Dos drogas mantienen a los guayaquileños atónitos: el miedo del pasado y el cuco que podría venir
Los guayaquileños nos indignamos con la gente equivocada. Desde hace unos días andamos bravos con el asambleísta Gastón Gagliardo porque dio una excusa vergonzosa para no haber donado su sueldo a los damnificados del terremoto en Manabí. «Tampoco somos Papá Noel», dijo, y las redes sociales explotaron. Es una declaración vergonzosa, sin duda, pero me llamó la atención ver a muchos guayaquileños compartir la furia contra Gagliardo, militante de Alianza País, cuando hace algunos días muy pocos abrieron la boca para preguntar por qué una puerta de un bus de la Metrovía de Guayaquil se abrió en medio viaje, una mujer cayó y murió. Los mismos que no dijeron nada cuando escribí sobre la negligencia sísmica de la Alcaldía de Jaime Nebot o (lo que es peor) se dedicaron a hacer falsas analogías («pero en Portoviejo se cayeron más cosas» fue la más patética), otros a dar excusas tontas («el paso a desnivel era viejo, qué querías» fue la más repulsiva). Ha sido un periódico inglés (sí, del Reino Unido de Gran Bretaña, a como diez mil kilómetros) el que ha tenido que preguntar por qué sigue el Estero Salado hecho una cloaca. Parece que los guayaquileños no tenemos ganas de hacernos esas preguntas. Nos importa más la tontería -sí, una tontería desproporcionada, deslenguada y algo ruin- de un asambleísta de Alianza País que la deuda de obra pública, derechos humanos y participación ciudadana de la administración socialcristiana guayaquileña que va (oh, adalides de la alternancia democrática) para dos décadas en el poder.
No todos los guayaquileños pasan por alto estas graves falencias pero sí la mayoría. Nebot ganó con holgura las elecciones del 2014 ante una muy floja Viviana Bonilla, y no hay demasiados motivos para pensar que sus niveles de aceptación hayan cambiado. En breve: a los guayaquileños nos gusta el alcalde, pero eso no debería probar nada porque a los ecuatorianos nos gusta el presidente Correa (aunque, según Cedatos, sus niveles de aprobación han bajado al 35%). Me pregunto cuánta de la aprobación de Nebot tiene que ver con la obra pública y cuánto con su posición política frente al gobierno nacional. Si fuese por su obra pública, la opinión de la mayoría de guayaquileños debería ser diametralmente opuesta a la actual.
Puedo escribir los datos más duros: decir, por ejemplo, que en Guayaquil hay 45 mil casas sin alcantarillado y otras 65 mil tienen un servicio defectuoso. Puedo decir, también, que Interagua -la concesionaria del servicio de agua potable de la ciudad- taló seis hectáreas y media de manglar, algo que es ilegal y sumamente dañino para nuestro medio ambiente. Puedo decir que la Metrovía da un pésimo servicio: lleva años de retraso en la implementación de sus troncales, que su actual servicio no transporta a los 600 mil pasajeros diarios que debería para poderse considerar un servicio eficiente, que sus buses no se han renovado (que los dueños de esos buses son los ex buseteros de los que tanto nos quejábamos) y que están en tan mal estado que botan un humo negro tóxico y sus puertas se abren en medio viaje y la gente se cae. Puedo volver a denunciar los trucos de mago turro para manipular los datos sobre áreas verdes, puedo hablar de la ineptitud manifiesta de los funcionarios municipales y de la ya vieja costumbre de los robaburros -los policías metropolitanos- de garrotear, extorsionar e incautar. De eso ya he escrito demasiado.
