Se fue. Pero luchó por vivir hasta el último suspiro. Amaba vivir, pero amaba más vivir con autonomía; tomar aliento para cumplir con el impulso de ese fuego que la quemaba por dentro: «cómo no luchar, cómo no gritar, si tu voz me quema adentro». ¿Cómo nació ese fuego? La historia de Gloria estará para […]
Se fue. Pero luchó por vivir hasta el último suspiro. Amaba vivir, pero amaba más vivir con autonomía; tomar aliento para cumplir con el impulso de ese fuego que la quemaba por dentro: «cómo no luchar, cómo no gritar, si tu voz me quema adentro». ¿Cómo nació ese fuego?
La historia de Gloria estará para siempre enredada con la trayectoria generosa y sin claudicaciones de Acción Ecológica, organización de la que era presidenta cuando se fue. Es muy conocido su trabajo incansable contra la demente obsesión minera de gobiernos dementes. Se sabe bien que desplegó por años su valiente acompañamiento y su encarnizada obstinación al lado de cientos de comunidades en resistencia a lo largo del país. Pero su prehistoria se conoce menos. A diferencia de muchas otras trayectorias militantes, Gloria no provenía de clases medias intelectuales; su familia y su madre fueron parte de una de esas raras historias de invasiones de gente sin vivienda pero en lucha por un hogar, en Quito, en el mítico Comité del Pueblo de los años 1970. Cuando Gloria llegó a la adolescencia, esa tradición languidecía aunque una parte se guardaba en la experiencia de sus familias y se atesoraba en muchas iniciativas comunitarias. Fue catequista en una pastoral que rechazaba las ansias radicales que burbujeaban en el barrio pero que también se alejaba del viejo sacramentalismo conservador. Un equilibrismo que muchos postulan como la astucia y la inteligencia del justo medio. La creación de la casa Jena, una experiencia de acción y vida comunitaria barrial, la arrojó en brazos de esa contradicción atenuada: había quienes entendían la comunidad como un compromiso alejado de las impurezas de la política, mientras otros pugnaban por una opción liberadora que encendía las tensiones y los arrojaba en el pantanoso terreno del eterno conflicto contra el poder. Aunque Gloria optó sin concesiones por el duro camino de la iglesia liberadora; mantuvo siempre abiertas de par en par las puertas de su vida y de su afecto por quienes la habían ayudado en sus primeros pasos.
En medio de la campaña por la recuperación del territorio Huaorani, conocimos a las jóvenes descomplicadas e irreverentes de una recién formada organización: Acción Ecológica. El Movimiento aportó la no violencia; Acción Ecológica aportó la agenda ecologista y la crítica al desarrollo. Nos complementábamos bien pero nuestros estilos chocaban. El Movimiento funcionaba con la serena seriedad de la disciplina cristiana; Acción Ecológica se burlaba de toda severidad mediante la risa y la desordenada ironía. Gloria fue la primera de nosotros en entender la aguda inteligencia de esa forma de funcionar. No significa que todo fuera de maravillas. Hasta el final de su vida se quejaba de la informal indisciplina de sus compañeras; algo que terminó adoptando a veces con resignación y a veces con entusiasmo. Gloria fue elegida coordinadora del Movimiento y solía visitarnos a todos, en busca de ideas y del apoyo a sus iniciativas. Escuchaba y también tendía puentes cuando había discrepancias. Guardaba esa costumbre como una herencia del mundo cristiano; pausada y calmada, raras veces alzaba la voz, salvo para gritar en la marchas, para alentar en las consignas, para llamar a los que quedaban atrás.