No fue fácil llegar a Brasil. Ni siquiera fue fácil salir del aeropuerto. Las instalaciones de Portela están infectadas de personas de ambos sexos que nos miran con desconfianza como si lleváramos escrito en la cara, denunciándonos, un historial de confesos o potenciales terroristas. A estas personas les llaman «seguridad», lo que es bastante contradictorio […]
No fue fácil llegar a Brasil. Ni siquiera fue fácil salir del aeropuerto. Las instalaciones de Portela están infectadas de personas de ambos sexos que nos miran con desconfianza como si lleváramos escrito en la cara, denunciándonos, un historial de confesos o potenciales terroristas. A estas personas les llaman «seguridad», lo que es bastante contradictorio porque, por experiencia propia y por lo que he podido percibir alrededor, los pobres viajeros no sienten ni asomo de seguridad ante su presencia. El primer problema se presentó en el control de equipaje de mano. Aun en el rescaldo de la enfermedad que padecí y de que felizmente me estoy restableciendo, debo tomar con regularidad, de dos en dos semanas, una medicina que, en caso de pasar por un aeropuerto, necesita llevar una declaración médica. Presentamos esa declaración, sellada y firmada como mandan los reglamentos, pensando que en menos de un minuto tendríamos licencia para seguir. No sucedió así. El papel fue laboriosamente deletreado por la «seguridad» (era una mujer), que no tuvo mejor idea que llamar a un superior, que a su vez leyó la declaración levantando las cejas y con gesto de desconfianza, talvez a la espera de una revelación que se le presentaría sugerida desde las entrelíneas. Comenzó entonces un juego de fuerza. La «seguridad», que ya había pronunciado, dos o tres veces, esta frase inquietante: «Tenemos que comprobar», recibió enseguida el apoyo de su jefe que la repitió, no dos o tres veces, sino cinco o seis. Lo que tenían que comprobar estaba delante de los ojos, un papel y un medicamento, no había nada más que ver. La discusión fue encendida y solo terminó cuando yo, impaciente, irritado, dije: «Pues si tienen que comprobar, comprueben, y acabemos con esto». El jefe movió la cabeza y respondió: «Ya lo he comprobado, pero tienen que dejar este frasco». El frasco, si podemos darle tal nombre a una botellita de plástico con yogurt, acabó junto a otros peligrosos explosivos antes aprehendidos. Cuando nos retirábamos no pude dejar de pensar que la seguridad del aeropuerto, de seguir así, todavía acaba siendo entregada a la benemérita corporación de los porteros de discoteca…
Lo peor, sin embargo, estaba por llegar. Durante más de media hora, no sé cuantas decenas de pasajeros estuvimos apiñados, apretados como sardinas en lata, dentro del autobús que debería llevarnos al avión. Más de media hora sin casi podernos mover, con las puertas abiertas para que el aire frío de la mañana pudiera circular cómodamente. Sin ninguna explicación, sin ninguna palabra de disculpa. Fuimos tratados como ganado. Si el avión se hubiera caído, se podría decir con todas las de la lay que fuimos llevados al matadero.