Las  reacciones y los análisis observables en los distintos medios de  comunicación y en las redes sociales sobre los resultados de las  elecciones presidenciales de Ecuador, realizadas el pasado 15 de octubre  (2023), son distintas, según se refieran al triunfo de Daniel Noboa o a  la pérdida de Luisa González.
 La coincidencia generalizada sobre Noboa fue que nuevamente se derrotó  al “correísmo” y ese contentamiento incluso predominó sobre la  consideración de que triunfó el modelo de economía empresarial  neoliberal-oligárquico, al que no se lo ve directamente como elemento  definidor, ya que se lo entiende como opuesto al “socialismo del siglo  XXI”, cuyo “horror” lo encarnan Cuba, Nicaragua y Venezuela, países a  los que nos iba a conducir el “correísmo”.
 Así es que la preocupación mayor está en el amplio sector social que  apoyó la candidatura de Luisa, quien logró el 48% de las votaciones y  que, en definitiva, es la otra “mitad” del país, pues Noboa triunfó con  el 52%. Sin embargo, puede contraponerse los datos: el nuevo presidente  ganó en la Sierra, en 4 de las 6 provincias amazónicas, Galápagos y los  votantes migrantes de Norteamérica, África y América Latina; mientras  Luisa triunfó en la Costa (excepto 1 provincia), 2 provincias orientales  y entre los migrantes de Europa, Oceanía y Asia (www.cne.gob.ec).  El eje social del apoyo a Noboa provino del alto empresariado, los  grupos económicos, las capas ricas, los medios de comunicación  vinculados a esos intereses y las clases medias pertenecientes a sus  posiciones. Se juntaron todos los partidos del “centro” a la derecha  para derrotar al correísmo. Y, sin duda, se contó con el respaldo  internacional de las derechas continentales. El hecho de que en las  votaciones se demostró un indudable respaldo de clases medias y  populares que han sido víctimas de la economía neoliberal, no oculta  que, desde la perspectiva sociológico-histórica, Noboa no las  representa, pues responde a las clases dominantes del país.
 La candidatura de Luisa González tenía que enfrentar a fuerzas  poderosas, capaces de liquidar cualquier proyecto político que se les  opusiera. Fue respaldada no solo por el correísmo, al que se le reconoce  un voto “duro” que oscila entre el 30-35% de los electores, sino  también por el amplio espectro del progresismo ecuatoriano, integrado  por clases medias, empresarios pequeños y medianos, trabajadores,  sectores indígenas y populares. Desde luego tuvo el patrocinio de la  Revolución Ciudadana, la fuerza política más organizada y sostenida en  el país, que ha sufrido el peso de la persecución, tiene líderes  asilados en otros países (incluido Rafael Correa) y ha debido obrar bajo  condiciones institucionales adversas. La Revolución Ciudadana también  alcanzó, hasta el momento, 52 de las curules a la Asamblea Nacional,  constituyéndose así en la primera fuerza parlamentaria. Tiene, además,  varios alcaldes, prefectos y miembros de gobiernos seccionales  significativos, fruto del triunfo electoral del 5 de febrero (2023). Sin  duda, también ha contado con el respaldo ideológico de las izquierdas  latinoamericanas. De manera que de ningún modo es despreciable la  “pérdida” electoral, que desarticula todos aquellos análisis que han  supuesto la muerte del correísmo, la debilidad de su proyecto o el fin  de su “líder máximo”. Igualmente tocará evaluar (sin ser lo esencial)  las cuestiones de marketing político, en un ambiente social en el cual  obran los medios audiovisuales, electrónicos, el internet y la  inteligencia artificial, así como la publicidad técnicamente elaborada. Y  posiblemente no hubo el tiempo aprovechable para que crezca el apoyo  electoral a Luisa, que después del debate de segunda vuelta logró llevar  una campaña que demostró sus propias fortalezas.
