.
En estos últimos años se han escrito, con suficientes pruebas, artículos, ensayos y libros donde se detallan con prolijidad las causas de su muertes, vinculándolas todas a su decisión de no querer participar del Plan Condor.
Los cuatro mueren en accidentes de aviación. Y aún se trata de que permanezcan silenciadas las razones de sus muertes, y sólo el presidente Rafael Correa ha reabierto la causa de la muerte de su antecesor Jaime Roldós Aguilera.
Quiero señalar que unos meses antes de la muerte de Roldós, volviendo de un viaje a EE.UU., yo había visitado en Guayaquil, a una prima, sobrina de mi madre, Martha Bucaram, casada con Roldós, y por eso recuerdo el texto de García Márquez que, por supuesto, leí con mucha atención, por provenir de un hombre cuyos escritos como periodista eran una fuente de información absolutamente fidedigna y creible.
Recuerdo que fue publicado el 12 de agosto de 1981, y extraigo el texto de un largo ensayo, en el que García Márquez hacía mención a la muerte de Torrijos y la vinculaba con las otras, haciendo mención a que su amigo Torrijos confiaba en su «intuición sobrenatural», cada vez que debía viajar:
«Sin embargo, tal vez Torrijos no se daba cuenta de que aquella servidumbre a su intuición sobrenatural, que tal vez le salvó la vida muchas veces, terminó a la larga por ser su flanco más vulnerable, pues al final le daba tantas oportunidades a la fatalidad como a sus enemigos. Cualquiera de los dos pudo causarle la muerte.
P ero es imposible no relacionar esta catástrofe con otras similares ocurridas en poco más de un año. En junio de 1980, el avión en que volaba el vicepresidente electo de Bolivia, Jaime Paz Zamora, se precipitó a tierra envuelto en llamas. Se pensó entonces, aunque nunca pudiera comprobarse, que le habían echado azúcar en el tanque de la gasolina. Después fue la tragedia del presidente de Ecuador, Jaime Roldós; más tarde, la del jefe del Estado Mayor de Perú, general Luis Hoyos Rubio, y ahora la del general Omar Torrijos, el hombre providencial e irremplazable de Panamá. Cuatro personalidades progresistas, cuya desaparición sólo podía favorecer a las tendencias más tenebrosas de las Américas. No es fácil creer que tantos desastres sucesivos sean casuales, porque no es tan selectivo el índice de la muerte y hasta las mismas casualidades tienen sus leyes inexorables.»
Al año siguiente, luego de la invasión israelí al Líbano, leí e incorporé a la revista Estudios Árabes, en el número de octubre-diciembre de 1982, su famoso artículo «Begin y Sharon, Premio Nobel de la muerte», publicado en el diario Expreso de Guayaquil, el 3 de octubre de 1982, y que transcribo a continuación, como un humilde homenaje a la memoria de un hombre íntegro, digno y solidario con las causas justas del mundo.
Porque Gabriel García Márquez, no dejó nunca que la fama y la gloria, bien merecidas, lo obnubilaran frente al poder, al que como señalara Edward W. Said, pocos se animaban a enfrentar diciéndoles la verdad, y cuyo texto me exime de cualquier comentario.
Begin y Sharon
Premio Nobel de la muerte
Gabriel García Márquez
Lo más increíble de todo es que Menahem Begin sea Premio Nobel de la Paz. Pero lo es sin remedio aunque ahora cueste trabajo creerlo desde que le fue concedido en 1978, al mismo tiempo que a Anwar Sadat, entonces presidente de Egipto, por haber suscripto un Acuerdo de Paz separado de Camp David. Aquella determinación espectacular le costó a Sadat el repudio inmediato de la comunidad árabe y más tarde le costó la vida. A Begin, en cambio, le ha permitido la ejecución metódica de un proyecto estratégico que aún no ha culminado, pero que hace pocos días propició la masacre bárbara de más de un millar de palestinos refugiados en un campamento de Beirut.
Si existiera Premio Nobel de la Muerte, este año lo tendrían asegurado sin rivales el mismo Menahem Begin, y su asesino profesional, el general Ariel Sharon.
En efecto, vistos ahora, los Acuerdos de Camp David no tendrían para Begin otra finalidad que la de cubrirse las espaldas para exterminar primero a la Organización para la Liberación de Palestina (OLP), y establecer luego nuevos asentamientos israelíes en Samaria y Judea. Para quienes tenemos una edad que nos permite recordar las consignas de los nazis, estos dos propósitos de Begin suscitan reminiscencias espantosas, la teoría del espacio vital con la que Hitler se propuso extender su imperio a medio mundo, y lo que él mismo llamó la solución final del problema judío, que condujo a los campos de exterminio de más de seis millones de seres humanos inocentes.
La ampliación del espacio vital del Estado de Israel y la solución final del problema palestino tal como las concibe hoy el Premio Nobel de la Paz de 1978 se iniciaron en la noche del 5 de junio pasado, con la invasión del Líbano por las fuerzas militares israelíes especializadas en la ciencia de la demolición y el exterminio.
Menahem Begin trató de justificar esta expedición sangrienta con dos argumentos falsos. El primero fue la tentativa de asesinato del embajador de Israel en Londres, Shlomo Argov, a fines de mayo. El segundo fue el supuesto bombardeo de Galilea por la OLP refugiada en el Líbano. Begin acusó del atentado en Londres a la resistencia palestina y amenazó con represalias inmediatas. Pero Scotland Yard reveló más tarde que los verdaderos autores habían sido miembros de la organización disidente de Abu Nidal, que en los meses anteriores había asesinado inclusive a varios dirigentes de la OLP.