Lo que me intriga es el entumecimiento cerebral guayaquileño. Ese que hace que nos indignemos con Gagliardo pero no con un alcalde que se burla de los más pobres cuando dice cosas como que el aire acondicionado en la Metrovía de una ciudad que hierve como el infierno (en parte porque él cambió árboles de copa frondosa por ¡palmeras!) no es una necesidad. O que nos moleste más lo que el alcalde de Loja va a hacer con los perros (una cosa totalmente indolente, sin duda) en lugar de montar en cólera por la mujer que se murió por ir en Metrovía. ¿Saben lo que pasaría si un tren en Alemania se abriera en medio viaje y alguien se cayera? La opinión pública ardería. La gente saldría a las calles a exigir respuestas. Pero nosotros no. Estamos contentos con un alcalde que alguna vez dijo sobre el servicio de buses rápidos de la ciudad que era un transporte masivo: «Viene de masa. Si usted se sube al metro de París o entra al subway de New York va a encontrar lo mismo. Quien quiera viajar barato y rápido tiene que hacerlo en transporte masivo. Que hay que hacerlo lo menos incómodo posible es otra cosa, no lo más cómodo». ¿En serio todo esto es menos graves que las tonterías que dice un asambleísta?
Es probable que uno pueda seguir viviendo en una ciudad donde alguien se muere en el transporte público, pero no sé si sea posible seguir viviendo en una ciudad donde nadie pide respuestas por esa muerte. Lo mismo pasó con el estado de los pasos a desnivel de Guayaquil: nadie exige un informe sobre por qué se cayó el que se cayó. Mientras el muerto no es nuestro, seguimos mirando al frente.
Parece que es una batalla perdida. Hace pocas horas, la escritora Solange Rodríguez escribió un post en Facebook que muchas personas han compartido. Cuenta la enésima extorsión a un comerciante callejero. Es la misma historia de siempre a la que permanecemos indolentes: un grupo de robaburros llega con su camioneta y amenazan con llevarse el carrito de, en este caso, helados de un vendedor informal. El propósito, por supuesto, es extorsionarlo a cambio de que no se le lleven su medio de subsistencia. «Cuando me detuve y les pregunté furiosa qué de malo había cometido este hombre, me dijeron que me largara, que no era mi asunto. Soy ciudadana, es mi asunto.», dice Rodríguez. Es apenas una historia más de las cientas que hemos escuchado, pero la reflexión que hace la escritora es una radiografía de la clarísima insensibilidad guayaquileña: «Estoy segura que este hombre abusado votó por este alcalde. Estamos perdidos, entonces. Estamos solos. Pero es nuestro llamado mostrar lo que acontece, suceda lo que suceda porque aquí estamos viviendo y nos concierne». Estamos solos, sin duda. ¿De qué sirven las palabras de Rodríguez, estas que yo mismo escribo? Ya es un poco ridículo y vergonzoso que no tengamos nada que decir, que nuestra indignación sea contra unos y no contra todos.
No creo que seamos tontos, tal vez estemos solo narcotizados. Hay dos drogas que nos mantienen idiotizados a los guayaquileños: la primera es el viejo argumento de «tú no te acuerdas cómo era esto con los Bucaram» y el segundo es: Nebot es la última barrera que hay antes del horror correísta. Con esa receta, estamos inmóviles. Viviendo de efervescencia inútil en efervescencia inútil. Nuestras rasgaduras de vestiduras en redes sociales por los temas equivocados nos convierten en cómplices de las deficiencias de la ciudad. Es incómodo decirlo, pero Guayaquil -tan brava para ciertos temas, para la bravata 2.0- se ha convertido en una ciudad sin sustancia, productora de pura espuma, que olvida pronto y justifica lo injustificable. Vivimos con una administración mediocre que nos tiene sin árboles, calles caminables, espacios verdaderamente públicos, y nos tiene con un estero podrido y una propuesta de movilidad pensada para los más ricos, mientras le damos la espalda al río y aceptamos la violencia como una forma de diálogo en las calles. Pero eso no es lo más grave de todo: lo peor, lo más ruin de nosotros, guayaquileños, gente hecha de espuma, es que lo toleramos, justificamos y a veces celebramos.
Fuente: http://gkillcity.com/articulos/el-mirador-politico/guayaquil-la-ciudad-la-espuma