 Pero al menos hay dos factores que, precisamente desde la perspectiva  socio-histórica, explican la pérdida electoral de Luisa. A la cabeza se  ubica el anticorreísmo, un asunto ideológico que es comparable  con el anticomunismo de las décadas de 1960 y 1970 o con el antialfarismo de la época de Eloy Alfaro a inicios del siglo XX. En sus  orígenes, esa ideologización deriva de las posiciones políticas de las  clases que integran el bloque de poder y que ha sido especialmente  fomentada y difundida a diario por los grandes medios de comunicación  hegemónicos. Se adhieren a esa ideología el clasismo y el racismo  tradicionales de las elites sociales del país, que también inundan el  estatus conservador de otras capas. Y todo ello adquirió la fuerza  suficiente para captar votantes de distinto origen. Desde filas  opuestas, también han coincidido en el anticorreísmo una serie de  líderes de la derecha indígena y sindical, así como algunos grupos y  personalidades autoidentificados como izquierda auténtica y verdadera,  que postularon, sin éxito, el voto nulo. De modo que circulan ideas que  van desde mitos disparatados (por ej. el correísmo se “llevó” 70 mil  millones de dólares), las acusaciones indiscriminadas de todo tipo  atribuibles a los “correístas”, supuestos vínculos con el narcotráfico  y, en plena campaña electoral, pretender atribuir al “gobierno de  Correa” el asesinato de uno de los candidatos a la presidencia.  
Comparativamente, mientras en Argentina, por Decreto Ley 4161 del 5 de  marzo de 1956, quedó prohibido (bajo pena de prisión) utilizar imágenes,  símbolos, signos, expresiones, doctrinas, artículos y obras artísticas,  representativas del peronismo y se proscribieron vocablos como  «peronismo», «peronista», » justicialismo», «justicialista», «tercera  posición», así como referencias a las personas de Juan Domingo Perón y  Eva Perón, en Ecuador no se requirió de algo semejante, porque el  anticorreísmo ha actuado desde el Estado, a través de la presidencia de  la república con Lenín Moreno (2017-2021) y su sucesor Guillermo Lasso  (2021-hoy), como por medio de la fiscalía, la contraloría y aquellos  jueces que han servido de instrumentos para la persecución a los  “correístas”, término con el que incluso se califica a todo opositor  político.
 El otro elemento que ha resultado determinante es la falta de unidad de  las clases medias y populares ante el bloque de poder unificado que  presentan las clases dominantes, y la ausencia de vínculos orgánicos  entre la Revolución Ciudadana y los movimientos sociales más  importantes, como el indígena, sindical, feminista y ecologista. Aquí  las “culpas” son mutuas. En distintas entrevistas pude escuchar que se  resaltan viejos resentimientos y conflictos que arrancaron en el  gobierno de Correa y que aún no se superan, e incluso se cuestionaba el  conservadorismo del exmandatario y también de Luisa (por ejemplo, sus  coincidentes posiciones personales contrarias al aborto), a pesar de que  en las elecciones no estaban en juego comportamientos del pasado y el  binomio Luisa González/Andrés Aráuz expresó una nueva generación de  liderazgos políticos que, obviamente, reivindicó los logros del gobierno  de Rafael Correa. Sin embargo, suelen predominar las posturas  radicales, de modo que se cree que, si no se acogen forzosamente las  ideas o proyectos políticos de los movimientos sociales, tal como son  presentados y hasta en su totalidad, simplemente no hay acuerdos  posibles. En definitiva, son este tipo de rupturas las que parecen haber  sensibilizado el voto a favor de Noboa.
 Finalmente, una vez que el triunfo fue para Daniel Noboa, pretender que  el flamante presidente ejecute un programa de transformaciones ajeno a  los intereses de clase que representa, es una utopía que se ha querido  lavar con la idea de que solo queda la “resistencia” y la “movilización”  populares. Ese camino al calvario debió pensarse con anterioridad. De  todos modos, lo que se impone para el futuro de las izquierdas  progresistas es lograr la creación de un frente social-popular  que se proponga el triunfo electoral en 2025 y, sobre todo, constituirse  en un sólido poder histórico capaz de contrarrestar y enfrentar al  bloque dominante.
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