En cuanto al segundo argumento, se comprobó muy pronto que los palestinos sólo dispararon dos o tres veces contra Galilea y causaron un muerto. Los disparos fueron hechos como represalia de los bombardeos de Israel contra los campamentos de refugiados palestinos que dieron muerte a varios centenares de civiles.
En realidad la guerra sin corazón desatada por Begin con base en aquellos dos pretextos, no era nada nuevo para los lectores del semanario israelí Haclam Haze, que había anunciado con todos sus pormenores desde setiembre de 1981, es decir, nueve meses antes. Contra el refrán según el cual una guerra avisada no mata a nadie, las tropas israelíes -que se consideran entre las más eficaces y las más armadas del mundo-mataron en las primeas dos semanas a casi 30.000 civiles palestinos y libaneses y convirtieron en escombros a media ciudad. Sus pérdidas en el mismo período, no habían pasado de 300.
Ahora la estrategia de Begin es muy clara. Al destruir a la OLP, ha tratado de eliminar al único interlocutor palestino que parecería capaz de negociar una paz fundada sobre la base de la instalación de un Estado palestino independiente en Cisjordania y Gaza, que el propio Begin ha proclamado como territorios ancestrales del pueblo judío. Ese acuerdo estaba al alcance de la mano desde el 4 de julio pasado, cuando Yasser Arafat, presidente de la OLP, aceptó el principio de un reconocimiento recíproco de los pueblos de Israel y Palestina, en una entrevista publicada por Le Monde, de París, en aquella fecha. Pero Begin ignoró esa declaración, que entorpecía sus proyectos expansionistas ya en pleno desarrollo, y prosiguió con el establecimiento del cinturón de seguridad en torno de Israel. Un cambio de gobierno en Siria podría ser el paso inmediato, con la extensión consiguiente de una guerra desigual y sin cuartel, cuyas consecuencias finales son imprevisibles.
Yo estaba en París en junio pasado, cuando las tropas de Israel invadieron el Líbano. Por casualidad, estaba también el año anterior, cuando el general Jaruzelsky implantó el poder militar en Polonia contra la voluntad evidente de la mayoría del pueblo polaco. Y también por casualidad me encontraba allí, cuando las tropas argentinas desembarcaron en las Islas Malvinas. Las reacciones de los medios de comunicación antes esos tres acontecimientos, como la de los intelectuales y la de la opinión pública en general, fueron para mí una lección inquietante. La crisis de Polonia produjo en Europa una especie de conmoción social. Yo tuve la ocasión de agregar mi firma a la de los muy escogidos y muy notables intelectuales y artistas que suscribieron la invitación para un homenaje al heroísmo del pueblo polaco, que se celebró en el Teatro de la Opera de Paris, patrocinado por el Ministerio de Cultura de Francia. Sin embargo, algunos anticomunistas profesionales me acusaron en público de que mi protesta no fuera tan histórica como la de ellos. En aquel clima pasional, toda actitud que no fuera maniqueísta se consideraba ambigua.
En cambio, cuando las tropas de Israel invadieron y ensangrentaron el Líbano, el silencio fue casi unánime aun entre los más exaltados jeremías de Polonia, a pesar de que ni el número de muertos ni el tamaño de los estragos admitían ninguna posibilidad de comparación entre la tragedia de los dos países. Más aún: por esas mismas fechas los argentinos habían recuperado las Islas Malvinas y el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas no esperó 48 horas para ordenar retiro de las tropas, ni la Comunidad Económica Europea lo pensó demasiado para imponer sanciones comerciales a la Argentina, en cambio, ni ese mismo organismo, ni ningún otro de su envergadura, ordenó el retiro de las tropas israelíes del Líbano en aquella ocasión.
El gobierno del presidente Reagan, por supuesto, fue el cómplice más servicial de la pandilla sionista. Por último, la prudencia casi inconcebible de la Unión Soviética y la fragmentación fraternal del Mundo Árabe, acabaron de completar las condiciones propicias para el mesianismo demente de Begin y la barbarie guerrera del general Sharon. Tengo muchos amigos cuyas voces fuertes podrían escucharse en medio mundo, que hubieran querido y sin duda siguen queriendo expresar su indignación por este festival de sangre, pero algunos de ellos confiesan en voz baja que no se atreven por temor de ser señalados como antisemitas. No sé si sean conscientes de que están cediendo -al precio de su alma– ante un chantaje inadmisible.
La verdad es que nadie ha estado tan solo como el pueblo judío y el pueblo palestino en medio de tanto horror. Desde el principio de la invasión al Líbano empezaron en Tel Aviv y otras ciudades las manifestaciones populares de protesta que no han terminado, y que el 4 de julio habían alcanzado una fuerza emocionante. Eran más de 100.000 israelíes solitarios proclamando en las calles que aquella guerra sucia no es la suya porque está muy lejos de ser la de su Dios, que durante tantos y tantos siglos se había complacido con la convivencia de palestinos y judíos bajo el mismo cielo. En un país de 3 millones de habitantes, una manifestación de 100 mil personas equivaldría en términos proporcionales a una de casi 2 millones en París, y 8 millones en Washington.
En con esa protesta interna con la que me siento identificado cada vez que conozco las noticias de las bestialidades de los begines y los sharones en el Líbano, y en cualquier parte del mundo, y a ella quiero sumar mi voz de escritor solitario y por el gran cariño, y la admiración inmensa que siento por el pueblo que no conocí en los periódicos de hoy sino en la lectura asombrada de la Biblia.
No le temo al chantaje del antisemitismo. No le he temido nunca al chantaje del anticomunismo profesional, que andan juntos y a veces sueltos, y siempre haciendo estragos semejantes en este mundo desdichado.
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